Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

El olorcillo que provenía del otro lado de la habitación sedujo las papilas gustativas de Mort, sugiriéndole que si llegaban a reunirse, se lo iban a pasar en grande. Notó que avanzaba sin haber consultado siquiera a sus piernas.

—Albert, aquí tienes a otro para desayunar —le espetó Ysabell.

El hombre volvió lentamente la cabeza y asintió sin decir palabra.

—He de decir —comentó ella dirigiéndose a Mort—, que con toda la gente que hay para elegir en el Disco, mi madre podría haber traído algo mejor que tú. Supongo que tendré que arreglármelas contigo.

Salió de la cocina con paso majestuoso y cerró de un portazo.

—¿Arreglárselas para qué? —inquirió Mort sin dirigirse a nadie en particular.

En la habitación sólo se oyó el chisporroteo de la sartén y el ruido del carbón al desmoronarse en el corazón ígneo de la cocina. Mort notó que en la puerta del horno estaban grabadas las palabras «La pequeña Moloch (patentada)».

El cocinero no parecía fijarse en él, de modo que Mort apartó una silla y se sentó a la mesa blanca y limpia.

—¿Setas? —preguntó el hombre sin volverse.

—¿Mmm? ¿Qué?

—He preguntado si quieres setas.

—Ah, perdona. No, gracias —repuso Mort.

—Pues muy bien, señorito.

Se volvió y enfiló hacia la mesa.

Incluso después de haberse acostumbrado, Mort siempre contenía el aliento cuando veía andar a Albert. El sirviente de la Muerte era uno de esos ancianos delgados como un palo, de nariz afilada, que siempre dan la impresión de llevar guantes con los dedos cortados —aunque no los lleven— y su manera de andar era una secuencia de complicados movimientos. Albert se inclinó hacia adelante y su brazo izquierdo comenzó a ir hacia atrás, despacio al principio, pero luego con un agitado movimiento espasmódico que de repente, más o menos en el momento en que su observador esperaba que el brazo se le saliera a la altura del codo, se transmitía al resto de su cuerpo para llegar a las piernas, que lo desplazaban hacia adelante como una zancuda veloz. La sartén describió en el aire una serie de intrincadas curvas para detenerse justo encima del plato de Mort.

Albert llevaba puestas el tipo correcto de gafas, con el cristal en forma de media luna, que le permitían espiar por encima de ellas.

—Quizá haya un poco de gachas para después —le sugirió, y guiñó un ojo, aparentemente para incluir a Mort en la conspiración mundial de las gachas.

—Perdóname —dijo Mort—, pero ¿dónde estoy exactamente?

—¿No lo sabes? Esta es la casa de la Muerte, muchacho. Te trajo anoche.

—Ya… algo recuerdo. Pero…

—¿Mmm?

—Pues verás… los huevos con beicon —dijo Mort indeciso—. No me parecen… pues no me parecen adecuados.

—En alguna parte debo de tener morcilla —dijo Albert.

—No, no, lo decía por… —Mort vaciló—. Lo decía porque no me la imagino a ella dispuesta a zamparse un par de lonchas de jamón y una rebanada de pan frito.

—No, muchacho, no come —dijo Albert con una sonrisa—. Al menos no de forma regular. Mi ama es muy fácil de conformar en este sentido. Yo sólo cocino para mí y para… —Hizo una pausa y añadió—: Para la señorita, claro.

—Tu hija —aventuró Mort.

—¿Hija mía? Ja —repuso Albert—. Ahí sí que te equivocas. Es de ella.

Mort se quedó mirando fijamente los huevos fritos, que le devolvieron la mirada desde su lago de grasa. Albert había oído hablar de las dietas equilibradas, pero no las aprobaba.

—¿Estamos hablando de la misma persona? —preguntó finalmente—. Una chica alta, vestida de negro, más bien… más bien delgaducha…

—Es adoptada —dijo Albert amablemente—. Es una larga historia… —Junto a su cabeza se agitó una campanita.

—… que tendrá que esperar. Quiere verte en su estudio. Yo que tú, iría corriendo. No le gusta que la hagan esperar. La verdad, es comprensible. Subiendo la escalera, la primera puerta a la izquierda. No tiene pérdida…

—¿Alrededor de la puerta hay cráneos y huesos? —inquirió Mort empujando la silla hacia atrás.

—Los hay alrededor de casi todas las puertas —suspiró Albert—. Un capricho de mi ama. Pero no lo hace con mala intención.

Mort dejó que su desayuno se enfriara y a toda prisa subió la escalera, recorrió el pasillo y se detuvo ante la primera puerta. Levantó la mano para llamar.

—PASA.

El picaporte giró espontáneamente. La puerta se abrió hacia adentro.

La Muerte estaba sentada tras un escritorio y, concentrada, miraba fijamente un enorme libro de cuero, casi tan grande como el escritorio en sí. Al entrar Mort, levantó la vista mientras con un dedo calcáreo señalaba el sitio donde había dejado de leer, y le sonrió. No le quedaban muchas alternativas.

—AH —dijo, y luego hizo una pausa.

Se rascó la barbilla produciendo un ruido parecido al que hace una uña al arañar los dientes de un peine.

—¿QUIÉN ERES, MUCHACHO?

—Mort, señora —repuso Mort—. Su aprendiz. ¿No se acuerda?

La Muerte se quedó mirándolo fijamente durante unos instantes. Después, las puntas de alfiler de sus azules ojos volvieron a posarse en el libro.

—AH, SÍ —dijo—, MORT. BIEN, MUCHACHO, ¿DE VERDAD QUIERES APRENDER LOS SECRETOS SUPREMOS DEL TIEMPO Y EL ESPACIO?

—Sí, señora. Creo que sí, señora.

—BIEN. LOS ESTABLOS ESTÁN EN LA PARTE DE ATRÁS. ENCONTRARÁS LA PALA COLGADA DETRÁS DE LA PUERTA.

Bajó la vista. Volvió a levantarla. Mort no se había movido.

—¿ACASO EXISTE LA POSIBILIDAD DE QUE NO ME HAYAS ENTENDIDO?

—No del todo, señora —repuso Mort.

—EL ESTIÉRCOL, MUCHACHO. EL ESTIÉRCOL. ALBERT ESTÁ PREPARANDO ABONO EN EL HUERTO. SUPONGO QUE HABRÁ UNA CARRETILLA EN ALGUNA PARTE. ANDA, PONTE A TRABAJAR.

—Sí, señora. Ya lo entiendo, señora —dijo Mort con tono lúgubre—. ¿Señora?

—DIME.

—No veo qué tiene esto que ver con los secretos del tiempo y el espacio.

La Muerte no apartó la vista del libro.

—ESO ES PORQUE ESTÁS AQUÍ PARA APRENDER —repuso.

* * *

Es un hecho que a pesar de que la Muerte del Mundodisco es, en sus propias palabras, una PERSONIFICACIÓN ANTROPOMÓRFICA, hace tiempo que dejó de utilizar los tradicionales esqueletos de caballos, debido a lo molesto que resultaba detenerse a cada rato a sujetarles con alambre los huesos caídos. Para superar este inconveniente, sus caballos eran siempre bestias de carne y hueso, y de la mejor raza.

Y según pudo comprobar Mort, muy bien alimentados.

Hay trabajos que ofrecen incrementos. Aquél ofrecía… más bien todo lo contrario, pero al menos estaba en un sitio abrigado y era bastante fácil cogerle el truco. Al cabo de un rato, captó el ritmo y empezó a jugar ese juego particular del control de cantidades que todos practican en esas circunstancias. Veamos —pensaba Mort—, ya he hecho la cuarta parte, digamos la tercera parte, de modo que cuando haya terminado con aquel rincón que hay junto al pesebre, tendré más de la mitad hecha, digamos los cinco octavos, lo cual significa tres carretillas más… Todo esto no prueba casi nada, salvo que resulta más sencillo hacerse cargo del pavoroso esplendor del universo si se piensa en él como una serie de trocitos.

El caballo lo observaba desde su pesebre y, de vez en cuando, trataba de morderle el pelo de un modo amistoso.

Al cabo de un rato, Mort comenzó a notar que había alguien más que lo estaba observando. Ysabell estaba reclinada sobre la media puerta, con la barbilla apoyada en ambas manos.

—¿Eres un criado? —le preguntó.

Mort se incorporó.

—No —respondió—, soy aprendiz.

—Qué tontería. Albert ha dicho que no puedes ser aprendiz.

Mort se concentró para echar una paletada en la carretilla. Dos paletadas más, digamos tres más si están muy comprimidas, y entonces con cuatro carretillas más que haga, pongamos cinco, habré llegado a la mitad de…

—Dice que los aprendices se convierten en amos —comentó Ysabell en voz más alta—, y que Muerte no puede haber más que una. De modo que no eres más que un criado y habrás de hacer lo que yo te diga.

…Y con ocho carretillas más habré llegado hasta la puerta, con lo cual habré llegado a los dos tercios del total, eso significa que…

—¿Has oído lo que te he dicho, muchacho?

Mort asintió. Entonces, me quedarán catorce carretillas más, pongamos quince, porque no he barrido bien en el rincón y así…

—¿Se te han comido la lengua los ratones?

—Mort —dijo Mort suavemente.

Ella lo miró furiosa.

—¿Qué?

—Me llamo Mort —repuso—. O Mortimer. Casi todo el mundo me llama Mort. ¿Querías hablarme de algo?

Por un momento, la muchacha se quedó muda, mientras su mirada iba del rostro de Mort a la pala y vuelta a empezar.

—El problema es que me han pedido que haga este trabajo —le explicó Mort.

La muchacha estalló.

—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué te ha traído mi madre?

—Me contrató en una feria de contratación —repuso Mort—. Se colocaron todos los muchachos. Y yo también.

—¿Y tú querías que te contratara? —le espetó la muchacha—. No sé si sabrás que es la Muerte. La Parca. Es muy importante. No es algo en lo que puedas convertirte, porque ella es, y punto.

Mort señaló vagamente en dirección a la carretilla.

—Espero que todo salga lo mejor posible —comentó—. Mi padre siempre dice que las cosas casi siempre resultan lo mejor posible.

Empuñó la pala, se dio la vuelta, sonrió al ver el trasero del caballo y entonces oyó que Ysabell se marchaba dando un bufido.

Mort continuó trabajando sin parar, pasó por los dieciseisavos, los octavos, los cuartos y los tercios, empujando la carretilla por el patio hasta el montón que había junto al manzano.

El huerto de la Muerte era grande, ordenado y bien cuidado. Era también muy, pero que muy negro. La hierba era negra. Las flores eran negras. En las ramas del manzano, escudadas tras negras hojas, brillaban unas manzanas negras. Hasta el aire parecía de tinta.

Al cabo de un rato, Mort creyó que alcanzaba a ver… no, era imposible que imaginara que podía ver… colores negros diferentes.

Es decir, no sólo tonalidades muy oscuras de rojo y verde o el color que fuera, sino verdaderos matices del negro. Todo un espectro de colores diferentes y todos muy… pues muy negros. Volcó la última carga, guardó la carretilla y regresó a la casa.

—PASA.

La Muerte se encontraba de pie, detrás de un atril, estudiando atentamente un mapa. Miró a Mort como si no se encontrara realmente allí.

—¿HAS OÍDO HABLAR DE LA BAHÍA DE MANTE? —le preguntó.

—No, señora —repuso Mort.

—LUGAR DE UN FAMOSO NAUFRAGIO.

—¿Cuándo ocurrió?

—OCURRIRÁ MUY PRONTO —dijo la Muerte—, SI LOGRO SITUAR EL MALDITO LUGAR.

Mort caminó alrededor del atril y espió el mapa.

—¿Va a hundir el barco? —preguntó.

La Muerte se mostró horrorizada.

—POR SUPUESTO QUE NO. SE PRODUCIRÁ UNA COMBINACIÓN DE DESCONOCIMIENTO DE LA NÁUTICA, AGUAS BAJAS Y VIENTOS EN CONTRA.

—Es horrible —dijo Mort—. ¿Habrá muchos ahogados?

—ESO DEPENDE DEL DESTINO —respondió la Muerte dirigiéndose a la estantería que tenía a su espalda, y sacó un voluminoso diccionario geográfico—. NO HAY NADA QUE YO PUEDA HACER. ¿DE DÓNDE SALE ESE OLOR?

—De mí —replicó Mort con sencillez.

—AH. LOS ESTABLOS. —La Muerte hizo una pausa sin apartar la mano del lomo del libro y luego preguntó—: ¿Y POR QUÉ CREES QUE TE MANDÉ A LOS ESTABLOS? PIÉNSALO BIEN.

Mort vaciló. Lo había pensado cuando hacía alguna pausa al contar las carretillas. Se había preguntado si el trabajo se lo habían asignado para que coordinara los movimientos con el cálculo mental, o si había sido para que se acostumbrara a obedecer, o si había sido para que comprendiera la importancia, a escala humana, de las pequeñas tareas, o si había sido para que supiera que incluso los grandes hombres han de comenzar desde abajo. Pero ninguna de aquellas explicaciones le parecía del todo adecuada.

—La verdad, señora… —comenzó a decir.

—¿SÍ?

—Pues para serle franco, creo que fue porque la mierda de caballo le llegaba ya hasta las rodillas.

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