Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Por fin encontró lo que buscaba. Una puerta envuelta en luz octarina que conducía a un corto túnel. En el otro extremo, unas figuras lo invitaban a avanzar.

—YA VOY —dijo, y luego se volvió al oír un ruido repentino.

Sesenta kilos de joven feminidad lo golpearon de lleno en el pecho levantándolo del suelo.

Mort aterrizó, e Ysabell, arrodillada encima de él, se aferraba sombríamente a sus brazos.

—SUÉLTAME —salmodió—. HE SIDO INVOCADO.

—¡Tú no, idiota!

La muchacha miró fijamente los estanques azules y sin pupila de sus ojos. Era como mirar en el fondo de un túnel.

Mort encorvó la espalda y gritó una maldición tan antigua y violenta que, en el fuerte campo mágico, tomó forma, agitó sus alas correosas y se escabulló. Una tormenta de truenos se desató en las dunas.

Los ojos de Mort volvieron a posarse sobre ella. Ysabell apartó la mirada antes de caer como una piedra por un pozo de luz azulada.

—TE LO ORDENO.

La voz de Mort podría haber horadado la piedra.

—Mi madre se pasó años tratando de emplear ese tono conmigo —le dijo tranquilamente—. Sobre todo cuando quería que limpiara mi dormitorio. A ella tampoco le dio resultado.

Mort gritó otra maldición que cayó del aire e intentó enterrarse en la arena.

—QUÉ DOLOR…

—Todo es obra de tu cabeza —le dijo tratando de resistir la fuerza que quería arrastrarlos a ambos hacia la puerta fluctuante—. No eres la Muerte. Sólo eres Mort. Eres lo que yo crea que eres.

En el centro del borroso azul de sus ojos se vieron dos puntitos pardos que se alzaron a la velocidad de la luz.

La tormenta que los rodeaba aumentó en intensidad. Mort gritó.

* * *

En pocas palabras, el Rito de CuesthiEnte sirve para invocar y comprometer a la Muerte. Los estudiantes de ciencias ocultas sabrán que puede practicarse mediante un sencillo encantamiento, tres trozos de madera y 4 centímetros cúbicos de sangre de ratón, pero ningún hechicero digno de su sombrero puntiagudo soñaría jamás con hacer algo tan poco impresionante; en el fondo de sus corazones, sabían que si un hechizo no requería enormes cirios amarillos, montones de raro incienso, círculos dibujados en el suelo con tizas de ocho colores diferentes, y unos cuantos calderos dispersos por el lugar, entonces, la verdad, no merecía la pena ni siquiera ponerse a pensar en ello.

Los ocho hechiceros, situados en las puntas del gran octograma ceremonial, se balanceaban y cantaban con los brazos extendidos hacia los lados para que las puntas de sus dedos se tocasen.

Pero había algo que no acababa de cuajar. Si bien era verdad que se había formado una bruma en el centro mismo del octograma viviente, ésta se agitaba y giraba sobre sí misma, resistiéndose a centrarse.

—¡Más poder! —gritó Albert—. ¡Dadle más poder!

Del humo surgió momentáneamente una silueta: vestía una negra túnica y empuñaba una espada reluciente. Albert lanzó un juramento al atisbar el rostro pálido envuelto en la capucha; no era lo bastante pálido.

—¡No! —aulló Albert metiéndose en el octograma y sacudiendo a la fluctuante figura con las manos—. Tú no, tú no…

Entretanto, en la lejana Camis-Het, Ysabell se olvidó de que era una señorita, apretó el puño, entrecerró los ojos y le encajó un directo a la mandíbula a Mort. El mundo que la rodeaba estalló…

En la cocina del Asador de Harga la sartén cayó al suelo y los gatos salieron corriendo por la puerta…

En el gran vestíbulo de la Universidad Invisible todo ocurrió a la vez.[9]

La tremenda fuerza que los hechiceros habían ejercido sobre el reino de las sombras tuvo, de repente, un punto en el cual centrarse. Como el corcho renuente de una botella, como el chorro de ígneo kétchup de la botella de salsa del Infinito vuelta del revés, la Muerte aterrizó en el octograma y lanzó un juramento.

Albert se dio cuenta demasiado tarde de que se encontraba en el interior del círculo encantado y se abalanzó hacia el borde. Pero unos dedos esqueléticos lo agarraron por el dobladillo de la túnica.

Los hechiceros que todavía seguían en pie y conscientes se mostraron un tanto sorprendidos al comprobar que la Muerte llevaba un mandil y sujetaba un gatito.

—¿POR QUÉ TUVISTE QUE ESTROPEARLO TODO?

—¿Estropearlo todo? ¿Ha visto lo que ha hecho el muchacho? —le espetó Albert tratando de alcanzar el borde del círculo.

La Muerte levantó su calavera y husmeó el aire.

El sonido se impuso a todos los demás ruidos del vestíbulo y los obligó a callar.

Era el tipo de ruido que se oye en las fronteras inciertas de los sueños, el tipo de sonido que te hacen despertar, empapado en los sudores de un miedo atroz. Era el husmear que se oye debajo de la puerta del terror. Era como el husmear de un erizo, pero en ese caso, era el tipo de erizo que se abre paso desde el borde del camino y aplasta camiones. Era el tipo de ruido que uno desea no oír dos veces; ni siquiera una.

La Muerte se irguió despacio.

—¿ES ASÍ COMO AGRADECE MI BONDAD? ¿ROBÁNDOME A MI HIJA, INSULTANDO A MIS SIRVIENTES Y PONIENDO EN PELIGRO LA ESTRUCTURA DE LA REALIDAD SÓLO POR UN CAPRICHO PERSONAL? ¡AY, QUÉ TONTA HE SIDO, HE SIDO TONTA DURANTE DEMASIADO TIEMPO!

—Ama, si tuviera la amabilidad de soltarme la túnica… —comenzó a decir Albert.

El hechicero notó en su voz un tono suplicante que antes no había tenido.

La Muerte no le hizo caso. Chasqueó los dedos como una castañuela, y el mandil que llevaba puesto estalló en breves llamas. Pero al gatito lo depositó con cuidado en el suelo y lo empujó suavemente con el pie.

—¿ACASO NO LE DI LA MÁS GRANDE DE LAS OPORTUNIDADES?

—Claro que sí, ama, pero si pudiera soltarme de…

—¿HABILIDADES? ¿UNA INFRAESTRUCTURA? ¿PERSPECTIVAS? ¿UN OFICIO PARA TODA LA VIDA?

—Sin duda, y si ahora pudiera…

El cambio en la voz de Albert fue completo. Las trompetas de mando se habían convertido en los flautines de la súplica. De hecho, parecía aterrado, pero de reojo logró ver a Rincewind y siseó:

—¡Mi báculo! ¡Lánzame el báculo! ¡Mientras siga dentro del círculo no es invencible! ¡Dame el báculo y lograré soltarme!

—¿Cómo dices? —preguntó Rincewind.

—¡AH, YO TENGO LA CULPA POR ABANDONARME A ESTAS DEBILIDADES QUE, A FALTA DE UNA PALABRA MEJOR, LLAMARÉ DE LA CARNE!

—¡Mi báculo, idiota, mi báculo! —farfulló Albert.

—¿Qué?

—HAS HECHO BIEN, CRIADO MÍO, POR HABERME DEVUELTO A LA SENSATEZ —dijo la Muerte—. NO PERDAMOS TIEMPO.

—¡Mi bá…!

Se produjo una implosión y una succión de aire.

Las llamas de las velas se estiraron por un momento como líneas de fuego y luego se apagaron.

Pasó un tiempo.

Entonces, la voz del tesorero, desde algún lugar cerca del suelo, dijo:

—Vaya ingratitud la tuya, Rincewind, mira que perder así su báculo. Recuérdame que un día de estos he de castigarte severamente por ello. ¿Alguien tiene fuego, por favor?

—¡No sé dónde está! Lo había dejado apoyado, aquí, contra la columna, y ha…

—Oook.

—Ah —dijo Rincewind.

—Una ración extra de plátanos para el simio —ordenó el tesorero, categórico.

Se vio el fulgor de una cerilla y alguien logró encender una vela. Los hechiceros comenzaron a incorporarse.

—Pues bien, ha sido una lección para todos —prosiguió el tesorero, quitándose el polvo y la cera de vela de la túnica.

Miró hacia arriba, esperando ver la estatua de Alberto Malich devuelta en su pedestal.

—Está claro que hasta las estatuas tienen sentimientos —dijo—. Recuerdo que cuando era estudiante de primero escribí mi nombre en su… bueno, dejémoslo así. La cuestión es que propongo, aquí y ahora, que reemplacemos la estatua.

La propuesta fue recibida con un silencio de muerte.

—Por una reproducción idéntica en oro. Convenientemente embellecida con joyas, que es lo menos que se merece nuestro gran fundador —añadió con brillantez.

»Y para asegurarnos de que ningún estudiante la mutile, sugiero que la erijamos en el más profundo de los sótanos.

»Y después, que lo cerremos con llave —añadió.

Varios hechiceros se pusieron a aplaudir.

—¿Y que tiremos la llave? —sugirió Rincewind.

—Y soldemos la puerta —añadió el tesorero.

Acababa de acordarse de lo acaecido a El Tambor Emparchado. Reflexionó un instante y se acordó también del régimen de comidas.

—Y después, que tapiemos el umbral —dijo.

Se oyó una salva de aplausos.

—¡Y que tiremos al albañil! —exclamó Rincewind ahogándose de risa; le estaba tomando el gustito a la cosa.

El tesorero lo miró ceñudo y le dijo:

—No es preciso que nos entusiasmemos.

* * *

En el silencio, una duna más grande de lo normal se elevó con dificultad y luego se deshizo, dejando al descubierto a Binky, que resoplaba para quitarse la arena de las narices y sacudía las crines.

Mort abrió los ojos.

Debería existir una palabra para denominar ese breve período que sigue al despertar, cuando la mente está llena de la nada cálida y rosada. Uno permanece allí, acostado, libre de todo pensamiento, salvo por la creciente sospecha de que hacia uno se dirigen, como un guantazo recibido en plena noche en un callejón, todos los recuerdos de los que uno preferiría prescindir, y que se reducen al hecho de que el único factor mitigante de nuestro horrible futuro es la certeza de que será brevísimo.

Mort se sentó y se llevó las manos a la coronilla para impedir que la cabeza se le siguiera desatornillando.

A su lado, la arena se elevó e Ysabell se sentó. Tenía el pelo lleno de tierra, la cara sucia del polvo de la pirámide, y las puntas del cabello chamuscadas. Se lo quedó mirando con indiferencia.

—¿Me has pegado? —preguntó Mort tocándose suavemente la mandíbula.

—Sí.

—Ah.

Miró al cielo como si pudiera hacerle recordar las cosas. Recordó que debía estar en algún sitio. Después recordó algo más.

—Gracias —dijo.

—De nada, cuando quieras, ya sabes.

Ysabell logró ponerse en pie e intentó sacudirse la tierra y las telarañas del vestido.

—¿Vamos a rescatar a esa princesa tuya? —inquirió tímidamente.

La realidad interna y personal de Mort lo alcanzó. Se puso en pie de un salto lanzando un grito ahogado; ante sus ojos vio estallar unos fuegos artificiales y volvió a dejarse caer. Ysabell lo agarró por debajo de las axilas y lo puso otra vez de pie.

—Bajemos al río. Creo que a todos nos vendría bien beber un poco.

—¿Qué me ha pasado?

Ysabell se encogió de hombros como pudo sin dejar de sostenerlo.

—Alguien utilizó el Rito de CuesthiEnte. Mi madre lo detesta. Dice que siempre la invocan en los momentos menos oportunos. La parte tuya que era la Muerte se fue y tú te quedaste aquí. Creo. Al menos has recuperado tu voz.

—¿Qué hora es?

—¿A qué hora dijiste que los sacerdotes cerrarían la pirámide?

Mort intentó ver a través de las lágrimas y miró hacia la tumba del rey. Ya estaba, unos dedos como antorchas se disponían a sellar la puerta. Según la leyenda, muy pronto los guardianes cobrarían vida y comenzarían su eterna vigilancia.

Lo sabía. Recordaba ese conocimiento. Recordaba que su mente se había sentido fría como el hielo e ilimitada como el cielo nocturno. Recordaba que sería invocado a una existencia renuente en el momento en que viviera la primera criatura, y que tendría la certeza de que viviría más que la vida misma hasta que el último ser del universo hubiera acudido a recibir su recompensa, y entonces, a él le correspondería, hablando en sentido figurado, colocar las sillas sobre las mesas y apagar todas las luces.

Recordaba la soledad.

—No me abandones —dijo con urgencia.

—Estaré aquí hasta cuando me necesites.

—Es medianoche —dijo él monótonamente, dejándose caer junto al Camis-Het y bajando la cabeza dolorida hasta el agua. A su lado oyó un ruido como el de una bañera al vaciarse cuando Binky se puso a beber.

—¿Significa que hemos llegado demasiado tarde?

—Sí.

—Lo siento. Ojalá pudiera hacer algo.

—No puedes.

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