Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Claro que en este zoológico se encontrarán individuos como el autor de la última réplica (Risas). Pero yo le corregiría: no un parque zoológico, sino un laboratorio. O, para ser más exacto: un instituto de investigación, donde la vida del hombre, con toda la complejidad de sus aspectos psíquicos, sociales, etc., será objeto de un estudio profundo, cuidadoso y atento. Esa vida, sin lugar a dudas, será estudiada —por alguna razón se realiza este experimento—, pero sin entrometerse en su curso; será estudiada en su evolución y progreso, y luego, al comprender su desarrollo, tal vez logren especificarlo y acelerarlo. Es todo lo que quería decirles. Esta es mi hipótesis. Ustedes pueden impugnarla, porque como toda hipótesis nueva, nacida de la imaginación, lleva en sí el germen de la contradicción y puede ser refutada. Sin embargo, a mí me es grato pensar que en un lugar lejano del Universo vive y evoluciona un corpúsculo de nuestra vida. No importa que haya sido copiada, no importa que haya sido sintetizada, lo que importa es que fue creada en aras de un gran objetivo: para el acercamiento mutuo de dos civilizaciones que hasta el presente están tan separadas, acercamiento cuyos cimientos fueron colocados en la Tierra. Y si acaso los visitantes regresaran, entonces volverían ya comprendiéndonos, enriquecidos por esa comprensión de que supieron tomar algo de nosotros y con el conocimiento seguro de lo que nos deben dar a fin de marchar juntos por la senda del progreso».

El escritor, levemente encorvado, abandonó la tribuna. Le acompañó un silencio profundo, un silencio mucho más elocuente que una tempestad de aplausos.

Capítulo 28 – La mancha violeta

Abrieron una especie de trinchera en el mismo borde de la meseta de hielo, que parecía cercenada por un cuchillo gigantesco. El profundo tajo que fulgía por la claridad y que reflejaba el azul del cielo carente de nubes, descendía desde la altura de un edificio de cinco pisos. No era realmente un corte, sino una excavación ancha, aproximadamente de 300 metros de diámetro, que se prolongaba hacia el horizonte. Su forma ideal y recta hacía recordar el cauce de un canal artificial en espera del agua. Este canal vacío, cortado en la masa de hielo, se extendía hasta la mancha violeta.

En la ininterrumpida pared del fuego frío y azul, esta mancha obscura parecía ser una entrada o una salida, por la que podía pasar libremente no sólo un cruzanieves, sino hasta un rompehielos de proporciones medianas, aun sin tocar sus bordes desiguales y pulsatorios. Enfoqué mi cámara en dirección a la mancha violeta, gasté varios metros de película y me detuve. La mancha era como otra cualquiera, sin presentar nada maravilloso.

La pared de fuego, por el contrario, superaba a todas las maravillas del mundo. Imagínese usted la llama azul de una lámpara de alcohol iluminada por detrás por los rayos de un sol pálido que penda sobre el horizonte. Las lenguas de fuego refulgen en la luz y adquieren tonalidades azules, ascienden una junto a la otra, pero no se funden en una llama densa y regular, sino que colindan por los bordes creando un fantástico cristal.

Imagínese ahora que las llamas hayan ascendido hasta la altura de un kilómetro, que se hayan doblado hacia adentro allá en el cielo azul pálido y confluido en un cristal gigante, que no refleja, sino que rapta toda la belleza del cielo pálido, de la mañana blanca y del sol lánguido. Fue un error llamarlo octaedro. En primer lugar, su parte inferior era plana como la meseta en que descansaba, y en segundo, porque tenía muchas caras irregulares y asimétricas, tras las cuales brillaba y serpenteaba un gas azul de sin par belleza.

—No puedo apartar mi vista de este fenómeno —dijo Irina cuando caminábamos por un campo de patinaje en dirección a la llama azul. Estábamos a 30 metros de ésta, pero no podíamos avanzar más porque nuestros cuerpos adquirían una pesadez invencible—. La cabeza me da vueltas como si estuviera en el borde de un precipicio. Yo vi las Cataratas del Niágara, son maravillosas, pero no se pueden comparar con lo que vemos ahora. Esto deja a uno hipnotizado.

Traté de contemplar la mancha violeta. Esta era real y hasta trivial: parecía una tela de color lila extendida y limitada por un marco deforme.

—¿Será ésta la entrada? —se preguntó en voz alta Irina—. Es la puerta que conduce al milagro.

Recordé a la sazón la conversación que mantuvieron ayer Thompson y Zernov.

—Ya le dije a usted que ésta es la entrada —afirmó Thompson—. Humo o gas. El diablo lo sabrá. Ellos pasaron por ella uno tras otro, en cadena. Lo vi con mis propios ojos. Ahora pasamos por ella nosotros.

—No, ustedes no, sino la onda explosiva dirigida —replicó Zernov.

—¿Y cuál es la diferencia? Les demostré que los hombres son capaces de razonar y hacer conclusiones.

—Si un mosquito encuentra un hueco en el mosquitero y chupa la sangre del hombre, ¿cree usted que eso es suficiente para afirmar que ese mosquito razona y hace conclusiones?

—¡Bah! ¡Ya me cansan estas conversaciones sobre las civilizaciones de mosquitos! Nosotros somos una civilización real y no mosquitos o bichos. A mi juicio, ellos se dieron cuenta de eso: y esto ya de por sí es un contacto.

—Nos costó demasiado caro. Una persona ha pagado ya con su vida.

—Fue un accidente elemental. Posiblemente los alambres de los detonadores se humedecieron o algo por el estilo. Todo puede suceder. Un petardista no es un jardinero. Además, Hanter pereció por su propia culpa, ya que tuvo tiempo suficiente para saltar a la grieta. De haberlo hecho, la onda explosiva rechazada habría pasado por encima de él.

—La rechazaron, a pesar de todo.

—Rechazaron sólo la segunda, no lo olvide, porque la primera traspasó la cortina. Es muy probable que Hanter, cuando lo intentó por segunda vez, se equivocase al determinar la dirección de la onda explosiva.

—Sería más exacto decir que ellos mismos determinaron la fuerza de la carga explosiva y la dirección de la onda, para luego rechazarla.

—Probaremos otra cosa.

—¿Qué? Ellos son insensibles a los rayos beta y a los rayos gamma.

—¿Y qué me puede decir del láser o de un chorro fuerte de agua? Yo me refiero a la utilización de un simple hidromonitor. Cualquier cambio realizado por nosotros en los medios para penetrar tras la mancha violeta, por sí mismo, es ya suficiente para dejarlos pensativos; y eso a su vez implica ya el contacto, o por lo menos, el preámbulo del contacto.

La nueva arma de Thompson fue llevada a quince metros de la «mancha». Por lo visto el campo de fuerza no actuaba en esa microrregión. Desde el lugar en que me encontraba, en la meseta, el hidromonitor me pareció ser un gato gris dispuesto a saltar sobre la presa. Su superficie metálica y pulida fulgía opacamente en la nieve. El mecánico inglés comprobaba por última vez no sé que embragues y contactos del aparato. A su lado habían abierto una zanja de dos metros de profundidad.

Irina no se encontraba aquí, ya que después de la muerte del minador, se había negado a presenciar los «suicidios» organizados y pagados por un maniaco cuyo lugar más seguro era el manicomio. El «maniaco», junto con Zernov y otros consejeros, daba órdenes personales por teléfono desde su cuartel general. Este se hallaba situado a poca distancia de donde me encontraba yo, en la meseta, y dentro de una cabaña construida de bloques especiales con aislamiento térmico. A su lado se divisaba un tanque de metal en cuyo interior se derretían grandes bloques de hielo, y el agua se suministraba al hidromonitor. A decir verdad, la expedición había sido abastecida y concebida, desde el punto de vista técnico, irreprochablemente.

Me preparé para comenzar a filmar. ¡Atención! ¡Empiecen! El chorro de agua a presión, como una espada brillante, atravesó la cortina gaseosa de la «mancha» sin encontrar resistencia alguna y desapareció, como si hubiese sido cortado con unas tijeras. Después de medio minuto el chorro de agua se desplazó por la «mancha», cruzó oblicuamente el espejismo de color violeta y se desvaneció de nuevo. Pese a mis binóculos de marinero, no logré apreciar cambio alguno en la estructura de la «mancha» —ni huecos, ni corrientes turbulentas o laminares— que podía haberse producido por el impacto del chorro de agua en un medio afín.

Esto se prolongó no más de dos minutos. De repente la «mancha» se desplazó hacia arriba como una mosca por una cortina azul. El chorro de agua, al encontrarse con el centelleo azul, no lo atravesó, sino que se dispersó, como se dispersa el agua de una bomba de incendios al chocar contra los cristales de una vitrina. Al instante, el chorro de agua rechazado formó una tromba y, en movimiento circular descendente, cayó sobre la meseta.

No pretendo arrogarme la exactitud en la descripción de este fenómeno. Los especialistas que posteriormente vieron la película afirmaron que en el movimiento del chorro de agua existía cierta regularidad. Pero a mí me pareció tal como lo describí.

Por unos minutos continué filmando, luego cerré mi cámara, pensando que lo que acababa de filmar era suficiente para la ciencia, y para el público hasta era más que suficiente. En ese instante, el chorro de agua también cesó. Thompson, al parecer, se dio cuenta de lo absurdo que era seguir el experimento. La «mancha», mientras tanto, subía más y más hasta desaparecer a gran altura, tras la curva de las gigantescas lenguas azules que se torcían hacia adentro.

Esta fue la cosa más impresionante que observé en Groenlandia, pese al gran número de impresiones que tuve desde mi salida de Paris. La primera de ellas fue el maravilloso aeropuerto de Copenhague, luego siguieron los sándwiches daneses de muchas capas y, finalmente, el paisaje multicolor de Groenlandia cuando nos aproximábamos volando a sus costas: el blanco perfecto de la meseta de hielo en el norte; el negro de la altiplanicie en el sur, donde el hielo había sido rapado; el rojo oscuro de los promontorios de las montañas costeras; el azul del mar, pasando al verde opaco de los fiordos y, al final, el viaje en goleta a lo largo de la costa hacia el norte en dirección a Umanak, desde donde partió por última vez la famosa expedición de Wegener.

En la «Akiuta» —así se llamaba la goleta— nos encontramos en una atmósfera de turbulencia general y en medio de una excitación incomprensible que hizo presa de toda la tripulación, desde el capitán hasta el cocinero. Como desconocíamos los idiomas escandinavos seguíamos sin comprender el porqué de toda esta inquietud, y posiblemente habríamos seguido sin comprenderla a no ser por la ayuda que nos prestó el doctor Carlos Petersen, miembro de la estación polar Godhaven, quien resultó ser una persona muy comunicativa con un conocimiento excelente del idioma inglés.

—¿Habían visto ustedes antes nuestros fiordos? —preguntó, bebiendo café en la sala de pasajeros—. ¿No? Bien, pues antes, hasta en julio, el viento empujaba el hielo del mar. Aparecían campos de hielo de tres y de cinco kilómetros. En Godhaven, durante todo el año, la mitad de la bahía se cubría de hielo. Caravanas de icebergs descendían desde los glaciares de Upernivik y desde regiones más al norte, y todo el golfo de Baffin se llenaba de ellos tomando el aspecto de una carretera muy agitada. Dondequiera que mirábamos nos encontrábamos con dos o tres icebergs. Ahora, en cambio, podemos navegar todo el día y no ver ni un solo. ¡Y qué clima más templado! En el agua y en el aire. ¿Han notado la inquietud de la tripulación? Amenazan con dejar la goleta para pescar los bancos de arenques y bacalaos que están llegando desde las aguas de Noruega. Afirman, además, que desde el aire es posible verlos hasta en los fiordos orientales. Pienso que, por lo menos, ustedes han visto el mapa de nuestro país. ¿Qué es nuestro litoral oriental? Por él ni en invierno ni en verano se puede pasar, porque todo el hielo polar ruso se concentra en ese lugar. ¿Y dónde está ahora todo ese hielo polar? ¿En Sirio? Nada más sé que los «jinetes» se lo llevaron con ellos. A propósito, ¿por qué los llaman «jinetes»? Quienes los vieron afirman que parecen más bien globos o dirigibles. Yo personalmente no he tenido la suerte de observarlos. Quizás aparezcan durante nuestra travesía o en Umanak.