Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Mort volvió a mirar el trazado de líneas. Era como si una araña hubiera hilado una tela en la página y se hubiera detenido en cada punto de unión para redactar notas. Mort miró con fijeza hasta que le dolieron los ojos, esperando que le surgiera alguna chispa de inspiración. Ninguna hizo acto de presencia.

—¿Qué, hay suerte?

—A mí me suena a klatchiano —dijo Mort—. Ni siquiera sé si hay que leerlo de arriba abajo o de costado.

—En espiral, desde el centro hacia afuera —dijo Ysabell con voz llorosa desde un rincón.

Sus cabezas chocaron cuando los dos se dieron vuelta a la vez para examinar al centro de la página. Se la quedaron mirando. La muchacha se encogió de hombros.

—Mi madre me enseñó a leer el diagrama de los nudos —dijo—, cuando me venía aquí a coser. Me leía trozos en voz alta.

—¿Podrías ayudarnos? —inquirió Mort.

—No —respondió Ysabell y se sonó la nariz.

—¿Cómo que no? —rugió Albert—. Esto es demasiado importante para que una mocosa…

—Quiero decir que yo lo haré y vosotros podréis ayudarme —dijo con tono cortante.

* * *

El Gremio de Mercaderes de Ankh-Morpork ha tomado como costumbre contratar nutridos grupos de hombres con orejas como puños y puños como sacos de nueces, cuya tarea consiste en reeducar a las personas descarriadas que no reconocen públicamente los muchos atractivos de su hermosa ciudad. Por ejemplo, el filósofo Catroastro fue hallado flotando boca abajo en el río a las horas de haber pronunciado la famosa frase: «Cuando un hombre se cansa de Ankh-Morpork, se cansa de estar hundido hasta la rodilla en lechada».

Por lo tanto, lo más prudente es recrearse en una de las cosas —de las muchas, por supuesto— que hacen que Ankh-Morpork sea una de las más afamadas ciudades del multiverso.

Y es su comida.

Las rutas comerciales de medio Disco pasan por la ciudad, o bajan por su río más bien lento. Más de la mitad de las tribus y razas del Disco poseen representantes que habitan en sus amplias extensiones. En Ankh-Morpork hacen colisión las cocinas del mundo: en su menú se incluyen mil tipos de verduras, mil quinientos quesos, dos mil especias, trescientos tipos de carne, doscientos de aves, quinientas clases diferentes de pescados, cien variaciones sobre el tema de la pasta, setenta huevos de una u otra especie, cincuenta insectos, treinta moluscos, veinte víboras surtidas y otros reptiles, y algo parduzco claro y lleno de verrugas conocido como la trufa migratoria de ciénaga klatchiana.

Sus establecimientos de restauración van de lo opulento, donde las raciones son pequeñas pero servidas en vajilla de plata, a lo reservado, donde se rumorea que algunos de los habitantes más exóticos del Disco comen cualquier cosa que pase por sus gaznates.

Probablemente, el Asador de Harga, que se encuentra en la zona portuaria, no se cuente entre los principales establecimientos de restauración de la ciudad, porque fomenta el tipo de clientela musculosa más inclinada hacia la cantidad y a romper las mesas si no se la sirven. Lo exótico y lo curioso no va con ellos, sino que se ciñen a las comidas convencionales como embriones de pájaros incapaces de volar, órganos picados metidos en piel de intestinos, lonchas de cerdo y semillas vegetales molidas y requemadas, regadas con grasas animales.

Era de esa clase de restaurantes que no necesitan un menú. Los clientes se limitaban a echarle un vistazo a la camiseta de Harga.

Con todo, tenía que reconocer que la nueva cocinera conocía a fondo el oficio. Harga, amplio anuncio de su propia mercancía rica en hidratos de carbono, sonreía al frente del restaurante lleno de clientes satisfechos. ¡Y además, qué veloz era! En realidad, tan veloz que desconcertaba.

Golpeó en la trampilla.

—Dos de huevo, patatas fritas, judías y una trollburger, sin cebolla —gritó con voz ronca.

—BIEN.

La trampilla se abrió segundos más tarde y aparecieron dos platos. Harga sacudió la cabeza, presa de agradecido asombro.

Y llevaba así toda la noche. Los huevos salían brillantes y relucientes, las judías centelleaban cual rubíes, y las patatas fritas tenían ese tostadito dorado de los cuerpos bronceados en playas caras. El anterior cocinero de Harga hacía unas patatas fritas que parecían bolsitas de papel llenas de pus.

Harga paseó la mirada por el local envuelto en humo. Nadie lo observaba. Iba a llegar al fondo del asunto. Volvió a golpear en la trampilla.

—Un bocadillo de caimán —dijo—. Que salga enseg…

La trampilla salió disparada hacia arriba. Después de hacer una pausa para reunir valor, Harga espió debajo de la loncha superior del bocata kilométrico que tenía ante sí. No quería decir que era caimán, tampoco quería decir que no lo fuera. Volvió a llamar en la trampilla.

—Muy bien —dijo—, no me quejo, pero quiero saber cómo lo has hecho tan deprisa.

—EL TIEMPO NO ES IMPORTANTE.

—¿Te parece?

—SÍ.

Harga decidió no discutir.

—De acuerdo. Lo estás haciendo estupendamente bien, chica.

—¿CÓMO SE LLAMA LA SENSACIÓN QUE SIENTES CUANDO POR DENTRO TIENES UN CALORCILLO Y UNA ALEGRÍA Y DESEAS QUE LAS COSAS SIGUIERAN ASÍ?

—Supongo que se llama felicidad —respondió Harga.

En el interior de la diminuta y atestada cocina, recubierta con capas de grasa de varias décadas, la Muerte iba y venía cortando, picando y volando. Su cacerola centelleaba a través del fétido vapor.

Había abierto la puerta para que entrara el aire de la fría noche, y una docena de gatos del vecindario se habían colado, atraídos por los cuencos de leche y carne —a su juicio, lo mejor de Harga—, estratégicamente dispuestos en el suelo. De vez en cuando, la Muerte hacía un alto en su trabajo y rascaba a uno de ellos detrás de las orejas.

—Felicidad —dijo, y le sorprendió el sonido de su propia voz.

* * *

Buencorte, el hechicero y Reconocedor Real por designio de su majestad, subió con esfuerzo los últimos escalones de la torre, y se apoyó en el muro, a esperar a que el corazón dejara de latirle con tanta fuerza.

En realidad, la torre no era particularmente alta, sino que era alta para Sto Lat. En cuanto al diseño y distribución generales, se parecía a las torres corrientes en las que se encarcelaba a las princesas; se la utilizaba principalmente para guardar muebles viejos.

Sin embargo, ofrecía unas vistas sin par de la ciudad y de la llanura de Sto, es decir, desde ella se alcanzaban a ver cantidades industriales de coles.

Buencorte subió hasta las almenas desvencijadas que había en lo alto del muro y se asomó a contemplar la neblina matinal. Quizá era más neblinosa que de costumbre. Si se concentraba mucho, alcanzaba a imaginar un fulgor en el cielo. Y si de verdad forzaba su imaginación, podía oír un zumbido sobre los campos de coles, un sonido como si estuvieran friendo langostas. Se estremeció.

En momentos como aquél, sus manos hurgaban automáticamente en los bolsillos. No encontraron más que media bolsa de gominolas apelotonadas en una masa pegajosa y el corazón de una manzana. Ninguna de estas cosas le ofrecieron demasiado consuelo.

Lo que Buencorte quería era lo que cualquier hechicero normal quiere en momentos como aquél, es decir, fumarse un cigarro. Habría sido capaz de matar por un cigarro, y habría llegado tan lejos como herir a alguien por una colilla aplastada. Intentó dominarse. La determinación era buena para la fibra moral; el único problema era que la fibra no apreciaba los sacrificios que él hacía por ella. Se decía que un hechicero verdaderamente genial debía encontrarse continuamente en tensión. Buencorte podía haber muy bien servido como cuerda de arco.

Volvió la espalda al panorama de brássicas y bajó por los serpenteantes escalones que llevaban a la parte principal del palacio.

No obstante, se dijo, la campaña parecía haber funcionado. La población no parecía resistirse al hecho de que iba a producirse una coronación, aunque no tenía del todo claro a quién iban a coronar. Iban a engalanar las calles y Buencorte había dado órdenes de que abriese la fuente principal de la plaza del pueblo, para que de ella saliera un chorro que, aunque no sería de vino, al menos sería de una cerveza pasable hecha con brécoles. Iba a haber danzas folclóricas, a punta de espada, si era preciso. Organizarían carreras para los niños. Y harían un buey asado. Habían vuelto a bañar en oro el carruaje real, y Buencorte confiaba en poder persuadir a la gente para que se percatara de su paso.

El Sumo Sacerdote del Templo de Io El Ciego iba a ser un problema. Buencorte ya lo tenía catalogado como un pobre viejecito cuya destreza con el cuchillo era tan poco de fiar que la mitad de los sacrificios se cansaban de esperar y se marchaban por su propio pie. La última vez que había intentado sacrificar una cabra, el animal había tenido tiempo de parir gemelos antes de que el viejecito lograra centrar la vista, y luego la valentía de la maternidad había impulsado a la bestia a expulsar del templo a todos los sacerdotes.

Buencorte había calculado que, incluso en circunstancias normales, las probabilidades de que lograse colocarle la corona a la persona adecuada eran más que modestas; no le quedaba más remedio que permanecer al lado del anciano e intentar, con todo el tacto posible, guiar sus manos temblorosas.

Con todo, no era ése su mayor problema. Su mayor problema era mucho mayor que ése. El mayor problema le había sido planteado después del desayuno por el Canciller.

—¿Fuegos artificiales? —había repetido Buencorte.

—Es el tipo de cosas en las que vosotros, los hechiceros, os destacáis, ¿no? —dijo el Canciller, con tono brusco—. Resplandores, estallidos y qué sé yo. Recuerdo un hechicero de cuando yo era muchacho…

—Me temo que no sé nada de fuegos artificiales —arguyó Buencorte con un tono destinado a dar a entender que atesoraba esta ignorancia.

—Montones de cohetes —recordó alegremente el Canciller—. Luces de Ankh. Petardos. Y chismes de ésos que se sostienen en la mano. Una coronación no es una coronación sin fuegos artificiales.

—Sí, pero verá usted…

—Joven, joven —se apresuró a interrumpirlo el Canciller—, sabía que se podía contar contigo. Muchos cohetes, ¿entendido?, y para el broche final, debería haber algo sobrecogedor como un retrato de…, de…

Los ojos se le tornaron vidriosos de un modo que a Buencorte le resultaba ya deprimentemente familiar.

—De la princesa Keli —dijo, agobiado.

—Ah. Sí. De ella —dijo el Canciller—. Un retrato de…, de quien has dicho tú…, hecho con fuegos artificiales. Claro que para vosotros, los hechiceros, esto es cosa de coser y cantar, pero al pueblo le gusta. Yo siempre digo que no hay como una buena comilona, unas buenas explosiones de petardos y demás, y unos cuantos saludos desde el balcón para mantener en forma los músculos de la lealtad. Encárgate de todo. Cohetes. Con runas.

Una hora antes, Buencorte había hojeado el índice del Grimorio de la Diversión Monstruosa, había reunido cuidadosamente un cierto número de ingredientes caseros y había acercado a ellos una cerilla encendida.

Mira que son curiosas las cejas, pensó. Nunca reparas en ellas hasta que te faltan.

Con los ojos enrojecidos y oliendo ligeramente a humo, Buencorte avanzó sin prisa hacia los aposentos reales y fue dejando atrás grupos de doncellas ocupadas en lo que fuera que las doncellas se ocuparan, para lo cual, al parecer, siempre hacían falta al menos tres. Cuando se cruzaban con Buencorte, se quedaban calladas, apuraban el paso, agachaban la cabeza y después soltaban risitas ahogadas por el pasillo. Aquello fastidiaba a Buencorte. No por motivos personales, se apresuró a aclarar para sus adentros, sino porque los hechiceros se merecían más respeto. Además, algunas doncellas lo miraban de un modo que le inspiraban unos pensamientos claramente antihechiceriles.

No cabe duda, pensó, de que el camino de la ilustración es como medio kilómetro recubierto de vidrios rotos.

Llamó a la puerta de las estancias de Keli. Le abrió una doncella.

—¿Está tu ama? —le preguntó con toda la arrogancia de que fue capaz.

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