Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Pero usted es la Muerte —dijo Mort—. ¡Va por ahí matando a la gente!

—¿YO MATANDO A LA GENTE? —repitió la Muerte visiblemente ofendida—. DE ESO NADA. LA GENTE SE HACE MATAR SOLA, ES UN ASUNTO DE ELLOS. YO ME LIMITO A TOMAR LAS RIENDAS A PARTIR DE ESE MOMENTO. AL FIN Y AL CABO, ESTE MUNDO SERÍA UNA SOBERANA ESTUPIDEZ SI LA GENTE SE HICIERA MATAR SIN MORIRSE, ¿NO TE PARECE?

—Bueno, sí… —dijo Mort, dubitativo.

Mort jamás había oído la palabra «intrigado». No era de uso frecuente en el vocabulario de la familia. Pero una chispa en su alma le dijo que había allí algo extraño y fascinante y no del todo horrendo, y que si dejaba escapar ese momento, lo lamentaría por el resto de sus días. Recordó entonces las humillaciones del día, y la larga caminata para regresar a casa…

—Esto… —comenzó a decir—. No tendré que morirme para conseguir el puesto, ¿verdad?

—NO ES OBLIGATORIO ESTAR MUERTO.

—¿Y… y los huesos…?

—SI NO QUIERES, NO.

Mort volvió a respirar con alivio. Era algo que había empezado a preocuparle.

—Si mi padre me da permiso —dijo. Miraron a Lezek, que se rascaba la barba.

—¿A ti qué te parece, Mort? —le preguntó con la viveza quebradiza de una víctima de fiebres—. La verdad es que no se trata de un trabajo corriente. He de reconocer que no es lo que tenía en mente. Si bien es cierto que se dice que el negocio de las pompas fúnebres es honorable. Decide tú.

—¿Pompas fúnebres? —inquirió Mort.

La Muerte asintió y se llevó el índice a los labios con un gesto cómplice.

—Es interesante —dijo Mort despacio—. Creo que me gustaría probar.

—¿Dónde me dijo que tenía el negocio? —preguntó Lezek—. ¿Queda muy lejos?

—A UNA DISTANCIA NO MAYOR QUE EL ESPESOR DE UNA SOMBRA —repuso la Muerte— ALLÍ DONDE ESTUVO LA PRIMERA CÉLULA, ESTUVE YO. ALLÍ DONDE ESTÁ EL HOMBRE, ESTOY YO. CUANDO LA ÚLTIMA VIDA SE ACURRUQUE DEBAJO DE LAS ESTRELLAS HELADAS, ALLÍ ESTARÉ YO.

—Veo que se mueve usted mucho —dijo Lezek.

Parecía desconcertado, como un hombre que lucha por recordar algo importante, pero que acaba dándose por vencido.

La Muerte le dio una palmadita amistosa en el hombro y se volvió hacia Mort.

—¿TIENES ALGUNA POSESIÓN, MUCHACHO?

—Sí —repuso Mort y al acordarse, añadió—: Pero creo que me las he dejado en la tienda. ¡Papá, nos hemos dejado el saco en la sastrería!

—Ahora estará cerrada —dijo Lezek—. Las tiendas no abren el Día de la Vigilia de los Cerdos. Tendrás que volver pasado mañana… mejor dicho, mañana.

—NO TIENE IMPORTANCIA —dijo la Muerte—. NOS VAMOS AHORA. SIN DUDA, PRONTO TENDRÉ QUE VOLVER POR AQUÍ POR MOTIVOS DE TRABAJO.

—Espero que vengas a vernos pronto —dijo Lezek.

Daba la impresión de estar luchando con sus pensamientos.

—No creo que sea buena idea —dijo Mort.

—Bien, muchacho, adiós —dijo Lezek—. Haz lo que te manden, ¿entendido? Y… disculpe, señora, ¿tiene usted un hijo?

La Muerte se mostró un tanto sorprendida.

—NO —respondió—. NO TENGO HIJOS.

—Entonces, si no tiene usted objeción, quiero decirle algo a mi hijo.

—EN ESE CASO, ME OCUPARÉ DE MI CABALLO —dijo la Muerte, con más tacto del acostumbrado.

Lezek rodeó los hombros de su hijo con el brazo, no sin cierta dificultad, debido a la diferencia de alturas, y con suavidad lo hizo cruzar la plaza.

—Mort, ya sabes que tu tío Hamesh fue quien me habló de esto de los aprendices.

—¿Y?

—Pues verás, me dijo algo más —le confió el hombre—. Me dijo que no es nada infrecuente que un aprendiz herede el negocio de su amo. ¿Qué te parece a ti eso?

—Esto… no estoy seguro —respondió Mort.

—Es algo que merece la pena considerar —dijo Lezek.

—Ya me lo estoy pensando, papá.

—Según Hamesh, más de un jovencito ha comenzado de ese modo. Se muestra útil, se gana la confianza del amo y, bueno, si en la casa hay una hija… ¿Ha mencionado la señora…, esto…, la señora, si tenía hijas?

—¿La señora qué? —preguntó Mort.

—La señora…, bueno, tu ama.

—Ah, ella. No. No lo creo —respondió Mort lentamente—. Pero no me parece que sea de las que se casan.

—Más de un joven entusiasta debe su progreso a las nupcias —dijo Lezek.

—No me digas.

—Mort, no me estás escuchando.

—¿Cómo?

Lezek se detuvo sobre el helado pavimento de adoquines e hizo girar al muchacho para que lo mirase de frente.

—Tendrás que esforzarte mucho más que hasta ahora —le dijo—. ¿Acaso no lo comprendes, muchacho? Si quieres llegar a ser alguien en este mundo, entonces tendrás que escuchar. Te lo dice tu padre.

Desde su altura, Mort miró el rostro de su padre. Quería decirle muchas cosas: cuánto lo quería, lo preocupado que estaba; ansiaba preguntarle qué creía que acababa de ver y oír. Quería explicarle que se sentía como si se hubiera subido a una topera para descubrir que en realidad se trataba de un volcán. Quería preguntarle qué significaba «nupcias».

Pero lo que en realidad hizo fue decir:

—Sí, gracias. Será mejor que me vaya. Trataré de escribirte una carta.

—Siempre habrá alguien que pase por aquí y que sea capaz de leérnosla —dijo Lezek—. Adiós, Mort —añadió y se sonó la nariz.

—Adiós, papá. Ya vendré a veros —dijo Mort.

La Muerte tosió con mucho tacto aunque aquello sonó más bien como el crujido de una vieja viga llena de carcoma.

—SERÁ MEJOR QUE NOS MARCHEMOS —dijo ella—. ANDA, SÚBETE, MORT.

Mientras Mort trepaba a la parte trasera de la ornada silla de plata, la Muerte se inclinó hacia abajo para estrecharle la mano a Lezek.

—GRACIAS —le dijo.

—En el fondo, es un buen muchacho —dijo Lezek—. Un tanto soñador, nada más. Supongo que cuando fuimos jóvenes, todos pasamos por lo mismo.

La Muerte se quedó meditando este aspecto.

—NO —dijo—, NO LO CREO.

Recogió las riendas e hizo girar su caballo en dirección al camino de la Periferia. Desde su posición, detrás de la silueta de negra túnica, Mort saludaba desesperadamente con la mano.

Lezek le devolvió el saludo. Después, cuando el caballo y sus dos jinetes se perdieron de vista, bajó la mano y se la miró. El apretón… le había parecido extraño. Pero, sin motivo alguno, no logró recordar exactamente por qué.

* * *

Mort oyó el estrépito que los cascos del caballo arrancaban a las piedras. Después siguió el ruido sordo y mullido de la tierra apisonada cuando llegaron al camino y, tras eso, absolutamente nada.

Bajó la mirada y vio como se extendía el paisaje mucho más abajo, la noche grabada por la luz plateada de la luna. Si llegaba a caerse se golpearía únicamente contra el aire.

Se asió a la silla con fuerza redoblada.

Entonces, la Muerte le preguntó:

—¿TIENES HAMBRE, MUCHACHO?

—Sí, señora.

Las palabras le salieron directamente del estómago, sin que interviniera su cerebro.

La Muerte asintió, detuvo al caballo y éste quedó en el aire. Debajo de él brillaba el panorama circular del Disco. Se alcanzaban a ver los dispersos fulgores anaranjados de alguna que otra ciudad. En los mares cálidos más cercanos a la Periferia se apreciaba un atisbo de fosforescencia. En algunos de los profundos valles, la luz diurna atrapada del Disco, que es lenta y ligeramente pesada [1], se evaporaba como vapor plateado.

Pero el fulgor que se elevaba hacia las estrellas desde la Periferia misma le ganaba en intensidad. La noche aparecía surcada por el reverbero y el brillo de la aurora boreal. El mundo estaba rodeado por enormes muros dorados.

—Es bellísimo —dijo Mort en voz baja—. ¿Qué es?

—EL SOL ESTÁ DEBAJO DEL DISCO —respondió la Muerte.

—¿Y es así todas las noches?

—TODAS LAS NOCHES —repuso la Muerte—. LA NATURALEZA ES ASÍ.

—¿Y nadie lo sabe?

—TÚ. YO. LOS DIOSES. BONITO, ¿NO?

—¡Cielos!

La Muerte se inclinó sobre la silla y miró hacia los reinos del mundo.

—NO SÉ QUÉ OPINARÁS TÚ —dijo la Muerte—, PERO YO ME MUERO POR UN CURRY.

* * *

Aunque era más de medianoche, la ciudad doble de Ankh-Morpork bullía de actividad. Mort había pensado siempre que en el Cerro de las Ovejas había mucho trajín, pero comparado con el alboroto de la calle en la que se encontraba, el pueblo era más bien una morgue.

Los poetas han intentado describir Ankh-Morpork. Y no lo han logrado. Quizá se deba a la animada vitalidad del lugar, o quizá sea sencillamente que una ciudad con un millón de habitantes y ni una sola cloaca resulta más bien fuerte para los poetas, que prefieren los narcisos, y con razón. De modo que digamos nada más que Ankh-Morpork está tan llena de vida como un queso pasado en un día caluroso, que resulta tan llamativa como una maldición en una catedral, tan brillante como capa de aceite, tan colorida como un cardenal y tan llena de actividad, industria, bullicio y de exuberante concurrencia como un perro muerto tendido sobre un nido de termitas.

Había templos con las puertas abiertas de par en par que llenaban las calles con sonidos de gongs, címbalos y, en el caso de algunas de las religiones más conservadoras y fundamentalistas, los breves gritos de las víctimas. Había tiendas cuyas extrañas mercancías aparecían desparramadas en la calle. Al parecer había también una ligera profusión de muchachas amistosas que no podían permitirse el lujo de comprarse mucha ropa. Había bengalas, y malabaristas, y vendedores variados de trascendencia instantánea.

Y la Muerte pasaba a través de todo con paso majestuoso. Mort se había imaginado que atravesaría las multitudes como el humo, pero no era así. La verdad pura y simple era que allí donde la Muerte caminaba, la gente se apartaba, sin más.

En el caso de Mort no funcionaba igual. Las multitudes que gentilmente abrían paso para que pasase su nueva ama, volvían a juntarse justo a tiempo para plantársele delante. Le pisaban los pies, le pegaban codazos en las costillas, había personas que intentaban venderle especias desagradables y verduras de formas sugestivas, y una mujer más bien anciana le dijo, en contra de todos los indicios, que tenía aspecto de ser un joven bien plantado en busca de pasárselo bien.

Le dio las gracias y le dijo que tenía la esperanza de estar pasándoselo bien ya.

La Muerte llegó a la esquina de la calle y mientras la luz de las bengalas arrancaba destellos a la cúpula pulida de su cráneo, husmeó el aire. Un borracho se levantó con dificultad y, sin saber exactamente por qué ni mediar razón aparente, realizó un ligero desvío en su errático deambular.

—ÉSTA ES LA CIUDAD, MUCHACHO —dijo la Muerte—. ¿QUÉ TE PARECE?

—Es muy grande —repuso Mort no muy seguro—. ¿Por qué quiere todo el mundo vivir apiñado de este modo?

La Muerte se encogió de hombros.

—A MÍ ME GUSTA —dijo—. ESTÁ LLENA DE VIDA.

—¿Señora?

—DIME.

—¿Qué es un curry?

Los fuegos azules se avivaron en el fondo de los ojos de la Muerte.

—¿HAS MORDIDO ALGUNA VEZ UN CUBITO DE HIELO AL ROJO VIVO?

—No, señora —respondió Mort.

—PUES EL CURRY ES ASÍ.

—¿Señora?

—DIME.

Mort tragó saliva y se explicó:

—Discúlpeme, señora, pero mi padre me dijo que si no entendía algo, debía preguntar.

—MUY DIGNO DE ELOGIO —dijo la Muerte, y se internó por una calle lateral; las multitudes se apartaban para dejarla pasar como si fueran moléculas erráticas.

—Verá usted, señora, me ha sido imposible no notar… la cuestión es que…

—SUÉLTALO DE UNA VEZ, MUCHACHO.

—¿Cómo puede comer, señora?

La Muerte paró en seco de modo que Mort caminó a través de ella. Cuando el muchacho se disponía a hablar, lo mandó callar con un ademán. Daba la impresión de estar escuchando algo.

—OCURRE QUE EN OCASIONES ME SIENTO REALMENTE MOLESTA —dijo como si hablara consigo misma.

Giró sobre un talón y salió corriendo por un callejón con la capa al viento. El callejón se internaba entre oscuros muros y edificios dormidos, y más que una vía pública era un agujero sinuoso.

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