Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Porque si pudiera atravesar paredes, podría hacer cualquier cosa.

—Profunda deducción. Filosófica. ¿Y cómo se llama la joven damita que está al otro lado de esa pared?

—Se llama… —Mort tragó saliva—. No sé su nombre. Ni siquiera sé si hay una muchacha —añadió, arrogante—, y no he dicho que la hubiera.

—Bien —dijo Buencorte. Tomó otro sorbo y se estremeció—. Estupendo. Cómo atravesar paredes. Investigaré. Pero podría costarte caro.

Mort levantó cuidadosamente la bolsa y sacó una monedita de oro.

—Un adelanto —dijo, poniéndola sobre la mesa.

Buencorte levantó la moneda como si esperara que estallase o se evaporara, y la examinó con sumo cuidado.

—Nunca había visto este tipo de monedas —dijo en tono acusador—. ¿Qué es toda esa escritura rizada?

—Pero es oro, ¿no? —dijo Mort—. No sé, no tienes por qué aceptarla…

—Claro que es oro, y tanto que es oro —se apresuró a aclarar Buencorte—. Es oro, claro que sí. Sólo me preguntaba de dónde salía, es todo.

—No me creerías —le aseguró Mort—. ¿A qué hora se pone el sol por aquí?

—Normalmente, logramos que sea entre la noche y el día —respondió Buencorte, sin dejar de mirar la moneda y de beber a sorbos de la botella azul—. Más o menos ahora.

Mort echó un vistazo por la ventana. Afuera, la calle ya adquiría una tonalidad crepuscular.

—Volveré —masculló y se dirigió a la puerta. Oyó que el hechicero gritaba algo, pero Mort iba ya calle abajo a toda carrera.

Empezaba a asustarse. La Muerte lo estaría esperando a sesenta kilómetros de allí. La que se iba a armar. La que se iba a armar…

—AH, MUCHACHO.

Una silueta familiar surgió del fulgor que rodeaba un puesto de anguilas en gelatina, sosteniendo un plato de bígaros.

—EL VINAGRE ESTÁ ESPECIALMENTE PICANTE. SÍRVETE, TENGO UN PALILLO EXTRA.

Pero claro, el hecho de que se encontrara a sesenta kilómetros no quería decir que no pudiera estar también allí…

En su desordenada habitación, Buencorte daba vueltas y más vueltas a la moneda entre los dedos mascullando «paredes» para sí, y vaciando la botella.

Se dio cuenta de lo que hacía cuando ya no quedaba nada que beber, momento en el cual sus ojos se centraron en la botella y, en medio de una creciente bruma rosada, leyó la etiqueta que decía: «Yaya Ceravieja, Cera del Tiempo para Friegas Vigorizantes y Filtro de Amor, una cucharada solamente antes de ir a dormir. Que sea pequeñita».

* * *

—¿Yo solo? —preguntó Mort.

—CLARO. TENGO MUCHA CONFIANZA EN TI.

—¡Cielos!

La sugerencia le quitó a Mort todas las ideas que llevaba en la cabeza y se sorprendió al descubrir que no se sentía especialmente horrorizado. En las últimas semanas había presenciado unas cuantas muertes, y la cosa quedaba despojada de todo horror cuando se sabía que después se podía hablar con la víctima. La mayoría se sentían aliviadas, una o dos se lo tomaban a mal, pero todas se alegraban de oír unas cuantas palabras amables.

—¿CREES QUE PODRÁS HACERLO?

—Pues sí, señora, creo que sí.

—ASÍ ME GUSTA, QUE TENGAS ENTUSIASMO. HE DEJADO A BINKY JUNTO AL BEBEDERO, A LA VUELTA DE LA ESQUINA. LLÉVALO DIRECTAMENTE A CASA CUANDO HAYAS TERMINADO.

—¿Y usted, señora, se queda aquí?

La Muerte miró hacia ambos extremos de la calle. Le brillaban las cuencas de los ojos.

—HE PENSADO QUE PODÍA DAR UN PASEO —le comentó, misteriosa—. NO ME ENCUENTRO DEL TODO BIEN. EL AIRE FRESCO ME SENTARÁ BIEN.

En ese momento, recordó algo, buscó en las misteriosas sombras de su capa y sacó tres relojes de arena.

—TODOS SIN COMPLICACIONES —le dijo—. QUE TE DIVIERTAS.

Se volvió y salió andando calle abajo a grandes zancadas. Se alejó tarareando.

—Mmm. Gracias —dijo Mort.

Colocó los relojes de arena bajo la luz y notó que en uno de ellos estaban cayendo los últimos granos de arena.

—¿Significa esto que estoy al mando? —gritó, pero la Muerte ya había doblado la esquina.

Binky lo saludó con un débil relincho de reconocimiento. Mort se acercó al caballo; la aprensión y el sentido de la responsabilidad le hacían galopar el corazón. Sus dedos sacaron automáticamente la guadaña de su funda y ajustaron la cuchilla (su acero brilló azulado en la noche y rebanó la luz de las estrellas como si fuera salami). Montó con cuidado; dio un respingo al sentir la punzada de dolor que le producían las llagas del trasero, pero montar a Binky era como ir sentado en una almohada. Embriagado por la autoridad delegada, se le ocurrió una idea tardía: sacó de las alforjas la capa de montar de la Muerte, se la colocó y la sujetó con su broche de plata.

Echó otro vistazo al primer reloj de arena y azuzó a Binky con las rodillas. El caballo husmeó el aire helado y comenzó a trotar.

Tras ellos, Buencorte salió de su casa a toda prisa y corrió por la calle cubierta de escarcha con la túnica al viento.

El caballo iba ya a medio galope; la distancia entre sus cascos y los adoquines iba en aumento. Con un meneo de la cola, se elevó por encima de los tejados y flotó en el cielo frío.

Buencorte no hizo caso. Por la mente le daban vueltas cosas más urgentes. Dio un salto en alto y fue a caer cuan largo era en las aguas congeladas del bebedero, y agradecido, se quedó acostado entre los trozos de hielo flotantes. Al cabo de unos instantes, el agua comenzó a soltar vapor.

Mort no se elevó demasiado por el simple regocijo de sentir la velocidad. Los campos dormidos pasaban silenciosos allá abajo. Binky avanzaba a galope largo; sus potentes músculos se deslizaban bajo su piel como caimanes al abandonar un banco de arena, sus crines azotaban el rostro de Mort. La noche se abría al paso de la hoja de la guadaña, partida en dos mitades rizadas.

Surcaron el cielo bajo la luz de la luna, silenciosos como sombras, y sólo visibles para los gatos y las personas que se metían en cosas en las que los nombres no debían interferir.

Más tarde, Mort no lograría recordarlo, pero con toda probabilidad se echó a reír.

Las heladas llanuras no tardaron en dejar paso a las accidentadas tierras que rodeaban las montañas, y después, la sucesión de picos de las Montañas del Carnero se acercaron veloces hacia ellos. Binky bajó la cabeza y apuró el ritmo, apuntando a un paso entre dos montañas afiladas como dientes de duendes bajo la luz de plata. Un lobo aulló en alguna parte.

Mort le echó otro vistazo al reloj de arena. Su marco llevaba hojas de roble talladas y raíces de mandrágora, y la arena de su interior, incluso bajo la luz de la luna, se veía de color dorado pálido. Haciendo girar el reloj logró ver apenas el nombre de «Ammeline Hamstring» grabado con trazos sutilísimos.

Binky aminoró el paso. Mort miró hacia abajo, al tejado del bosque, cubierto de nieve que era o muy temprana o muy, pero que muy tardía; podía haber sido cualquiera de las dos cosas, porque las Montañas del Carnero atesoraban su clima y lo prodigaban sin limitarse a seguir una época precisa del año.

Debajo de ellos se abrió una brecha. Binky volvió a aminorar el paso, giró y descendió hacia un claro, blanco de nieve. Era circular, y, justo en su centro, se alzaba una cabaña. Si el suelo que la rodeaba no hubiera estado cubierto de nieve, Mort habría notado que no había tocones de árboles; en el círculo los árboles no habían sido talados, sencillamente habían sido disuadidos para que no crecieran allí. O se habían marchado.

De una de las ventanas del piso de abajo salía la luz de una vela que formaba un charco anaranjado en el suelo.

Binky tocó el suelo suavemente y trotó por la costra helada sin hundirse. No dejó huella alguna, por supuesto.

Mort desmontó y se dirigió a la puerta, mascullando para sí y ensayando movimientos varios con la guadaña.

El tejado de la cabaña tenía amplios aleros, para protegerla de la nieve y resguardar la leña. Ningún morador de las Montañas del Carnero soñaría jamás con empezar el invierno sin una pila de leña en tres costados de la casa. Pero allí no había una pila de leña, a pesar de que todavía faltaba mucho para la primavera.

Sin embargo, en una red, junto a la puerta, había un manojo de paja. Del manojo colgaba una notita, escrita en mayúsculas grandes, ligeramente temblorosas: «PARA EL CABALLO».

Mort se habría preocupado si se lo hubiera permitido. Alguien lo estaba esperando. Sin embargo, en los últimos días había aprendido que en lugar de ahogarse en la incertidumbre, era mucho mejor sobrenadar en su rompiente. De todos modos, a Binky no le perturbaba ningún escrúpulo moral, y tomó un buen bocado.

Se le planteaba entonces el problema de si debía o no llamar a la puerta. En cierto modo, no parecía adecuado. ¿Y si nadie contestaba o si le pedían que se marchara?

Levantó el pestillo y empujó la puerta. Se abrió hacia adentro con bastante facilidad y sin crujir.

Había una cocina de techo bajo, cuyas vigas se encontraban a la altura exacta como para trepanarle la cabeza. La luz de la única vela se reflejaba en los cacharros que había sobre una cómoda larga y en las losas, lavadas y pulidas hasta la iridiscencia. El fuego de la chimenea con forma de cueva no ayudaba a iluminar gran cosa, porque apenas era un montón de ceniza blanca debajo de los restos de un tronco. Mort supo, sin que nadie se lo dijera, que aquél era el último tronco.

Una anciana estaba sentada a la mesa de la cocina; escribía con ahínco manteniendo la nariz ganchuda a pocos centímetros del papel. Un gato gris, acurrucado sobre la mesa, junto a su ama, le guiñó tranquilamente el ojo a Mort.

La guadaña chocó contra una viga. La mujer levantó la mirada.

—En seguida estoy contigo —dijo. Frunció el ceño al mirar el papel—. Todavía no he puesto que estoy en pleno uso de mis facultades mentales, aunque considero que son puras tonterías, porque nadie en pleno uso de sus facultades mentales estaría muerto. ¿Te apetecería tomar algo?

—¿Cómo? —replicó Mort. Cuando recordó qué estaba haciendo, repitió—: ¿CÓMO?

—Es decir, si bebes. Es oporto de frambuesas. Está en la cómoda. Ya que estás, podrías acabarte la botella.

Mort observó la cómoda con suspicacia. Tenía la impresión de haber perdido la iniciativa. Sacó el reloj de arena y le lanzó una mirada colérica. Quedaba un montoncito de arena.

—Aún me quedan unos cuantos minutos —le dijo la bruja sin levantar la vista.

—¿Cómo, quiero decir, CÓMO LO SABE?

Ella no le contestó, secó la tinta delante de la vela, selló la carta con una gota de cera y la metió debajo de la palmatoria. Después, cogió el gato en brazos.

—Mañana vendrá la abuela Beedle a limpiar y tú te irás con ella, ¿entendido? Y procura que le deje a Gammer Nutley llevarse el lavabo de mármol rosa, hace años que le echó el ojo.

El gato lanzó un maullido sagaz.

—No dispongo de… quiero decir, NO DISPONGO DE TODA LA NOCHE —dijo Mort con tono de reproche.

—Tú sí, pero yo no, y no hace falta que grites —le dijo la bruja.

Bajó de su banqueta y entonces Mort notó lo doblada que estaba, como un arco. Con cierta dificultad desenganchó un sombrero puntiagudo de un clavo de la pared, se lo colocó torcido sobre la blanca cabeza con una batería de alfileres, y aferró dos bastones.

Tambaleante, cruzó la habitación hacia donde Mort se encontraba, y lo miró con unos ojos pequeños y brillantes como grosellas negras.

—¿Me hará falta el chal? ¿Crees que necesitaré un chal? No, supongo que no. Imagino que el sitio adonde voy es bastante cálido. —Miró a Mort entrecerrando los ojos y frunció el ceño—. Eres más joven de lo que me había imaginado —dijo. Mort no contestó. Después, Goodie Hamstring añadió en voz baja—: ¿Sabes? No creo que tú seas a quien estaba esperando.

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