Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Las personas no alteran la historia, del mismo modo que los pájaros no alteran el cielo y sólo se limitan a describir en él breves diseños. Centímetro a centímetro, implacable como un glaciar y mucho más fría, la realidad verdadera regresaba, aplastante, hacia Sto Lat.

* * *

Mort fue el primero en darse cuenta.

Había sido una larga tarde. El montañero se había aferrado a su helado asidero hasta el último momento y el condenado había llamado a Mort lacayo del estado monárquico. Sólo la anciana de ciento tres años, que había acudido a recibir su recompensa rodeada de sus pesarosos parientes, le había sonreído y le había dicho que lo veía un poco pálido.

El sol del Disco se acercaba al horizonte cuando Binky galopó cansadamente por los cielos, sobre Sto Lat, y Mort miró hacia abajo y vio los límites de la realidad. Se curvaba en la distancia, cual una media luna de leve bruma plateada. Ignoraba de qué se trataba, pero tuvo el horrible presentimiento de que tenía algo que ver con él.

Refrenó al caballo y dejó que trotase despacio hacia el suelo hasta posarse a unos metros detrás del muro de aire iridiscente. Avanzaba más o menos a paso de hombre, siseando suavemente al flotar como un fantasma por los desnudos campos de coles y las heladas acequias.

Hacía una noche helada, el tipo de noche en el que la escarcha y la niebla luchan por prevalecer y en el que todos los sonidos quedan amortiguados. El aliento de Binky formaba fuentes de nubes en el aire quieto. Relinchó suavemente, como pidiendo disculpas, y se puso a piafar.

Mort desmontó y se acercó, sigiloso, hasta la zona de contacto. Crujía ligeramente. Por toda su extensión centelleaban extrañas formas que fluían, se movían y desaparecían.

Después de una breve búsqueda encontró un palo y con él tocó cuidadosamente el muro. Formó extrañas ondas que se bambolearon despacio hasta desaparecer.

Mort miró hacia lo alto justo cuando una silueta pasaba volando. Era un búho negro que patrullaba por las acequias en busca de algo pequeño y chillón.

Fue a golpear contra el muro, levantó una ola de niebla chisporroteante que dejó unos rizos con forma de búho y éstos, a su vez, crecieron y se desperdigaron hasta unirse con el hirviente calidoscopio.

Después, desapareció. Mort lograba ver a través de la transparente zona de contacto, y estaba seguro de que al otro lado no había vuelto a aparecer ningún búho. Cuando intentaba buscarle una explicación al fenómeno, a pocos metros de allí oyó otro chapoteo sordo y el ave volvió a aparecer, con toda tranquilidad, para alejarse por los campos en vuelo rasante.

Mort se tranquilizó y atravesó la barrera, que en realidad no era tal. Le produjo un hormigueo.

Momentos después, Binky la atravesó también y fue tras él, con los ojos desorbitados por la desesperación y zarcillos de la zona de contacto prendidos a los cascos. Retrocedió, sacudió las crines como un perro para quitarse las fibras de bruma que se le habían pegado y miró a Mort, implorante.

Mort lo agarró por la brida, le dio unas palmaditas en la nariz, buscó en el bolsillo y sacó un terrón de azúcar mugriento. Sabía que se encontraba ante algo importante, pero todavía no estaba seguro de qué se trataba.

Entre una avenida de sauces húmedos y tristes, había un camino. Mort volvió a montar y cruzó el campo, internándose en la goteante oscuridad que había bajo las ramas.

A lo lejos vio las luces de Sto Helit, que en realidad no era más que un pueblecito, y el débil fulgor que se apreciaba por el rabillo del ojo debía de ser Sto Lat. Se la quedó mirando con añoranza.

La barrera lo tenía preocupado. Alcanzaba a ver como se arrastraba por el campo, detrás de los árboles.

Mort se disponía a espolear a Binky para que volviera a elevarse en el aire cuando a lo lejos vio una luz cálida y atrayente. Provenía de las ventanas de un edificio grande, apartado del camino. Con toda probabilidad se trataría de una luz alegre, pero en aquel ambiente y comparada con el humor de Mort, resultaba positivamente extática.

Cuando se acercó más, vio unas sombras que se movían contra ella, y distinguió trozos de una canción. Se trataba de una posada en cuyo interior había gente que se lo estaba pasando bien, o lo que se considera pasárselo bien cuando se es un campesino que dedica la mayor parte de su tiempo a preocuparse por un campo de coles. Comparado con las brássicas, prácticamente cualquier cosa es divertida.

Allí dentro había seres humanos, que se dedicaban a cosas humanas y sencillas como emborracharse y olvidarse de la letra de las canciones.

Mort nunca había sentido una nostalgia verdadera por su casa, tal vez porque había tenido la mente muy ocupada con otras cosas. Pero la sintió entonces, por primera vez; era una especie de añoranza por un estado de ánimo, más que por un lugar; echaba de menos el ser un humano corriente, con preocupaciones simples, como el dinero, la salud y otras personas…

Me tomaré una copa, pensó, y tal vez después me sienta mejor.

A un costado del edificio principal había un establo abierto; llevó a Binky hasta la cálida oscuridad con olor a caballo, en la que ya habían acomodado a otros tres equinos. Mientras Mort desataba el morral, se preguntó si el caballo de la Muerte se sentiría igual con respecto a los demás caballos con estilos de vida menos sobrenaturales. Comparado con los otros, que lo miraban vigilantes, tenía, sin duda, un aspecto impresionante. Binky era todo un caballo —las ampollas que el mango de la pala había dejado en las manos de Mort lo testimoniaban— y comparado con los otros, parecía más real que nunca. Más sólido. Más equino. Con un tamaño ligeramente superior al natural.

De hecho, Mort estaba a punto de efectuar una importante deducción, y es una desgracia que, al cruzar el patio en dirección a la puerta de la posada, el cartel de ésta lo distrajera. Su dibujante no parecía excepcionalmente dotado, pero no había manera de confundir la línea de la mandíbula de Keli, ni su masa de encendidos cabellos, en el retrato de La Cabeza de la Reina.

Suspiró y abrió la puerta de un empellón.

Los allí reunidos dejaron de hablar como un solo hombre para lanzarle la honesta mirada rural que sugiere que por un alfiler son capaces de golpearte en la cabeza con una pala y enterrar tu cadáver debajo de la pila de abono cuando hay luna llena.

Tal vez sería conveniente echarle otro vistazo a Mort, porque en los últimos capítulos ha cambiado mucho. Por ejemplo, aunque sigue teniendo abundancia de rodillas y codos, éstos parecen haber emigrado a sus lugares normales, y ya no se mueve como si sus articulaciones estuvieran mal sujetas con banditas elásticas. Antes tenía aspecto de no saber nada de nada; pues ahora tiene aspecto de saber demasiado. Hay algo en sus ojos que sugiere que ha visto cosas que la gente corriente jamás ve, o al menos no ve más que una vez.

Hay algo en el resto de su persona que sugiere a quien lo mire que causar un inconveniente a este muchacho podría llegar a ser tan acertado como patear un avispero. En pocas palabras, Mort ya no tiene aspecto de que lo hayan arrastrado por los suelos con cierta asiduidad.

El propietario aflojó la mano en la que empuñaba la recia porra pacificadora de endrino que guardaba debajo de la barra y recompuso el gesto para que se asemejase a una alegre sonrisa de bienvenida, aunque no demasiado.

—Buenas noches, señoría —saludó—. ¿Qué le place en una noche de heladas como ésta?

—¿Qué? —inquirió Mort parpadeando bajo la luz.

—Os pregunta qué os apetece beber —le aclaró un hombrecito con cara de hurón, sentado junto al fuego, al tiempo que le lanzaba una de esas miradas que lanza un carnicero al ver un campo lleno de corderos.

—Hum. No lo sé —respondió Mort—. ¿Vendéis destilado de estrellas?

—La primera vez que lo oigo nombrar, señoría.

Mort miró a su alrededor, a las caras que lo observaban, iluminadas por la luz del fuego. Era la clase de gente a la que generalmente se denomina la sal de la tierra. En otras palabras, eran duros, cuadrados y malos para la salud, pero Mort estaba demasiado preocupado como para percatarse de ello.

—¿Qué bebe entonces la gente de por aquí?

El propietario miró de soslayo a sus parroquianos, toda una proeza teniendo en cuenta que se encontraban directamente delante de él.

—Pues veréis, señoría, preferentemente, aquí bebemos esfumino.

—¿Esfumino? —repitió Mort sin notar las risotadas apagadas.

—Sí, señoría. Se hace con manzanas. Principalmente con manzanas.

A Mort aquello le pareció bastante saludable y dijo:

—Está bien. Una pinta de esfumino, pues.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsa de oro que la Muerte le había dado. Seguía bastante llena. En el silencio repentino que se había hecho en la posada, el tintineo de las monedas sonó como los legendarios Gongs de Bronce de Leshp, que pueden oírse mar adentro en noches de tempestad, mientras las corrientes los agitan en sus torres sumergidas a trescientas brazas bajo el agua.

—Y por favor, sirve a estos señores lo que deseen —añadió.

Se sintió tan abrumado por el coro de gracias que no se percató de que a sus nuevos amigos les servían la bebida en copas diminutas como dedales, mientras que la de él apareció en una gran jarra de madera.

Son muchas las historias que se cuentan sobre el esfumino, y cómo se hace en los húmedos pantanos, siguiendo antiquísimas recetas transmitidas de padres a hijos de un modo más bien irregular. No es cierto lo que se dice de las ratas, o las cabezas de serpientes, o el chorro de plomo. Y la que habla de la oveja muerta es un perfecto invento. Podemos descartar todas las variantes de la que habla del botón de pantalón. Pero la que recomienda no permitir que entre en contacto con metales es absolutamente cierta, porque cuando el propietario, con todo descaro, le devolvió a Mort menos cambio del que le correspondía, y dejó caer un montoncito de cobre en un charco de la bebida, de inmediato, el metal comenzó a soltar espuma.

Mort husmeó su copa y luego tomó un sorbo. Sabía un poco a manzana, un poco a mañanas de otoño, y mucho al fondo de una pila de leños. Sin embargo, como no quería parecer irrespetuoso, bebió un sorbo.

Los parroquianos lo miraban fijamente mientras iban contando por lo bajo.

Mort notó que esperaban algo de él.

—Está bueno —dijo—, muy refrescante. —Bebió otro sorbo y agregó—: Un sabor al que hay que acostumbrarse, pero estoy seguro de que merece la pena.

Entre los parroquianos que estaban más alejados se oyeron uno o dos murmullos de descontento.

—Seguro que ha bautizado el esfumino.

—Qué va, ya sabes lo que ocurre si permites que una gota de agua toque el esfumino.

El propietario trató de no prestar atención a los comentarios y dirigiéndose a Mort con el mismo tono de voz que utilizaron para preguntarle a san Jorge «¿Que has matado un qué?», inquirió:

—¿Os gusta?

—Es bastante fuerte —repuso Mort—. Y sabe un poco a nueces.

—Disculpadme —dijo el propietario y con suavidad le quitó la jarra a Mort. La husmeó y luego se enjugó los ojos.

—¡Uuuaagh! —exclamó—. Es esfumino, no cabe duda.

Miró al muchacho con una expresión rayana en la admiración. No era porque se hubiera bebido la tercera parte de una pinta de esfumino, sino porque seguía en pie y aparentemente con vida. Le devolvió la jarra: fue como si le entregasen a Mort un trofeo después de una competición increíble. Cuando el muchacho volvió a beber un buen sorbo, varios de los presentes hicieron una mueca de dolor. El propietario se preguntó de qué estarían hechos los dientes de Mort y decidió que tenían que ser del mismo material que su estómago.

Autore(a)s: