Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó Ozhogin con inquietud—. ¿Es éste nuestro final?

—No lo creo así —le respondí inseguro.

De pronto, antes de que hubiesen transcurrido diez minutos, la montaña de hielo se sacudió y empezó a elevarse lentamente.

—¡Apartémonos! —le grité a Konstantín.

Este, dándose cuenta del peligro, lanzó el helicóptero a un lado de la peligrosa ruta. El témpano azulado de hielo resplandecía al ser tocado por los rayos del astro y pendía por encima del agua. Imagínese usted a una montaña enorme cortada por la base y levantada al aire como un globo de juguete. Y esa montaña fulguraba con miríadas de zafiros y esmeraldas como derretidos sobre su superficie. Esta era una escena tan majestuosa, que todos los camarógrafos del mundo hubiesen dado la vida por verla.

Yo era ahora el rey de todos ellos. Solamente Ozhogin, yo y los astrónomos de Mirni tuvimos la suerte de presenciar este espectáculo incomparable: una montaña de hielo levantándose del agua, flotando sobre las tres amapolas encarnadas y alejándose junto con ellas hacia la profundidad insondable del espacio cósmico. Y los «bumerangs», saliendo del agua y lanzando chorros de vapor, adentráronse en el continente en orden de caballería. Los cúmulos arremolinados servían de camino por el que ellos corrían a guisa de jinetes. ¡Jinetes!

Esta comparación fue inventada ulteriormente, y no por mí. Ahora la oía de boca de Anatoli que tocaba su guitarra.

—¿Te gusta? —preguntó él.

—¿Qué? —inquirí a su vez sin comprenderle.

—La canción, naturalmente —explicó.

—¿Qué canción? —quise saber sin entenderle aún.

—Entonces no la has escuchado —afirmó y suspiró—. Me lo suponía. Tendré que repetirla: no soy orgulloso.

Y empezó a cantar como un chansonnier sin voz que no deseara alejarse del micrófono.

Yo, a la sazón, desconocía el destino envidiable que le estaba destinado a esta canción compuesta por una celebridad fortuita futura.

—Jinetes del mundo incógnito… ¿Qué es esto? ¿Un sueño? ¿Un mito…? La Tierra en espera de un milagro… Aterida ahoga su grito… Late el pulso del Planeta… ¿Quién interrumpe su ritmo…? Los jinetes del mundo incógnito… ¿No es más que un espejismo? La trama es conocida… La tragedia es vieja como el mundo… Hamlet resuelve de nuevo… La misma y eterna pregunta… ¿Quiénes son? ¿Gentes? ¿Dioses…? Gime la nieve derretida… Los jinetes del mundo incógnito… Siguen su ruta desconocida…

Hizo una pausa y luego continuó, ahora con un tono mayor.

—¿Quién penetra sus intenciones…? Y ellos, ¿a quién conocerán…? Ya es tarde, amigo, ya es tarde… a nadie podemos culpar… Es imposible creerlo… Mas mira, mira allá… Los jinetes del mundo incógnito… El cielo vuelven a cruzar…

Suspiró y me miró, esperando mi reacción.

—No está del todo mal —le dije—. La canción se puede cantar, pero…

—Pero, ¿qué?

—¿De dónde has sacado ese pesimismo? «Ya es tarde, amigo, ya es tarde, a nadie podemos culpar…» —canté con burla—. ¿Qué es tarde? ¿Y por qué es tarde? ¿Y por qué debemos de culpar a alguien? ¿Te da lástima el hielo? ¿Te compadeces de los dobles? Sería mejor que me quitaras los sinapismos; ya no puedo soportarlos más.

Anatoli, quitándome los sinapismos, me dijo:

—A propósito, los acaban de ver en el Ártico.

—¿A los sinapismos?

—No bromees; no tiene ninguna gracia.

—Más bien da espanto. «Jinetes del mundo incógnito».

—Podría ser terrible. Ya están cortando hielo hasta en Groenlandia. Los telegramas lo informaron.

—Bueno, ¿y qué? Habrá más calor.

—¿Y si se apoderan de todo el hielo que hay en la Tierra? O sea, en el Ártico, en la Antártida, en las montañas y en los océanos. ¿Eh? ¿Qué sucedería, pues?

—Deberías saberlo mejor que yo; eres climatólogo. Pienso que en el Mar Blanco podríamos pescar sardinas y en Groenlandia sembraríamos naranjas.

—Sí, pero en teoría —afirmó y suspiró—. ¿Quién puede predecir lo que sucederá en realidad? Nadie. Y no es tanto el hielo lo que me intranquiliza, sino… Lee sin falta el discurso de Thompson publicado por la agencia TASS —me rogó, señalando el paquete de periódicos.

—¿Qué sucede? ¿Está sembrando pánico?

—¡Y cómo!

—El sembró pánico hasta en Mirni. ¿Lo recuerdas?

—Sí, él es un tío muy difícil. No sólo a nosotros hará perder la calma. A propósito, él empleó nuestra palabrita, transmitida por Lisovski: «Jinetes del mundo incógnito».

—Pero si ese término fue inventado por ti —le recordé.

—Sí, pero, ¿quién lo difundió?

Un artículo sobre las «nubes» rosadas escrito por el corresponsal del periódico «Izvestia», Lisovski, al regresar de Mirni, había encontrado eco en todos los periódicos del mundo. En él, Lisovski empleó el término: «Jinetes del mundo incógnito». Aunque el verdadero inventor fue Anatoli, quien, al mirar las «nubes» desde la ventana del avión, gritó: «¡Jinetes! ¡Juro que son jinetes!».

—¿De dónde llegaron? —inquirió alguien.

—¿Crees que lo sé? Del mundo incógnito.

A la sazón Lisovski repitió en voz alta:

—Jinetes del mundo incógnito. Como título del artículo no está mal.

Al rememorarlo, Tolia y yo nos miramos. Eso fue exactamente lo que sucedió.

Capítulo 10 – El avión fantasma

¿Y qué sucedió realmente?

Nuestro avión a reacción volaba desde el aeródromo helado de Mirni en dirección a las costas sureñas del continente africano. Bajo nosotros flotaba la bruma blanquecina de las nubes, semejantes a un campo nevado cerca de una estación de ferrocarril sombreado por el hollín de las locomotoras. A ratos, las nubes separábanse y entre su nebulosidad surgían ventanas por las que atisbábamos el plomizo océano.

La cabina del avión la llenaban personas que habían sido familiarizadas entre sí gracias al invierno antártico: geólogos, pilotos, glaciólogos, astrónomos y aerólogos. Los acompañaban, como invitados, varios periodistas, que olvidaron posteriormente su calidad de invitados y se mezclaron con los invernantes de ayer en una masa homogénea. Los presentes charlaban, como es natural, sobre las «nubes» rosadas, aunque no con seriedad, sino de un modo humorístico, lanzando bromas y expresiones ingeniosas. En una palabra, tenía lugar una conversación amena y habitual en la que todos tomaban parte.

Los «bumerangs» rosados surgieron inesperadamente sobre las nubes, penetrando en ellas y dando saltos a guisa de jinetes, que trotaron por la estepa. Fue ésa precisamente la razón por la que los compararon con jinetes, a pesar de que podían ser parangonados con cualquier cosa, debido a sus constantes cambios de forma, muy a menudo por causas desconocidas para nosotros. Lo mismo ocurrió ahora. Seis o siete —no recuerdo la cantidad— «bumerangs» remontáronse a nuestro encuentro, tomaron el aspecto de buñuelos, ensombreciéronse y cubrieron el avión con un capullo purpúreo impenetrable. Para suerte nuestra, el piloto continuó conduciendo el avión como si no hubiera sucedido nada. Tal vez se dijo para sí: «Si esto es un capullo, ¡volemos por el capullo!»

En el compartimiento de pasajeros imperaba un silencio sepulcral. Todos aguardaban algo y, temerosos, se miraban mutuamente sin osar articular palabras. La niebla roja penetraba ya en el compartimiento a través de las paredes del avión. Nadie sabía de qué modo lo hacía. Daba la impresión de que para esta niebla no existían obstáculos sólidos, o que ella misma era inmaterial, ilusoria y creada por nuestra mente. Pronto la niebla ocupó todo el compartimiento y sólo una extraña sombra purpúrea más intensa nos hacía notar a los pasajeros vecinos. «¿Comprende usted algo?» oí la voz de Lisovski desde el otro lado del pasillo. Le respondí a modo de pregunta: «¿No le parece a usted que alguien mira su cerebro y atraviesa su cuerpo de lado a lado?». Guardó silencio por un momento, quizás pensando que yo me había vuelto loco a causa del terror; luego inquirió tartamudeando: «Nnno, no me parece. ¿Por qué?». Alguien a su lado afirmó: «Es sólo una niebla y nada más». Yo pensé lo mismo, acaso porque esta niebla se diferenciaba de aquella que surgió en el cruzanieves y en la tienda de campaña. En aquella ocasión, alguien o algo me observaba, me analizaba imperceptiblemente como si calculara y determinara la disposición de las partículas que forman mi estructura anatómica, para luego, basándose en ese examen, crear mi copia. En ésta, el proceso se detuvo a mitad del camino, como si el creador de las copias se hubiese dado cuenta de que mi estructura ya había sido tomada. Ahora me rodeaba simplemente la niebla que inundaba todo el compartimiento, asemejándose al aire pintado de carmín, opaco, como el agua turbia en un jarrón, ni frío ni caliente y talmente intangible. Ni irritaba mis ojos ni cosquilleaba mis fosas nasales. Rodeaba mi cuerpo y, por lo visto, no tocaba mi piel. Luego, lentamente, comenzó a disiparse. A poco, ya eran visibles mis manos, la ropa, el forro del sillón y los pasajeros a mis lados. Entonces oí una voz a mi espalda: «¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que empezó? ¿Lo ha podido notar?». «No, no lo he podido notar. No he mirado mi reloj» le respondí. Y, en verdad, yo no pude calcular el tiempo. Quizás transcurrieron tres minutos, tal vez, diez. Lo ignoro. Entonces fue cuando vimos algo verdaderamente extraño. Si usted probara entornar sus ojos y apretar fuertemente sus párpados, el objeto que observara se desdoblaría, produciendo una copia que se separaría de él. Eso fue exactamente lo que ocurrió con las cosas del avión y con todos los pasajeros que se encontraban en nuestro campo visual. Vi claramente —esto lo vieron todos, según supe posteriormente— cómo su duplicado se separaba de nuestro compartimiento con todo su contenido, llevándose consigo el piso, las ventanillas, los sillones y los pasajeros; se separó, se levantó a medio metro de altura y flotó hacia afuera. Me vi a mí mismo, a Anatoli con su guitarra, a Lisovski, y noté este último tratando de atrapar su reproducción, dando manotazos inútiles en el aire. Vi el exterior del compartimiento y noté la facilidad con que cruzó a través de la pared real; aprecié cómo le seguía el ala, atravesando nuestros cuerpos de lado a lado, como la sombra gigantesca de un avión, y cómo todo esto desapareció a modo de vapor desfalleciente. Pero no desapareció, no se disipó, porque cuando nos lanzamos hacia las ventanillas, vimos nuestro avión volando a corta distancia de nosotros. Era una copia exacta, absolutamente idéntica y no una ilusión. Esto fue corroborado por la foto de Lisovski —que resultó ser el más ágil de todos, fotografiándolo—; y en esta foto que dio la vuelta al mundo notábase claramente la figura de nuestro avión duplicado, fotografiado desde una distancia de diez metros.

Lamentablemente, todo lo que sucedió posteriormente no pudo ser fotografiado por nadie. A Lisovski se le terminó el rollo de la cámara de películas, y yo no recordé a tiempo sobre la existencia de mi cámara de filmar, tanto más que ésta se encontraba en su estuche y era difícil prepararla a tiempo. Ante nosotros se desarrollaba velozmente un milagro aéreo cuyos creadores eran invisibles. El familiar capullo de color de frambuesa envolvió al avión-doble, se alargó enrojeciéndose y tornándose violeta, hasta que finalmente se desvaneció. No quedó nada: ni el avión ni el capullo, solamente la misma bruma blanquecina allá abajo.

El piloto entró en el compartimiento de pasajeros y tímidamente inquirió:

—¿Podría alguien explicar lo que acaba de suceder?

Nadie respondió. El piloto esperó un rato y luego en tono irónico prosiguió:

—Señores científicos, ¿qué ha ocurrido? ¿Un fenómeno inexplicable? ¿Un milagro? Los milagros no existen.

—Por lo tanto, existen —respondió alguien.

Todos se rieron. Entonces Lisovski se dirigió a Zernov:

—Tal vez el camarada Zernov pueda explicarlo.

—Yo no soy Dios ni tampoco el oráculo de Delfos —farfulló Zernov—. Las «nubes» fueron las creadoras del avión-doble; todos han podido verlo. Por lo demás, ignoro tanto como ustedes el motivo y el objetivo de las duplicaciones.

—Entonces, ¿podría yo escribir textualmente todo lo que ha dicho? —preguntó Lisovsk.

—Sí, escríbalo —cortó Zernov y calló.

Volvió a este tema en Karachi donde aterrizó nuestro aeroplano. Un sinnúmero de periodistas, enterados por el radista de nuestro avión sobre lo acontecido en el aire, nos daba la bienvenida. En tanto que los periodistas atacaban a la tripulación del avión llevando en sus manos las cámaras fotográficas y los aparatos de cine, Zernov y yo nos colamos furtivamente entre ellos y llegamos al café a fin de saborear algún refresco. Recuerdo que le hice a Zernov una pregunta, mas no me respondió; luego, como si no me contestara a mí, sino a la idea que le intranquilizaba, afirmó: