Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—¿Qué diría usted si algunas delegaciones de la ONU demandaran acciones punitivas contra los «visitantes»?

—No soy ministro de la guerra para responder a tales demandas.

—Pero, ¿y si usted fuera ministro de la guerra, qué haría?

—Yo no aspiro a tal puesto.

Risas y aplausos fueron las respuestas de la sala. MacAdo arrugó el entrecejo: despreciaba los efectos teatrales. Y, sin reírse, se sentó, por cuanto el interrogador derrotado había hecho mutis.

Pero fue sustituido por el segundo, quien sin deseos de chocar con la elocuencia de MacAdo, buscó otra víctima:

—Yo quisiera hacerle una pregunta al profesor Zernov. ¿Está o no está usted de acuerdo con la afirmación de que las acciones de las «nubes» rosadas pueden amenazar la existencia de la humanidad?

—No, naturalmente, no estoy de acuerdo con esa afirmación —respondió rápido Zernov—. Hasta ahora las «nubes» rosadas no le han causado ningún daño a la humanidad. La desaparición de las masas de hielo terrestre sólo mejorará el clima. Repito: ni la naturaleza ni las obras del hombre han sufrido daño.

—¿Insiste usted en ese punto de vista?

—Absolutamente. Las únicas pérdidas que tuvimos fueron el taburete que desapareció en Mirni junto con mi doble y el automóvil que Martin abandonó en la ciudad Sand City duplicada.

—¿Qué automóvil?

—¿Cuándo?

—¿Dónde está Martin?

—Martin llegará hoy por la tarde —dijo MacAdo.

—¿Estaba él en Sand City?

—Pregúntelo a él mismo.

—¿De qué modo el profesor Zernov se enteró de la desaparición del automóvil de Martin?

MacAdo se volvió hacia Zernov y le miró interrogativamente como preguntándole: «¿Vas a responder?» Zernov respondió:

—Lo sé por las informaciones personales del propio Martin. Considero que no tengo poderes para dar detalles de todo lo ocurrido. Ahora bien, creo que aquel taburete viejo y aquel automóvil de segunda mano no representan una gran pérdida para la humanidad.

—¡Quisiera hacerle una pregunta al profesor Zernov! —gritó alguien desde la sala—. ¿Cuál es su opinión respecto a las declaraciones del almirante Thompson en el sentido de que los dobles son la quinta columna de los invasores y el preludio de la futura guerra entre galaxias?

—Mi opinión es que el almirante ha leído muchos libros de ciencia-ficción y los ha tomado por realidad.

—Quisiera que mi pregunta fuera respondida por Anojin, el autor de la película. Según considera el almirante, usted es el doble, la película fue filmada por el doble y en el episodio donde perece el doble en la película el que pereció fue el propio Anojin. ¿Cómo podría usted demostrar que eso no es cierto?

Yo me encogí de hombros. ¿De qué modo podría demostrarlo? MacAdo respondió por mí:

—Anojin no necesita demostrarlo. En la ciencia se utiliza el principio inviolable de «presunción del hecho establecido». Los científicos no necesitan comprobar y verificar la falsedad de cualquier afirmación infundamentada. Está en manos del autor demostrar que la afirmación es verdadera.

La sala de nuevo aplaudió, pero esta vez, el largirucho MacAdo interrumpió los aplausos:

—Señores, esto no es un espectáculo.

—¿Qué nos puede decir el presidente sobre Thompson? —inquirió alguien—. Sabemos que usted trabajó con el almirante durante un año en la expedición antártica. ¿Cuál es la impresión que tiene de él como científico y como hombre?

—Esta ha sido la pregunta más razonable de todas —afirmó sonriéndose MacAdo—. Lamentablemente no puedo satisfacer la curiosidad del interrogador. El almirante y yo trabajamos en una misma expedición científica y en un mismo punto geográfico; pero en ramas diferentes. El es un administrador y yo soy un astrónomo. Nuestros contactos no eran frecuentes. El nunca mostró ningún interés particular hacia mis observaciones astronómicas y yo no quise saber nada de sus habilidades administrativas. Supongo que él mismo no pretende tener el título de científico; por lo menos, yo no conozco sus obras científicas. Como persona, no le conozco del todo, aunque tengo la plena convicción de que es un individuo honesto y que no actúa por intereses egoístas ni políticos. No es anticomunista ni toma parte en la campaña presidencial. Todo lo que proclama está basado, a mi modo de ver las cosas, en un prejuicio falso y en conclusiones erróneas.

—A su juicio, ¿cómo debe actuar la humanidad?

—Las recomendaciones las dará nuestro Congreso.

—Entonces, yo tengo una pregunta que le concierne como astrónomo. ¿De dónde cree usted que llegaron esos monstruos?

MacAdo se rió sincera e involuntariamente por primera vez.

—Yo no encuentro en ello nada monstruoso. A veces parecen jinetes o alas en forma de delta; otras veces, son semejantes a una flor grande y bella y en otras ocasiones toman el aspecto de un dirigible. Sus concepciones estéticas son posiblemente muy diferentes a las nuestras. Sabremos de dónde llegaron cuando ellos mismos deseen responder a esa pregunta, si es que logramos, naturalmente, hacerles esa interrogante. Puede ser que llegaron de un sistema estelar vecino al nuestro. Tal vez de la nebulosa de Andrómeda o de la nebulosa de la constelación del Triángulo. Es absurdo tratar de adivinarlo en estos momentos.

—Dijo usted: «Cuando ellos mismos deseen responder a esa pregunta». Siendo así, ¿cree usted que el contacto es posible?

—Hasta el momento, ni uno solo de los intentos ha dado resultado. Sin embargo, el contacto es factible. Estoy convencido de ello; siempre y cuando ellos sean seres racionales y no biosistemas con un programa determinado.

—¿Alude usted a los robots?

—No, no aludo a los robots; me refiero, en general, a sistemas programados, en cuyo caso el contacto dependería del programa.

—¿Y si ellos son sistemas autoprogramados?

—Entonces, todo dependerá de cómo varía el programa bajo los efectos de los factores externos. Las tentativas para establecer contacto con ellos son también un factor externo.

—Quisiera que mi pregunta fuese contestada por Anojin. ¿Observó usted el proceso mismo de la copia?

—Este no puede ser observado —repuse—, porque el hombre se encuentra en estado comatoso.

—Pero es que ante sus ojos apareció una copia del cruzanieves, una máquina gigantesca construida de plástico y metal. ¿De dónde surgió? ¿De qué materiales fue construida?

—Surgió del aire —afirmé. En la sala se rieron.

—Esto no es nada risible —dijo Zernov—. Surgió precisamente del aire, de elementos desconocidos e introducidos en éste por un procedimiento que ignoramos.

—Entonces, fue un milagro —afirmó una voz con ironía.

Pero Zernov no se desconcertó.

—Se consideraban milagros, en épocas remotas, todos aquellos fenómenos que la ciencia de entonces no sabía explicar. Nuestro nivel de desarrollo acepta también lo inexplicable, pero supone que las aclaraciones serán dadas posteriormente, a medida de que progrese la ciencia. Y el alcance actual de ésta nos permite suponer que, aproximadamente, en la mitad o al final del próximo siglo, será posible reproducir objetos con la ayuda de ondas y campos. Ahora bien, ¿qué ondas y qué campos? Eso ya es asunto de la ciencia futura. Personalmente estoy convencido de que en aquel confín del Cosmos de donde llegaron estos visitantes, la ciencia y la vida han alcanzado ya tal nivel de desarrollo.

—¿Qué clase de vida puede ser ésa? —inquirió una voz femenina, histérica, según pude notar, y dominada por el terror—. ¿Cómo podremos nosotros conversar con ellos si son líquidos, qué contacto lograremos si son gases?

—Tome un poco de agua —le propuso MacAdo tranquilamente—. No la veo a usted, pero, según parece, se encuentra superexcitada.

—Yo simplemente comienzo a creer en las palabras de Thompson.

—Felicito a Thompson por su nueva partidaria. En lo referente al líquido o a la estructura coloidal pensantes, quisiera decirle que nosotros existimos en un estado semilíquido y que la química de nuestra vida es la química del carbono y de las soluciones acuosas.

—¿Y la química de la vida de ellos?

—¿Cuál es el disolvente? El nuestro es el agua, pero, ¿y el de ellos?

—¿Es acaso vida fluórica?

La respuesta llegó de un norteamericano sentado en el extremo:

—Todo lo que les diré es solamente una hipótesis. ¿Es la vida de ellos fluórica? Lo ignoro, pero en ese caso el disolvente tendría que ser fluoruro de hidrógeno u óxido de flúor. Siendo así, su planeta sería un planeta frío, puesto que para los seres fluóricos la temperatura ideal es la de cien grados bajo cero. En ese medio, algo frío, hablando con modestia, podría surgir la vida amoniacal. Esto es incluso más factible, debido al hecho de que el amoníaco se encuentra en la atmósfera de muchos planetas grandes, y el amoníaco líquido puede existir hasta con una temperatura de 35° bajo cero. O sea, casi las condiciones terrestres. Y si pensamos en la adaptabilidad de esos visitantes a las condiciones terrestres, entonces la hipótesis amoniacal resultará más probable. Ahora bien, si suponemos que los visitantes por sí mismos crean las condiciones necesarias para su vida, es posible exponer otras hipótesis cualesquiera, hasta las más absurdas.

—Tengo una pregunta para el presidente, como matemático y como astrónomo. ¿A qué se refería el matemático ruso Kolmogorov al decir que si nos encontráramos con una vida extraterrestre podríamos simplemente no reconocerla? ¿No es esto un caso idéntico?

MacAdo, de modo muy serio, le paró:

—Él, sin duda alguna, no pasaba por alto las preguntas que se hacen a veces en las conferencias de prensa.

La sala se rió de nuevo y los reporteros, esquivando a MacAdo, empezaron otra vez el ataque por los flancos. Su nueva víctima fue el físico Vierre, que acababa de tomar whisky con soda.

—Señor Vierre, ¿es usted especialista en física de las partículas elementales?

—Sí.

—Bien: si las «nubes» son materiales (el que interrogaba manejaba su micrófono a guisa de pistola), entonces deben estar constituidas de partículas elementales conocidas por la física. ¿No es así?

—No lo sé. Quizás no sea así.

—Pero es que la mayor parte del mundo que conocemos está formada de nucleones, electrones y cuantos de radiación.

—¿Y si esas «nubes» pertenecen a la menor parte del mundo que conocemos o al mundo que ignoramos en absoluto? ¿Y si el mundo de ellas es un mundo de partículas completamente nuevas para nosotros y que no tienen analogía en nuestra física?

El interrogador se rindió, abatido por las suposiciones inesperadas de Vierre. En ese momento alguien volvió a recordarse de mí:

—Señor Anojin, ¿nos podría usted decir su opinión respecto a la canción que acompaña a su película aquí en Paris?

—No conozco tal canción —repuse—. Yo no he visto aún mi película aquí en Paris.

—Pero ésta ha dado ya la vuelta al mundo. En todos los países la interpretan los cantores más conocidos. Tal vez la oyó en Moscú.

Me encogí de hombros.

—La canción, sin embargo, fue compuesta por un ruso. Javier solamente la adaptó al jazz —siguió diciendo; luego, comenzó a cantar en francés las familiares letras de… «los jinetes del mundo incógnito, el cielo vuelven a cruzar…»

—La conozco —le grité—. El autor es mi amigo Anatoli Diachuk, que participó también en nuestra expedición antártica.

—¿Dichuk? —inquirieron en la sala.

—No Dichuk, sino Diachuk —corregí—. El es poeta, científico y compositor… —Noté la mirada irónica de Zernov, pero no le presté atención: yo le daba fama mundial a Anatoli y lanzaba su nombre a todos los periódicos de Europa y América; y, descuidándome de la musicalidad, empecé a cantar—: «Jinetes del mundo incógnito… ¿Qué es esto? ¿Un sueño, un mito…? La Tierra en espera de un milagro… Aterida ahoga su grito».

Todos los presentes me acompañaban: unos en francés, otros en inglés y otros sólo tarareaban la melodía. Cuando todo quedó en silencio, el larguirucho MacAdo tocó delicadamente su campanilla y dijo:

—Señores, creo que la conferencia de prensa ha llegado a su fin.