Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Terpsic se enfadaba raras veces, porque Gwladys no lo aprobaba. Pero se sintió traicionado. Había nacido sin que lo consultaran, se había casado porque Gwladys y su suegro se habían encargado de ello, y le habían arrebatado groseramente el único logro humano exclusivamente suyo. Segundos antes, todo había sido simple. En ese momento, todo volvía a ser complicado.

Claro que no quería morirse. Los dioses eran muy estrictos en el tema del suicidio. Pero él no había querido que lo rescataran.

Con los ojos enrojecidos y el rostro convertido en una máscara de limo y lentejas de agua, escudriñó la silueta borrosa que se erguía sobre él y gritó:

—¿Para qué tuviste que salvarme?

La respuesta lo preocupó. Pensó en ella durante todo el trayecto de regreso a su casa, a pie y chapoteando. Descansó en el fondo de la mente mientras Gwladys se quejaba del estado en que le había quedado la ropa. Le dio vueltas por la cabeza como una ardilla inquieta mientras estuvo sentado junto al fuego estornudando con aire culpable, porque la enfermedad era otra de las cosas que Gwladys no aprobaba. Mientras descansaba temblando en la cama, se instaló en sus sueños como un iceberg. Presa de la fiebre, murmuró:

—¿Qué habrá querido decir con eso de «PARA MÁS ADELANTE»?

* * *

Las antorchas ardían en la ciudad de Sto Lat. Escuadrones enteros de hombres tenían el encargo de renovarlas constantemente. Las calles brillaban. Las llamas chisporroteantes impedían el avance de las sombras que, durante siglos, se habían pasado todas las noches irreprochablemente metidas en sus propios asuntos. Iluminaban antiguos rincones donde los ojos de las ratas sorprendidas relucían desde las profundidades de sus agujeros. Obligaban a los ladrones a quedarse en casa. Fulguraban sobre las brumas nocturnas, formando un halo de luz amarillenta que ocultaba las altas y frías llamas que se elevaban desde el Eje. Pero brillaban sobre todo en el rostro de la princesa Keli.

Estaba en todas partes. Cubría todas las superficies planas. Binky avanzaba a medio galope por las calles iluminadas, entre princesas Keli fijadas a puertas, paredes y extremos de gabletes. Mort se quedó boquiabierto al ver los carteles de su amada en cada una de las superficies en las que los obreros habían logrado que el engrudo pegara.

Pero lo más extraño de todo era que nadie parecía prestarles demasiada atención. Si bien la vida nocturna de Sto Lat no era tan pintoresca y llena de vicisitudes como la de Ankh-Morpork, del mismo modo que una papelera no puede competir con un vertedero municipal, en las calles, no obstante, había un gran gentío y se oían los gritos de buhoneros, apostadores, vendedores de dulces, trileros, damas de citas, carteristas y el honesto mercader ocasional que se había metido allí por error y que no lograba reunir el dinero suficiente para marcharse. Mientras Mort cabalgaba por estas calles, flotando en el aire, llegaban a sus oídos retales de conversaciones en media docena de lenguas; petrificado de pavor, advirtió que las entendía todas.

Finalmente, desmontó y condujo al caballo por la calle del Muro, buscando en vano la casa de Buencorte. La encontró sólo porque un bulto que se apreciaba en el cartel más próximo hacía unos ruidos amortiguados que sonaban a maldiciones.

Tendió la mano cuidadosamente y arrancó una tira de papel.

—Muchaf graciaf —dijo el llamador con forma de gárgola—. ¡Hay que ver para creer! La vida difcurre normalmente y fin que tú te def cuenta, van y te llenan la boca de engrudo.

—¿Dónde está Buencorte?

—Fe ha marchado a palacio. —El llamador lo miró, socarrón, y guiñó un ojo de hierro forjado—. Vinieron unof hombref y fe llevaron todaf fuf cofaf. Defpuéf, otrof hombref empezaron a pegar cartelef de fu novia por todaf partef. Cabronef.

Mort se puso rojo.

—¿Su novia?

El llamador, que tenía antecedentes demoníacos, soltó una risita al oír el tono de Mort, que sonó igual que las uñas al rascar una lima.

—Fí —repuso—. Y fi me lo preguntaf, parecía que llevaban mucha prifa.

Mort ya se había montado a lomos de Binky.

—¡Ey! —gritó el llamador cuando Mort ya se iba alejando—. ¡Ey, muchacho! ¿No podríaf defpegarme?

Mort tiró con tanta fuerza de las riendas de Binky que el caballo reculó sobre los adoquines y bailoteó como enloquecido, después tendió la mano y agarró el aro del llamador. La gárgola levantó la mirada y contempló la cara de Mort, y súbitamente, se sintió como un llamador realmente aterrado. Los ojos de Mort brillaban como crisoles, su expresión era un horno, su voz contenía calor suficiente como para derretir el hierro. El llamador ignoraba de qué sería capaz el muchacho, pero prefirió no averiguarlo.

—¿Cómo me has llamado? —siseó Mort.

El llamador pensó velozmente y repuso:

—¿Feñor?

—¿Qué me has pedido que hiciera?

—¿Defpegarme?

—No tengo intención de hacerlo.

—Eftupendo —replicó el llamador—. Eftupendo. Por mí, de acuerdo. Puef afí me quedo.

Se quedó mirando como Mort se alejaba al galope por la calle y se estremeció, aliviado, al tiempo que se golpeaba suavemente de puro nervioso.

—Te has librado por uuun peelo —le dijo una de las bisagras.

—¡Fierra el pico!

* * *

Mort pasó delante de serenos cuya misión consistía entonces en tañer unas campanas y gritar el nombre de la princesa, pero con una cierta incertidumbre, como si les costara recordarlo. No les hizo caso, porque iba ocupado, escuchando las voces que en el interior de su cabeza decían:

Sólo te ha visto una vez, tonto. ¿Por qué iba ella a ocuparse de ti?

Sí, pero le he salvado la vida.

Eso significa que le pertenece a ella. No a ti. Además, él es hechicero.

¿Y qué? Se supone que los hechiceros no… no salen con muchachas, son aljibes…

¿Aljibes?

Que nunca hacen ya sabes tú qué…

¿Cómo, nunca hacen ya sabes tú qué?, dijo la voz interna y sonó como si se riera con malicia.

Se supone que no va bien para la magia, pensó Mort amargamente.

Vaya sitio para guardar la magia.

Mort estaba asombrado y exigió saber:

¿Quién eres?

Soy tú, Mort. Tu yo interno.

Ya, ojalá pudiera salirme de mi cabeza, ya está bastante atestada teniéndome a mí dentro.

Se comprende, dijo la voz, yo sólo intentaba ayudarte. Pero recuerda una cosa, si alguna vez te necesitas, estás siempre a mano.

La voz se apagó.

En fin, pensó Mort con amargura, ése debo de haber sido yo. Soy el único que me dirijo a mí mismo llamándome Mort.

La sorpresa que le causó descubrir su propia voz interior oscureció el hecho de que, mientras iba concentrado en ese monólogo, había atravesado a caballo las puertas del palacio. Evidentemente, todos los días la gente atravesaba a caballo las puertas del palacio, pero casi todo el mundo necesitaba que antes se las abriesen.

Los guardias que se encontraban del otro lado se quedaron tiesos de pavor, porque creían haber visto un fantasma. Su pavor habría sido mayúsculo de haberse enterado de que lo que habían visto no era precisamente un fantasma.

El guardia que se hallaba ante las puertas del gran salón había presenciado lo mismo, pero le dio tiempo de recobrar el juicio, al menos el poco que le quedaba, para levantar la lanza justo en el momento en que Binky cruzaba el patio al trote.

—Alto —gruñó—. Alto. ¿Quién vive?

Mort lo vio entonces por primera vez.

—¿Cómo? —inquirió sumido aún en sus pensamientos.

El guardia se pasó la lengua por los labios resecos y retrocedió. Mort desmontó de Binky y avanzó.

—He dicho quién vive —insistió el guardia, con una mezcla de obstinación y estupidez suicida que lo hacían merecedor de una promoción temprana.

Mort aferró suavemente la lanza y la apartó de la puerta. Al hacerlo, la luz de la antorcha le iluminó el rostro.

—Mort —repuso en voz baja.

Un soldado normal habría considerado aquello como suficiente, pero este guardia tenía madera de funcionario.

—¿Amigo o enemigo? —tartamudeó rehuyendo la mirada de Mort.

—¿Qué prefieres tú que sea? —inquirió Mort con una sonrisa.

No se parecía mucho a la sonrisa de su ama, pero resultó bastante efectiva, y no había en ella ni pizca de humor.

El guardia respiró aliviado y se hizo a un lado.

—Pasa, amigo —le dijo.

Mort cruzó el vestíbulo a grandes zancadas y se dirigió a la escalera que conducía a los aposentos reales. El vestíbulo había cambiado mucho desde la última vez que lo viera. Por todas partes había retratos de Keli; ocupaban el lugar de los antiguos y deteriorados estandartes de batalla en las oscuras alturas del techo. A todo aquel que caminara por el palacio le habría resultado imposible dar más de dos pasos sin ver un retrato. Una parte de la mente de Mort se preguntó por qué, del mismo modo que otra parte se preocupaba por el domo ondulante que lentamente iba cerrándose sobre la ciudad, pero la mayoría de su mente era un fulgor caliente y humeante de ira, asombro y celos. Pensó entonces que Ysabell debía de tener razón, aquello era amor.

—¡El muchacho que atraviesa paredes!

Levantó la cabeza de golpe. Buencorte se encontraba de pie, en lo alto de la escalera.

El mago también había cambiado mucho, pensó Mort amargamente. Aunque quizá no tanto. A pesar de que vestía una túnica blanca y negra con lentejuelas bordadas, a pesar de que su sombrero en punta medía como un metro y estaba decorado con más símbolos místicos que una lámina de dentista, y a pesar de que sus zapatos de terciopelo rojo llevaban hebillas plateadas y unas puntas que se enroscaban como caracoles, en el cuello tenía aún unas cuantas manchas y aparentemente iba mascando algo.

Observó a Mort mientras subía la escalera en dirección a él.

—¿Estás enfadado por algo? —le preguntó—. Había empezado con lo tuyo, pero después me lié con otras cosas. Resulta muy difícil atravesar… ¿por qué me miras de ese modo?

—¿Qué haces aquí?

—Podría hacerte la misma pregunta. ¿Te apetece una fresa?

Mort echó un vistazo a la cestita de madera que el mago llevaba en sus manos.

—¿En pleno invierno?

—En realidad son coles de Bruselas con un toque de magia.

—¿Y saben a fresas?

Buencorte lanzó un suspiro y contestó:

—No, saben a coles de Bruselas. El encantamiento no es del todo eficaz. Pensé que así la princesa se animaría, pero me las lanzó a la cara. Es una pena tirarlas. Anda, sírvete.

Mort lo miró boquiabierto.

—¿Te las lanzó a la cara?

—Y me temo que con mucha puntería. Es una jovencita muy decidida.

Hola, dijo una voz desde el fondo de la mente de Mort, soy tú otra vez, que te hace ver que las posibilidades de que la princesa contemple siquiera el tú sabes qué con este tipo, son de lo más remotas.

Vete, pensó Mort.

Empezaba a preocuparle su subconsciente. Al parecer, disponía de una línea directa con partes de su cuerpo que, en ese momento, él quería olvidar.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó en voz alta—. ¿Tiene algo que ver con todos estos retratos?

—Una buena idea, ¿no te parece? —comentó Buencorte con una amplia sonrisa—. Es algo que me enorgullece bastante.

—Perdona —dijo Mort débilmente—. He tenido un día agotador. Creo que me gustaría sentarme en alguna parte.

—Podemos ir al Salón del Trono —sugirió Buencorte—. A estas horas de la noche no suele haber nadie allí. Todo el mundo duerme.

Mort asintió, y luego miró con suspicacia al joven hechicero.

—¿Y entonces qué haces tú levantado? —le preguntó.

—Hum —repuso Buencorte—, hum, se me ocurrió ir a ver si había algo en la despensa.

Se encogió de hombros.[6]

Y ahora es el momento de informar de que también Buencorte nota que Mort, si bien se trata de un Mort cansado por la cabalgata y la falta de sueño, despide una especie de brillo interior que, por extraño que parezca, no tiene nada que ver con el tamaño y, en todo caso, ligeramente superior al tamaño natural. La diferencia estriba en que, gracias al adiestramiento, a Buencorte se le da mejor que a otros adivinar cosas y sabe que, en ocultismo, la respuesta obvia suele ser siempre la equivocada.

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