Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—¿No se darán cuenta de que aquí arriba hay un caballo? —inquirió mientras se dirigían hacia una escalera.

La Muerte sacudió la cabeza.

—¿ACASO CREERÍAS QUE PUEDE HABER UN CABALLO EN LO ALTO DE ESTA TORRE? —replicó.

—No. Sería imposible que subiera por la escalera —respondió Mort.

—MUY BIEN. ¿Y ENTONCES?

—Ah. Ya entiendo. La gente no quiere ver aquello cuya existencia resulta imposible.

—MUY BIEN, PERO QUE MUY BIEN.

Recorrieron un ancho pasillo cuyas paredes estaban adornadas con tapices. La Muerte buscó en el interior de su túnica, sacó un reloj de arena y entrecerró los ojos para verlo en la penumbra.

Se trataba de un reloj especialmente fino, el cristal tenía talladas unas intrincadas facetas e iba encerrado en un marco ornamentado de bronce y madera. La inscripción «Rey Olerve, el Bastardo» aparecía profundamente grabada en él.

La arena que había en su interior centelleaba de un modo extraño. No quedaba mucha.

La Muerte tarareó para sí y guardó el reloj de arena en el misterioso escondite que había ocupado.

Giraron en una esquina y se toparon con un muro de sonidos. Había un vestíbulo lleno de gente, bajo una nube de humo y chácharas que se elevaba hasta alcanzar las sombras plagadas de estandartes del techo. En lo alto de una galería un trío de juglares se esmeraba por que lo oyeran, pero no lo lograba.

La aparición de la Muerte no causó demasiado revuelo. Un lacayo apostado junto a la puerta se volvió hacia ella, abrió la boca, luego frunció el ceño de un modo distraído y pensó en otra cosa. Unos cuantos cortesanos miraron hacia ellos, e inmediatamente apartaron la vista cuando el sentido común se impuso a los otros cinco.

—DISPONEMOS DE UNOS CUANTOS MINUTOS —dijo la Muerte sirviéndose una copa de una bandeja que pasaba por ahí—, MEZCLÉMONOS CON LA GENTE.

—¡A mí tampoco me ven! —exclamó Mort—. ¡Pero si soy real!

—LA REALIDAD NO SIEMPRE ES LO QUE PARECE —comentó la Muerte—. DE TODOS MODOS, SI NO QUIEREN VERME A MÍ, ES OBVIO QUE TAMPOCO QUIEREN VERTE A TI. ESTOS SON ARISTÓCRATAS, MUCHACHO. SE LES DA BIEN ESO DE NO VER LAS COSAS. ¿POR QUÉ HAY UNA CEREZA CON UN PALILLO DENTRO DE ESTA COPA?

—Mort —aclaró Mort automáticamente.

—NO MEJORA PARA NADA EL SABOR. ¿POR QUÉ LA GENTE SE MOLESTA EN TOMAR UNA COPA PERFECTAMENTE BUENA Y PONERLE UNA CEREZA EN UN POSTE?

—¿Qué pasará después? —inquirió Mort.

Un conde entrado en años tropezó con él, miró hacia todos lados excepto hacia donde él estaba, se encogió de hombros y se alejó.

—FÍJATE EN ESTAS COSAS, POR EJEMPLO —dijo la Muerte robando un canapé que pasaba por allí—. LAS SETAS SÍ, EL POLLO SÍ, LA CREMA SÍ, NO TENGO NADA CONTRA NINGUNO DE ESTOS INGREDIENTES, PERO EN NOMBRE DE LA CORDURA, ¿POR QUÉ MEZCLARLOS A TODOS Y METERLOS EN PEQUEÑOS RECIPIENTES DE PASTA?

—¿Cómo dice? —preguntó Mort.

—ESOS QUE VES ALLÍ SON MORTALES —prosiguió la Muerte—. ESTARÁN EN ESTE MUNDO APENAS UNOS CUANTOS AÑOS Y SE LOS PASAN COMPLICÁNDOSE LA VIDA. ES FASCINANTE. SÍRVETE UN PEPINILLO.

—¿Dónde está el rey? —inquirió Mort estirando el cuello para ver por encima de las cabezas de los cortesanos.

—ES EL TIPO DE LA BARBA DORADA —repuso la Muerte.

Dio unas palmaditas en el hombro a un lacayo y, cuando el hombre se volvió a mirar asombrado a su alrededor, le quitó diestramente otra copa de la bandeja.

Mort buscó a su alrededor hasta que vio a la figura de pie en medio de un grupito que había en el centro de la multitud, inclinada ligeramente para oír mejor lo que un cortesano más bien bajito le estaba diciendo. Era un hombre alto, corpulento, con el rostro impasible y paciente de alguien a quien uno le compraría confiadamente un caballo de segunda mano.

—No tiene aspecto de ser mal rey —dijo Mort—. ¿Por qué querrán matarlo?

—¿VES AL HOMBRE QUE ESTÁ JUNTO A ÉL? ¿EL DEL BIGOTITO Y LA SONRISA DE LAGARTIJA? —inquirió la Muerte señalando con la guadaña.

—Sí.

—ES SU PRIMO, EL DUQUE DE STO HELIT. NO DESTACA POR SU SIMPATÍA —dijo la Muerte—. MUY DIESTRO CON EL VENENO. EL AÑO PASADO ERA EL QUINTO EN LA LÍNEA DE SUCESIÓN AL TRONO, AHORA ES EL SEGUNDO. PODRÍAMOS DECIR QUE SE TRATA DE TODO UN TREPA. —Hurgó en el interior de su túnica y extrajo un reloj cuya arena negra bajaba entre un enrejado puntiagudo de hierro. Lo sacudió para comprobar el efecto—. AL QUE LE QUEDAN TREINTA O TREINTA Y CINCO AÑOS POR DELANTE —concluyó con un suspiro.

—¿Y va por ahí matando a la gente? —preguntó Mort. Sacudió la cabeza y agregó—: No hay justicia.

La Muerte lanzó un suspiro.

—NO. —Le entregó la copa a un paje, que se sorprendió al descubrir que de repente tenía en la mano un recipiente vacío—. SÓLO ESTOY YO.

Desenvainó la espada, con la misma hoja azul hielo, delgada como una sombra, que la guadaña de rigor, y avanzó.

—Creí que utilizaba la guadaña —susurró Mort.

—A LOS REYES LES CORRESPONDE LA ESPADA —replicó la Muerte—. ES UNA… CÓMO SE DICE… UNA PRERROGATIVA REAL.

Su mano libre extendió los dedos huesudos y se perdió entre los pliegues de la túnica para sacar el reloj del rey Olerve. En la parte superior del artefacto quedaban unos pocos granos de arena amontonados.

—PRESTA MUCHA ATENCIÓN —dijo la Muerte—, TAL VEZ DESPUÉS TE HAGA PREGUNTAS.

—Espere —le pidió Mort, desesperado—. No es justo. ¿No puede impedirlo?

—¿JUSTO? ¿QUIÉN HA HABLADO DE JUSTICIA? —preguntó la Muerte.

—Bueno, si el otro tipo es tan…

—ESCUCHA —dijo la Muerte—, LA JUSTICIA NO TIENE NADA QUE VER CON ESTO. NO SE PUEDE TOMAR PARTIDO. SANTO CIELO. CUANDO TE LLEGA LA HORA, PUES TE HA LLEGADO. NO HAY MÁS QUE DECIR, MUCHACHO.

—Mort —gimió Mort mirando fijamente a la multitud.

Entonces la vio. Un movimiento hecho al azar por la multitud abrió un canal entre Mort y una muchacha delgada y pelirroja que estaba sentada con un grupo de mujeres mayores detrás del rey. No era exactamente hermosa, pues tenía un exceso de pecas y, francamente, tendía más bien a la delgadez. Pero al verla, Mort sufrió una impresión tan grande que le produjo un cortocircuito cerebral que le recorrió el cuerpo hasta llegarle a la boca del estómago y le hizo reír malignamente.

—HA LLEGADO LA HORA —anunció la Muerte dándole un golpecito a Mort con el codo afilado—. SÍGUEME.

La Muerte se dirigió hacia el rey, sopesando la espada en la mano. Mort parpadeó y se dispuso a seguirla. Los ojos de la muchacha se posaron brevemente en los suyos, para apartarse de ellos inmediatamente y… volver a posarse en ellos, al tiempo que giraba la cabeza y comenzaba a abrir la boca para formar un «ooh» aterrado.

A Mort se le heló la sangre. Echó a correr hacia el rey.

—¡Cuidado! —gritó—. ¡Estáis en gran peligro!

Y el mundo se convirtió en melaza. Comenzó a llenarse de sombras azules y purpúreas, como el sueño de alguien que sufre una insolación; el sonido se fue apagando hasta que el rugido de la corte se transformó en algo lejano y disonante, como la música transmitida por los auriculares de otra persona. Mort vio a la Muerte colocarse junto al rey con aire sociable y levantar la vista hacia…

…la galería de los juglares.

Mort vio al arquero, vio el arco, vio la flecha recorrer el aire a la velocidad de un caracol enfermo. Aunque iba lenta, no logró superarla. Tuvo la impresión de que pasaron horas antes de que lograse que sus plúmbeas piernas le obedecieran, pero al final, pudo tocar el suelo con ambos pies a la vez y patear con toda la aceleración aparente de la deriva continental.

Mientras se retorcía lentamente en el aire, la Muerte le dijo sin rencor:

—¿SABES? NO DARÁ RESULTADO. ES NATURAL QUE LO INTENTES, PERO NO DARÁ RESULTADO.

Como en sueños, Mort flotó en un mundo silencioso…

La flecha dio en el blanco. La Muerte blandió la espada empuñándola con ambas manos y con ella segó suavemente el cuello del rey sin dejarle marca alguna. Para Mort, que giraba despacio por el mundo crepuscular, aquello fue como si una silueta fantasmal se hubiera quedado rezagada.

No podía tratarse del rey, porque era evidente que estaba allí de pie, mirando a la Muerte directamente con una expresión sumamente sorprendida. Alrededor de sus pies se veía algo vago, y muy, pero que muy lejos, la gente reaccionaba dando voces y gritos.

—UN TRABAJO LIMPIO —dijo la Muerte—. LA REALEZA SIEMPRE CAUSA PROBLEMAS. TIENDE A AFERRARSE A LA VIDA. PERO LO QUE SON LOS CAMPESINOS CORRIENTES, VAYA, ÉSOS NO VEN LA HORA.

—¿Quién diablos eres? —inquirió el rey—. ¿Qué haces aquí? ¿Eh? ¡Guardias! Exijo que…

El insistente mensaje de sus ojos logró por fin abrirse paso hasta llegar a su cerebro. Mort estaba impresionado. El rey Olerve se había aferrado a su trono durante muchos años e incluso después de muerto, sabía cómo comportarse.

—Ah —dijo el rey—. Ya comprendo. No esperaba verte tan pronto.

—MAJESTAD —dijo la Muerte con una reverencia—, NO SOIS EL ÚNICO A QUIEN LE PARECE QUE LLEGO PRONTO.

El rey miró a su alrededor. Todo estaba a oscuras y en silencio en aquel mundo de sombras, pero afuera había mucho alboroto.

—¿Y ese de ahí abajo soy yo?

—ME TEMO QUE SÍ, MAJESTAD.

—Un trabajo limpio. Ha sido con ballesta, ¿no?

—SÍ. Y AHORA, MAJESTAD, SI NO OS IMPORTA…

—¿Quién lo hizo? —preguntó el rey. La Muerte vaciló.

—UN ASESINO CONTRATADO EN ANKH-MORPORK —respondió.

—Mmm. Hábil. Felicito a Sto Helit. Y yo aquí, atiborrándome de antídotos. No hay antídoto para el frío acero, ¿verdad?

—NO, MAJESTAD, LA VERDAD ES QUE NO.

—El viejo truco de la escalera de cuerda y el caballo veloz junto al puente levadizo, ¿eh?

—ESO PARECE, MAJESTAD —replicó la Muerte tomando delicadamente de la mano a la sombra del rey—. PERO SI OS SIRVE DE CONSUELO, EL CABALLO TIENE QUE SER VELOZ DE VERDAD.

—¿Eh?

La Muerte permitió que su sonrisa gélida se ensanchara un poco.

—TENGO UNA CITA CON SU JINETE MAÑANA EN ANKH —dijo la Muerte—. HA PERMITIDO QUE EL DUQUE LE SUMINISTRARA UNA FIAMBRERA CON EL ALMUERZO.

El rey, cuya eminente aptitud para su puesto implicaba que no era muy veloz para captar al vuelo las sugerencias, reflexionó durante un instante y luego lanzó una breve risotada. Por primera vez se percató de la presencia de Mort.

—¿Y éste quién es? —preguntó—. ¿También está muerto?

—MI APRENDIZ —repuso la Muerte—. AL QUE HABRÁ QUE DARLE UN BUEN SERMÓN ANTES DE QUE SE HAGA MAYOR, EL MUY BRIBÓN.

—Mort —dijo Mort automáticamente.

El sonido de su charla fluyó a su alrededor, pero no lograba quitar los ojos de la escena donde se encontraban. Se sentía real. La Muerte parecía sólida. El rey tenía un aspecto sorprendentemente lozano y saludable para tratarse de alguien que acababa de morir. Pero el resto del mundo era una masa de sombras flotantes. Unas siluetas estaban inclinadas sobre el cuerpo desplomado, y atravesaban a Mort como si no fueran más tangibles que la bruma.

La muchacha estaba arrodillada en el suelo, sollozando.

—Ésa es mi hija —dijo el rey—. Debería sentirme triste. ¿Por qué no es así?

—LAS EMOCIONES SE DEJAN ATRÁS. TODO SE REDUCE A UNA CUESTIÓN DE GLÁNDULAS.

—Ah. Es por eso entonces. No nos puede ver, ¿verdad?

—NO.

—Supongo que no existe la posibilidad de que yo…

—EN ABSOLUTO —dijo la Muerte.

—Pero es que se convertirá en reina y si pudiera advertirle…

—LO SIENTO.

La muchacha levantó la mirada sin ver a Mort. Él observó como el duque se acercaba a la princesa por detrás y posaba una mano reconfortante sobre su hombro. En los labios del hombre se dibujó una leve sonrisa. Era el tipo de sonrisa que yace al acecho entre los bancos de arena a la espera de nadadores incautos.

—No logro que me oigas —dijo Mort—. ¡No te fíes de él!

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