Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Y aquí surge una nueva pregunta: Zernov supuso la posibilidad de que en la creación del avión-doble en la ruta Moscú-Mirni se había empleado otro sistema. ¿No coincide esto con lo que Martin escribió? Esta pregunta la planteé a Zernov.

—Sí, en algunos aspectos —respondió Zernov, después de meditar—. Es obvio que las «nubes» crean diversas copias de manera distinta. ¿Recuerda usted la niebla purpúrea del avión, que no dejaba ver a los pasajeros vecinos? Desconocemos con exactitud la densidad que alcanzó la niebla de Sand City. Los periódicos informan que el aire era transparente y puro y estaba tan sólo coloreado de rojo. Posiblemente que los tipos de las copias estén en relación directa con la densidad del gas. Mi opinión es que la gente de la ciudad de Martin era menos humana que los pasajeros de nuestro avión-doble. ¿Por qué? Tratemos de resolver este problema. En Karachi, usted lo recuerda muy bien, yo afirmé que los pasajeros de nuestro avión no fueron copiados en toda su complejidad biológica, sino solamente en sus funciones específicas. Toda la compleja vida psíquica del hombre se echó a un lado, se rechazó, por la sencilla razón de que los creadores de las copias no la necesitaban. Empero, los pasajeros de nuestro avión no eran simplemente pasajeros, como otros cualesquiera. ¿Acaso su única relación social era la de viajar en un mismo avión? No. Entre ellos existía algo más: el año vivido en conjunto, el trabajo, amistad o aversión para con los vecinos, los planes futuros, los sueños de encontrarse con personas amadas y parientes. Estas circunstancias ampliaban y complicaban su función de pasajeros. He ahí la razón por la cual los creadores de las copias no podían limitarse a una simple función y se vieron obligados a complicarla, conservando algunas células de la memoria y determinados procesos mentales. Yo creo que la vida en el avión-doble transcurría similarmente a la nuestra.

—Es decir, ¿que se repetía como una grabación magnetofónica? —le dije.

—Pienso que no. Recuerde que ellos crean copias y no patrones. Ni en la ciudad de Martin la vida repetía todo lo que sucedía en la Sand City real. Le puedo dar un ejemplo: la persecución policial. Pero preste atención a un dato muy curioso: la gente de la ciudad copiada se diferencia más aún de las personas reales. Las copias encarnan una función como tal: el transeúnte camina, el que pasea, pasea, el chofer sólo conduce el automóvil, el vendedor vende u ofrece mercancías, el comprador las compra o rechaza. Y nada más. Sin embargo, pese a esa actividad tan limitada, ellos no son muñecos. Pueden razonar, pensar y actuar, aunque sólo dentro de los límites de sus funciones. Si usted le dijese a la camarera de una cafetería de la ciudad-copia que no le agradan las salchichas, ésta le contestaría que las salchichas conservadas no se estropean, que la lata fue abierta un cuarto de hora antes, pero que, si usted insiste, ella le puede traer en cambio un bistec asado o un bistec con sangre, como lo desee. Puede coquetear con usted, y, si ella es aguda, hasta podría contarle un chiste. ¿Por qué? Porque todo esto entra dentro de su función profesional. He ahí la razón por la cual no recordó a Martin: él no estaba asociado con su trabajo.

—Pero, ¿por qué los policías lo recordaron? —inquirió Irina—. Él, pues, no asaltó ningún banco, no atentó contra los bolsillos de persona alguna y no anduvo como un boxeador borracho boxeando por las calles. ¿Dónde está la relación con la función?

—¿Recuerda usted el recorte del periódico? Durante la niebla, en Sand City fue golpeado un abogado neoyorquino, y la policía, lamentablemente, no pudo encontrar a los malhechores. ¿Le ha prestado atención a ese «lamentablemente»? La policía sabía naturalmente quiénes habían sido los autores del hecho, pero no se disponía a buscarlos. Pero, ¿por qué no encontrar a alguien que ocupara el lugar de los verdaderos culpables, a un borracho o a cualquier vagabundo? Estos eran los propósitos de la policía en aquel momento. En la Sand City real ella no pudo encontrar a nadie; en cambio, en la copiada se le vinieron a mano Martin y sus amigos.

—Yo hubiera querido estar en su lugar —dije con envidia.

—¿Y recibir un balazo en la frente? ¿Cree que sus balas no eran reales?

—Sí, pero las de Martin también eran reales. ¿No piensa que él probablemente falló el tiro?

—No, no pienso eso —repuso Zernov—. Posiblemente los traumas peligrosos para el hombre no lo son para estos biorrobots. Es muy probable que sus cuerpos no sean afines a los del hombre normal.

—¿Y sus ojos? Ellos vieron a Martin.

—Esto es como un crucigrama —dijo Irina riéndose—. Al poner la palabra en los cuadritos, te das cuenta de que es otra: unas letras coinciden y otras no.

—Ciertamente, esto es como un crucigrama —respondió alegre Zernov—. ¿Y qué otra cosa puede ser? Si colocáramos a aquel policía en la mesa de operaciones y le abriéramos el vientre, sabríamos si tiene o no tiene estómago e intestinos. Pero, ¿qué tenemos para resolver este problema? ¿Una regla de cálculo? No. ¿Un microscopio? No. ¿Rayos X? Tampoco. Resulta cómico, pero hasta ahora no poseemos nada, excepto nuestra lógica. Anojin, ni sus palabras ni sus ojos son iguales a los nuestros —afirmó, respondiendo a mi réplica—. Ellos podían ver a Martin, pero eran incapaces de notar el sol. Sus ojos no eran los nuestros, porque estaban programados para existir solamente dentro de los límites de cierta hora copiada; hasta el tiempo había sido copiado. Los automóviles que corrían por la carretera habían sido creados en movimiento, dentro de los límites del mismo intervalo de tiempo y del mismo sector del espacio. A ello se debe que surgieran de la nada y desaparecieran en la nada. A decir verdad, esto es realmente un crucigrama —concluyó riéndose.

—Más bien un camuflaje —especifiqué—. Un camuflaje tal como sus casas, cuyas paredes exteriores eran reales y cuyo interior estaba vacío, solo existía la nada negra. Sin embargo, hubiera deseado verlo —dije suspirando—. Nos dirigimos al Congreso como testigos oculares, pero, ¿qué hemos visto? Podemos afirmar que no hemos visto casi nada.

—No se preocupe —repuso Zernov misteriosamente—. Veremos aún muchas cosas. Tanto tú, como Martin y yo estamos marcados. Nos mostrarán todavía algo nuevo, quizás accidental o tal vez premeditadamente. Temo que sea así.

—¿Tiene miedo? —inquirí asombrado.

—Sí, tengo miedo —respondió Zernov e hizo mutis.

El avión cruzó una nube y empezó a descender al encuentro de la ciudad distante, oculta en una niebla color lila en donde se notaba la perforada Torre Eiffel, familiar desde la infancia. Desde lejos, parecía un obelisco tejido del más fino hilo de nylon.

Tercera parte: Julieta y los espectros

Capítulo 17 – Conferencia de prensa en el hotel «Au Monde»

Debido a la próxima apertura del Congreso, Paris estaba abarrotado de turistas. Nuestra delegación se alojó en el hotel «Au Monde», un pequeño establecimiento no de primera, pero orgulloso, posiblemente, por lo vetusto de su construcción. Sus escaleras de madera crujientes, sus cortinas aterciopeladas y polvorientas y sus candelabros arcaicos y suntuosos nos retrotraían a los días de Balzac. Las velas ardían por doquier: en las mesas, en las peanas, en las lápidas marmóreas de las chimeneas; pero ardían, no como un tributo a la moda, sino como unos competidores testarudos de la electricidad que aquí soportaban a desgana. A los norteamericanos les agradaba todo esto y a nosotros nos tenía sin cuidado, tal vez porque apenas permanecimos diez minutos dentro de la habitación. Irina y yo, aprovechando las dos horas libres que teníamos antes de la apertura de la conferencia de prensa, hicimos un pequeño recorrido por la ciudad eterna. Yo abría la boca de admiración, al observar las maravillas de la arquitectura, en tanto que ella me explicaba condescendientemente cuándo y en honor a quién fue construido uno u otro edificio.

—¿Por qué conoces Paris tan bien? —pregunté intrigado.

—Es la tercera vez que visito esta ciudad. Además, yo nací en Paris. Aquí, por estas calles, me pasearon en el coche para niños. Te hablaré de ello algún día —dijo enigmática y, de repente, se echó a reír—: Hasta el portero del hotel me recibió como a una vieja conocida.

—¿Cuándo?

—Cuando le pagabas al chofer del taxi. En ese mismo momento Zernov y yo entrábamos en el hall. El portero —con aspecto de un lord calvo— nos miró con su indiferencia profesional y luego, repentinamente, abrió los ojos desmesuradamente, dio un paso atrás y fijó la mirada en mí.

—¿Qué le sucede?» —le pregunté asombrada. Pero él siguió inmóvil y sin articular palabra. A poco, Zernov inquirió: «¿Ha reconocido usted, tal vez, a la señorita?».

—»No, no —respondió, volviendo en sí—. Es que la señorita se parece mucho a una de nuestras huéspedes». Pese a sus palabras, yo tenía la impresión de que él me conocía, aunque yo nunca había estado en este hotel. Es muy extraño, ¿verdad?

Cuando regresamos al hotel, el portero ni siquiera miró a Irina; en cambio, me sonrió y me dijo, que ya me estaban esperando: «Vaya directamente al tablado».

La conferencia iba a empezar justamente en el hall del restaurante del hotel. Ya nos aguardaban. Los norteamericanos habían llegado y ocupado una gran parte del tablado de variedades. Los operadores de la televisión hacían girar sus fantásticos aparatos negros. Los reporteros, armados de cámaras fotográficas, cámaras de filmar, libretas de notas y magnetófonos, se encontraban acomodados ya a las mesas. Los camareros, en constante trajín, llevaban botellas con etiquetas multicolores. En nuestra mesa, sita en el tablado, había también botellas: los norteamericanos se ocuparon de ello. Irina se quedó en la sala porque nadie necesitaba su ayuda: todos o casi todos los presentes hablaban francés e inglés. A decir verdad, mi francés no era muy bueno —yo lo comprendía mucho mejor que lo hablaba—; pero supuse que la presencia de Zernov me libraría de la necesidad de hablar. Fui mal profeta. Los periodistas se preparaban para sacarme todo lo que sabía de las «nubes», en calidad de «testigo del fenómeno»; tanto más que yo era el creador de la película que impresionaba a Paris ya la segunda semana.

La conferencia de prensa estaba presidida por MacAdo, astrónomo de MacMurdo, quien se había habituado a las bromas de los periodistas sobre MacAdo de MacMurdo, que, aludiendo a la comedia de Shakespeare «Mach ado about nothing», armaban mucho ruido en relación con MacAdo. Poseía un carácter firme, difícil de turbar. Como un timonel muy experimentado, conducía maestramente nuestra nave a través de las tempestades de la conferencia. Hasta tenía una voz de capitán, fuerte e imperativa, y era capaz de asediar, en los momentos necesarios, a los interrogadores latosos.

Al referirme a la tempestad, no lo hice accidentalmente. Tres horas antes los corresponsales habían tenido un encuentro, en un hotel de Paris, con otro «testigo del fenómeno» y delegado al Congreso, el almirante Thompson. Este se negó a tomar parte en la conferencia de prensa, aduciendo motivos que prefirió exponer posteriormente a los periodistas en conversaciones privadas. El quid de estos motivos y la esencia de sus declaraciones se pusieron en claro después de las primeras preguntas que nos hicieron los periodistas. Los delegados respondían a las preguntas dirigidas directamente a ellos; por otra parte, las preguntas indirectas eran contestadas por MacAdo. No acierto a recordarlas todas, pero aquellas que no olvidé se quedaron grabadas en mi memoria como en una cinta magnetofónica.

—¿Están ustedes al tanto de la conferencia de prensa dada por el almirante Thompson?

Esta fue la primera pelota de tenis que nos lanzaron desde la sala y que, en el acto, fue rechazada por la raqueta del presidente:

—Lamento decirles que no sé nada de ella, pero, hablando con honestidad, no me inquieta en absoluto.

—Pero las declaraciones del almirante son sensacionales.

—Es muy posible.

—El demanda medidas preventivas contra las «nubes» rosadas.

—Entonces, infórmelo en su periódico. Les ruego que empiecen a hacer las preguntas pertinentes.