Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Mort vagó sin esperanzas por las calles sinuosas. Cualquiera que sobrevolara a la altura de los tejados habría notado que las multitudes que iban tras él seguían una determinada pauta, sugestiva de un número de hombres que convergían, indiferentes, en un objetivo, y habría llegado a la acertada conclusión de que tanto Mort como su oro tenían la misma esperanza de vida que un erizo con tres patas en una autopista de seis carriles.

Probablemente, a estas alturas, ya haya quedado claro que Las Tinieblas no era el tipo de lugar que posee habitantes. Sino más bien especímenes aclimatados. Periódicamente, Mort trataba de entablar conversación con alguien para averiguar cómo llegar hasta un vendedor de caballos. El espécimen aclimatado mascullaba algo y se alejaba a toda prisa, puesto que todo aquel que deseara sobrevivir en Las Tinieblas algo más de tres horas desarrollaba unos sentidos muy especializados y no habría permanecido al lado de Mort del mismo modo que un campesino no se cobijaría debajo de un árbol alto en plena tormenta de rayos.

Y así, Mort llegó finalmente al río Ankh, el más grande de los ríos. Incluso antes de entrar en la ciudad, fluía lento y pesado con el limo de las llanuras y, cuando alcanzaba Las Tinieblas, hasta un agnóstico habría sido capaz de caminar sobre sus aguas. Resultaba difícil ahogarse en el Ankh, aunque sería muy fácil asfixiarse.

Mort contempló la superficie lleno de dudas. Parecía moverse. Veía burbujas. Tenía que ser agua.

Suspiró y se alejó.

A sus espaldas habían aparecido tres hombres, como si el suelo de piedra los hubiera escupido de su interior. Tenían el aspecto pesado e impasible de aquellos delincuentes cuya aparición en cualquier narrativa indica que ha llegado la hora de que al héroe lo amenacen un poco, aunque sin pasarse, porque resulta evidente que van a recibir una horrible sorpresa.

Reían entre dientes. Se les daba bien.

Uno de ellos había sacado un cuchillo y lo movía en el aire haciéndole describir pequeños círculos. Se acercó despacio a Mort, mientras los otros dos se quedaban rezagados y le proporcionaban apoyo inmoral.

—Entréganos el dinero —exigió con voz ronca.

Mort llevó la mano a la bolsa que llevaba colgada del cinturón.

—Un momento —dijo—. ¿Y después qué ocurrirá?

—¿Qué?

—¿Vais a preguntarme eso de la bolsa o la vida? —inquirió Mort—. Porque es el tipo de cosas que los ladrones han de preguntar. La bolsa o la vida. Lo he leído en un libro.

—Puede ser, puede ser —admitió el ladrón. Tuvo la impresión de que perdía la iniciativa, pero se recuperó de un modo magnífico—. Por otra parte, podría ser la bolsa y la vida. Sacaría el doble, por decirlo de alguna manera.

El hombre miró de reojo a sus colegas y, al oír el comentario, éstos rieron disimuladamente.

—En ese caso —dijo Mort levantando la bolsa con una mano, dispuesto a lanzarla lo más lejos posible de la orilla del Ankh, aunque existía una posibilidad más que razonable de que rebotase.

—Eh, ¿qué haces? —inquirió el ladrón.

Se disponía a lanzarse sobre él, pero se contuvo cuando Mort sacudió la bolsa, amenazante.

—Pues verás —contestó Mort—, yo lo veo así. Si de todos modos vais a matarme, tanto me da deshacerme del dinero. Vosotros decidís.

Y para demostrar lo que quería decir, sacó una moneda de la bolsa y la lanzó a las aguas, que la aceptaron con una desafortunada succión. Los ladrones se estremecieron.

El cabecilla echó una mirada a la bolsa. Y luego miró su cuchillo. Y luego miró la cara de Mort. Y luego miró a sus colegas.

—Perdona un momento —dijo, y se puso a conferenciar con los otros dos.

Mort calculó la distancia que lo separaba del final del callejón. No lo lograría. De todos modos, los tres ladrones tenían todo el aspecto de ser bastante diestros en perseguir gente. La lógica, en cambio, no era lo suyo.

El cabecilla volvió a donde se encontraba Mort. Lanzó una última mirada a los otros dos. Éstos asintieron decididos.

—Creo que primero te matamos y nos arriesgamos a que tires el dinero —le informó—. No nos gustaría que esto se supiera por ahí.

Los otros dos sacaron sus cuchillos. Mort tragó saliva y dijo:

—Me parece que es una imprudencia.

—¿Por qué?

—Pues, por una parte, a mí no me gustará.

—No se supone que haya de gustarte, se supone que debes morir —dijo el ladrón avanzando.

—Me parece que todavía no me ha llegado la hora de morir —dijo Mort retrocediendo—. Estoy seguro de que me habrían avisado.

—Ya —dijo el ladrón, que ya empezaba a hartarse—. Ya, te habrían avisado, ¿eh? ¡Por las mierdas humeantes de elefante!

Mort había retrocedido un paso más. A través de una pared.

El cabecilla se quedó mirando impávido la piedra dura que se había tragado a Mort, y luego soltó el cuchillo.

—¡Mierda! —exclamó—. Era un jodido mago. ¡Detesto a los jodidos magos!

—Entonces, no deberías jodernos —masculló uno de sus secuaces, y luego soltó sin esfuerzo alguno una ráfaga de guiones.

El tercer componente del trío, que era un poco duro de entendederas, dijo:

—¡Pero si atravesó una pared!

—Ya, y nosotros aquí siguiéndolo durante siglos —masculló el segundo—. Pilgarlic, tú sí que eres listo. He dicho que me parece que es un mago, y que sólo los magos pueden andar por este barrio solos. ¿No he dicho que tenía pinta de mago? He dicho…

—Dices demasiadas cosas —gruñó el cabecilla.

—Yo lo he visto, atravesó esa pared de ahí…

—¿Ah, sí?

—¡Sí!

—Y has visto cómo la atravesaba, ¿no?

—Oye tú, ¿te crees muy agudo o qué?

—¡Lo suficiente!

El cabecilla levantó su cuchillo del suelo con un movimiento serpenteante.

—¿Agudo como esto?

El tercer ladrón se lanzó contra la pared y la pateó con fuerza un par de veces, mientras a sus espaldas se oía el ruido de una pelea y el sonido de húmedas burbujas.

—Pues sí, es una pared —dijo—. Es una pared como la copa de un pino. Eh, muchachos, ¿cómo creéis que lo hacen? ¿Muchachos?

Tropezó con los cuerpos tendidos boca abajo.

—¡Ah! —exclamó.

Aunque duro de mollera, fue lo bastante rápido como para deducir un hecho importante. Se encontraba en un callejón de Las Tinieblas y estaba solo. Salió por piernas y logró recorrer bastante trecho.

* * *

La Muerte recorrió lentamente el cuarto de los biómetros inspeccionando las apretadas filas de atareados relojes de arena. Albert la seguía, obediente, sosteniendo el enorme libro mayor abierto entre los brazos.

En el cuarto se oía un rugido descomunal, como el de una inmensa catarata gris.

Provenía de los estantes donde, prolongándose hasta la distancia infinita, había filas y más filas de relojes de arena en los que bajaban los granos del tiempo mortal. Era un sonido pesado, un sonido sordo, un sonido que caía como unas tristes natillas sobre el suculento budín del alma.

—MUY BIEN —dijo por fin la Muerte—. DEJÉMOSLO EN TRES. UNA NOCHE TRANQUILA.

—Entonces serán Goodie Hamstring, el abad Lobsang otra vez y la tal princesa Keli —enumeró Albert.

La Muerte contempló los tres relojes de arena que tenía en la mano.

—HABÍA PENSADO EN ENVIAR AL MUCHACHO —dijo.

Albert consultó el libro mayor.

—Bueno, Goodie no causará problemas y se podría decir que el abad tiene experiencia —comentó—. Lo de la princesa es una lástima. Sólo tiene quince años. Podría resultar complicado.

—SÍ, ES UNA PENA.

—¿Ama?

La Muerte se quedó con el tercer reloj de arena en la mano, contemplando pensativa el juego de luces reflejado en su superficie. Lanzó un suspiro.

—Y ES TAN JOVENCITA…

—¿Se encuentra bien, ama? —inquirió Albert con tono preocupado.

—EL TIEMPO COMO UN ARROYO QUE FLUYE ETERNAMENTE LLEVA TODAS…

—¡Ama!

—¿QUÉ? —inquirió la Muerte saliendo de su ensimismamiento.

—Se ha pasado, ama…

—¿QUÉ TONTERÍAS DICES, HOMBRE?

—Por un momento había experimentado usted un extraño cambio, ama.

—MEMECES. NUNCA ME HABÍA SENTIDO MEJOR. BUENO, ¿DE QUÉ HABLÁBAMOS?

Albert se encogió de hombros y, entrecerrando los ojos, leyó las anotaciones del libro.

—Goodie es una bruja —dijo—. Podría ofenderse si enviara a Mort.

Una vez que toda su arena había caído a la parte inferior del reloj, todos los practicantes de la magia tenían derecho a ser reclamados por la Muerte en persona, más que por sus funcionarios menores.

La Muerte no pareció oír lo que Albert le decía. Había vuelto a clavar la vista en el reloj de arena de la princesa Keli.

—¿CÓMO SE LLAMA ESA SENSACIÓN DE MELANCÓLICA PENA QUE TE HACE LAMENTAR QUE LAS COSAS SEAN TAL COMO APARENTAN?

—Creo que tristeza, ama. Y ahora…

—YO SOY LA TRISTEZA.

Albert se quedó boquiabierto. Y cuando logró dominarse un poco, balbuceó:

—¡Ama, hablábamos de Mort!

—¿QUIÉN ES MORT?

—Su aprendiz, ama —repuso Albert pacientemente—. Un muchacho alto y joven.

—AH, CLARO. BIEN, LO ENVIAREMOS A ÉL.

—Ama, ¿estará preparado para actuar en solitario? —preguntó Albert embargado por la duda.

La Muerte reflexionó un instante y luego contestó:

—PODRÁ HACERLO. ES AGUDO, APRENDE RÁPIDO Y, EN FIN, QUE LA GENTE NO PUEDE ESPERAR QUE ME PASE LA VIDA CORRIENDO TRAS ELLA.

* * *

Mort miraba con aire ausente las colgaduras de terciopelo de las paredes que tenía a pocos centímetros de los ojos.

He traspasado una pared, pensó. Y eso es imposible.

Apartó cautelosamente las colgaduras para comprobar si ocultaban alguna puerta, pero no encontró más que yeso desconchado que se había cuarteado en varios sitios dejando al descubierto el ladrillo húmedo, pero decididamente sólido.

Lo tocó con la punta del dedo para comprobar el efecto. Estaba claro que por ahí no iba a salir.

—Bien —le dijo a la pared—, ¿y ahora, qué?

A su espalda, una voz le contestó:

—¿Mmm? ¿Cómo has dicho?

Mort se volvió despacio.

Reunidos en torno a una mesa, en medio de la habitación, se encontraba una familia klatchiana compuesta por el padre, la madre y media docena de hijos de tamaño escalonado. Ocho pares de ojos redondos se fijaron en Mort. La única excepción la constituía un noveno par que pertenecía a una persona anciana, de sexo indefinido; su propietario había aprovechado la interrupción para hacerse con el recipiente comunal del arroz, con la idea de que más vale un pescado hervido en mano que cien manifestaciones inexplicables, y el silencio se vio interrumpido por el sonido de una masticación decidida.

En un rincón del cuarto atestado había un pequeño altar a Offler, el Dios Cocodrilo de seis brazos de Klatch. Sonreía igual que la Muerte, aunque está claro que la Muerte no tenía una bandada de pájaros sagrados que le llevaran nuevas de sus adoradores y al mismo tiempo le mantuvieran limpia la dentadura.

Los klatchianos valoran la hospitalidad por encima de las demás virtudes. Mientras Mort los miraba fijamente, la mujer sacó otro plato de un estante que había detrás de ella y, en silencio, comenzó a servirle del enorme recipiente. Después de un breve forcejeo, logró arrebatarle al vejestorio un trozo de bagre de primera. No obstante, sus ojos maquillados con khol se mantuvieron fijos en Mort.

Quien había hablado era el padre. Presa del nerviosismo, Mort hizo una reverencia.

—Lo siento —dijo—. Esto… parece que he atravesado la pared.

Tenía que admitir que se trataba de un comentario bastante flojo.

—¿Cómo? —preguntó el hombre.

Con un tintineo de brazaletes, la mujer dispuso cuidadosamente unas cuantas lonchas de pimiento sobre el plato y lo roció con una salsa verde oscura que, por desgracia, a Mort le resultaba conocida. La había probado semanas antes, y aunque era producto de una complicada receta, un solo bocado le había bastado para saber que estaba compuesta de entrañas de pescado marinadas durante varios años en una cuba llena de bilis de tiburón. La Muerte había dicho que le había llegado a coger el gusto. Mort había decidido no esforzarse.

Intentó escabullirse hacia el portal, del que colgaba una cortina de abalorios, y todas las cabezas se volvieron para contemplarlo. Ensayó una sonrisa.

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