Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

El pellizco de Martin me hizo gritar.

—¡Calla! Nos pueden tomar por los pilotos ingleses.

—Es cierto —observé—. Tú eres casi inglés. Y piloto también. Regresemos, todavía estamos cerca del hotel.

Di un paso en la oscuridad y me encontré en una habitación iluminada; más exactamente, sólo una parte de ella estaba iluminada, como si a la oscuridad le hubiesen arrancado un pedazo y lo hubieran alumbrado con el fin de filmar. La ventana se cubría con una cortina, la mesa, con un hule de color; un papagayo grande y abigarrado descansaba sobre una cañita dentro de una jaula y una anciana limpiaba el fondo sucio de la jaula con un algodón.

—¿Entiendes algo de todo esto? —susurró Martin a mi espalda.

—No, ¿y tú?

Capítulo 19 – Este mundo, loco, loco, loco

La anciana levantó la cabeza y nos miró. En su rostro apergaminado y pálido, en sus bucles canosos y en su chal severo de Castilla había algo artificial, casi no real e inverosímil. Sin embargo, ella era una persona. Sus ojos penetrantes parecían enroscarse en nosotros fría y aviesamente. El papagayo era también real. Se dio la vuelta hacia nosotros y nos mostró su hinchado pico.

—Excúsenos, madam —empecé diciendo en mi francés escolar—. Hemos llegado a este lugar por accidente. Posiblemente su puerta estaba abierta.

—Aquí no hay puerta —repuso la anciana. Su voz era rechinante como las escaleras de nuestro hotel.

—Entonces, ¿cómo hemos entrado?

—Usted no es francés —rechinó ella sin responderme—. ¿Verdad?

Yo tampoco le respondí. Di un paso hacia atrás y choqué contra la pared.

—Efectivamente, aquí no hay puerta —recalcó Martin.

La anciana se echó a reír con malicia:

—Ustedes hablan el inglés como lo habla Peggy.

—Do you speak English?! Do you speak English! —chilló el papagayo.

Me sentí incómodo. No experimentaba temor, pero algo parecido a un espasmo apretaba mi garganta. ¿Quién se ha vuelto loco? ¿Nosotros o la ciudad?

—Su habitación tiene una iluminación muy extraña —le dije—. No se ve ni la puerta. ¿Dónde está? Nos iremos en seguida, no se asuste.

La anciana se rió de nuevo con malicia:

—Los que se asustan son ustedes. ¿Por qué no desean conversar con Peggy? Háblenle en inglés. Etienne, ellos tienen miedo; temen que tú los entregues.

Miré a mi alrededor: la habitación había adquirido más claridad y anchura. Ya se distinguía el otro lado de la mesa, a la cual estaba sentado nuestro portero del hotel, no el lord calvo con el rostro plegado, sino su copia joven que nos salió al encuentro en el hall extrañamente transformado del hotel.

—Mamá, ¿por qué piensas que yo los quiero entregar? —inquirió él sin mirarnos siquiera.

—Porque es tu deber encontrar a los pilotos ingleses. Yo sé que quieres entregarlos, quieres, pero no puedes.

El joven Etienne suspiró profundamente:

—No, no puedo.

—¿Por qué?

—Porque no sé donde están escondidos.

—Averigua.

—Mamá, ya no me creen.

—Lo importante es que Lange te crea. Entrégales esta mercancía; hablan también inglés.

—Ellos son de otro tiempo y no son ingleses. Vinieron para participar en el Congreso.

—En St. Dizier no hay ningún Congreso.

—Mamá, ellos están en Paris, en el hotel «Au Monde». De eso hace ya muchos años y yo he envejecido.

—Tú tienes treinta años ahora, y ellos están aquí.

—Lo sé…

—Entonces, entrégalos a Lange.

Mentiría si afirmara que comprendía todo lo que sucedía, pero una conjetura vaga surgió en mi conciencia, aunque no tenía tiempo para sopesarla con calma: entendía que los acontecimientos y las gentes que nos rodeaban no eran ilusorios y que el peligro encerrado en sus palabras y acciones era un peligro real.

—¿De qué hablan ellos? —se interesó Martin. Le aclaré.

—Esta es una locura total. ¿A quién nos quieren entregar?

—Supongo que a la Gestapo.

—Te has vuelto loco también.

—No, no me he vuelto loco —objeté lo más tranquilo posible—. Debes comprender que nos encontramos en otro tiempo, en otra ciudad y en otra vida. Ignoro, no sólo el cómo y el porqué de esta copia, sino también cómo saldremos de aquí.

Mientras hablábamos, Etienne y la anciana callaban, como si los hubieran «desconectado».

—¡Brujerías! —explotó Martin—. Ahora mismo saldremos de aquí. Ya tengo experiencias en asuntos como éste.

Martin le dio la vuelta a Etienne, lo agarró por la solapa y lo sacudió:

—¡Escucha, hijo de la gran…! ¿Dónde está la salida? ¡No dejaré que te burles de los seres vivos! ¿Entiendes?

—¿Dónde está la salida? —repitió el papagayo—. ¿Dónde están los pilotos?

Sentí escalofríos. Martin, furioso, tiró a Etienne a un lado como a un muñeco, haciéndole volar y caer junto a la pared. Allí, vislumbróse una abertura cubierta por una niebla roja.

Martin se lanzó a través de ella y yo le seguí. La situación cambiaba como en una película: de obscuridades a obscuridades. Y aparecimos en el hall del hotel que Martin y yo habíamos abandonado minutos atrás. Etienne, que había recibido un trato tan inhumano por parte de Martin, se encontraba ahora escribiendo algo en su oficina y no nos notaba, o tal vez lo fingía.

—¡Qué milagros! —suspiró Martin.

—¡Cuántos habrá todavía! —agregué.

—Este no es nuestro hotel.

—Eso fue lo que te dije cuando salimos a la calle.

—Salgamos de nuevo.

—Vamos.

Martin caminó rápido hacia la puerta de salida y, de repente, se detuvo: estaba bloqueada por soldados armados con automáticos como en las películas sobre la segunda guerra mundial.

—Necesitamos salir a la calle. A la calle —repitió Martin, señalando la oscuridad.

—Verboten! —gruñó el alemán—. Zurück! —y empujó a Martin con su arma.

Martin, limpiándose el sudor de la frente, retrocedió, furioso aún.

—Sentémonos y conversemos —le propuse—. Por suerte no han empezado a disparar todavía contra nosotros. Martin, no tiene sentido correr.

Nos sentamos a la mesa redonda, cubierta por un mantel de felpa polvoriento. Este era un hotel vetusto, mucho más viejo que nuestro «Au Monde» Parisiense. No poseía nada de qué vanagloriarse: ni prosapia, ni tradición; sólo polvo, trastos viejos y, probablemente, un terror que se agazapaba en cada objeto.

—En realidad, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó cansado Martin.

—Ya te lo dije. Estamos en otra vida y en otro tiempo.

—No lo creo…

—¿No crees que esta vida es real? ¿No crees que sus armas son verdaderas? En un abrir y cerrar de ojos pueden acribillarte a balazos.

—Otra vida —repitió con odio Martin—. Todas sus copias son sacadas de la realidad, pero, ¿y ésta?

—No lo sé.

De la oscuridad que rodeaba el hall, emergió Zernov. En el primer momento pensé que él era un doble, pero la intuición me convenció de su existencia real. Estaba tranquilo, como si no hubiese ocurrido nada, y no mostró sorpresa o inquietud al vernos. Sin embargo, en su interior bullía un volcán de intranquilidad —no podía ser de otro modo— que no mostraba, porque sabía dominarse. El era así.

Aproximándose a nosotros y mirando hacia los lados, Zernov dijo:

—Martin, a mi parecer usted está de nuevo en la ciudad embrujada y nosotros le acompañamos.

—¿Sabe usted qué ciudad es ésta? —le pregunté.

—Quizás Paris, pero no Moscú.

—Ni una ni la otra. Esta es St. Dizier, ciudad que se encuentra al sureste de Paris, si mal no recuerdo. Es una ciudad de provincia que se encuentra ahora en el territorio ocupado.

—¿Ocupado por quién? Aquí no hay guerra.

—¿Está seguro de ello?

—Anojin, ¿no está usted delirando?

No, Zernov era magnífico con su imperturbabilidad.

—Ya deliré una vez en la Antártida —repuse mordaz—. Allá deliramos juntos. ¿Sabe usted en qué año estamos? No en nuestro «Au Monde», sino aquí, en esta novela de misterio. ¿Lo sabe? —inquirí, y para que no sufriera continué—: ¿En qué año los soldados alemanes gritaban «Verboten!» y buscaban paracaidistas ingleses en Francia?

Zernov seguía aún sin comprender mis palabras y esforzándose por encontrar una idea que surgía en su mente.

—Cuando me dirigía a este lugar noté la niebla roja y la transformación que sufrió el ambiente, pero no pude suponerme nada igual a lo que acaba de decirme. —Observó a los soldados rígidos entre la luz y la sombra.

—Sí, están vivos —le dije sonriente—. Y sus armas son reales. Si se aproxima a ellos le gritarán amenazando con el automático: «Zurück!…» Martin ya lo probó.

En los ojos de Zernov se dibujó esa curiosidad tan frecuente en los científicos:

—¿Y qué creen ustedes que está siendo copiado ahora?

—El pasado de alguien. Pero no por eso es menos grave para nosotros. Zernov, ¿de dónde ha llegado usted?

—De mi habitación. Me intrigaba el matiz rojo de la luz y, al abrir la puerta, me encontré de pronto en este lugar.

—Prepárese para lo peor —le aconsejé cuando vi a Lange.

De la sombra surgió el abogado de Dusseldorf del que me había hablado el belga. Era el mismo Hermann Lange de mostachos en flecha y el pelado corto. Era él, aunque un poco más alto, más elegante y un cuarto de siglo más joven. Llevaba puesto un uniforme militar negro que apretaba su talle juvenil, con la svástika en la manga, un quepis alemán y unas botas lustrosas hasta lo inconcebible. En conclusión, él era un policía de la élite de Himmler.

—Etienne —dijo él en voz baja—, tú me decías que eran dos. Yo veo tres.

Etienne, con el rostro blanco como empolvado a guisa de payaso, saltó de su asiento y se puso rígido.

—El tercero es de otro tiempo, Herr Ober… Herr Haupt… perdone… Herr Sturmbahnführer.

Lange arrugó el entrecejo:

—Puedes llamarme señor Lange. Te lo permito. Respecto a este tercero, puedo decirte que sé tanto como tú de dónde es él. La memoria del futuro me lo dice. Mas, ahora está aquí y esto me conviene. Te felicito, Etienne. ¿Y estos dos?

—Son pilotos ingleses, señor Lange.

—Miente —repliqué sin levantarme—. Yo soy ruso y mi camarada es norteamericano.

—¿Cuál es su profesión? —le preguntó Lange a Martin en inglés.

—Soy piloto —respondió Martin poniéndose firme por hábito.

—Pero no es inglés —aclaré yo.

Lange, con una risita burlona, dijo:

—¿Cuál es la diferencia, Inglaterra o Norteamérica? Nosotros estamos luchando contra ambos países.

Por un momento, olvidando el peligro que nos amenazaba, traté de poner en su lugar a este espectro del pasado. No pensaba si él podría comprenderme y simplemente le dije:

—La guerra terminó hace tiempo, señor Lange. Nosotros somos de otro tiempo y usted también. Treinta minutos atrás usted y nosotros cenamos en el hotel Parisiense «Au Monde». Usted llevaba un traje corriente de civil, señor abogado turista, y no este uniforme brillante de teatro.

Lange no se ofendió, por el contrario, hasta se sonrió. Su sonrisa seguía dibujándose en sus labios en los momentos en que desaparecía envuelto por una neblina roja:

—Así es como nuestro querido Etienne me recuerda. El me idealiza y se idealiza. En realidad, todo ocurrió de un modo completamente diferente.

La neblina rojo-obscura lo cubrió por completo, y, de pronto, se disipó. Todo ocurrió en medio minuto. Empero, de la niebla emergió otro Lange, muy diferente al primero, no tan alto, más ordinario y rechoncho, con las botas sucias y llevando sobre los hombros una larga capa negra. Era un soldadote exhausto, con los ojos inflamados por las noches sin dormir. Sostenía sus guantes en la mano como si se los fuese a poner, pero no se los puso y agitándolos se acercó a la oficina de Etienne:

—Etienne, ¿dónde están? ¿Sigues sin saberlo?

—Señor Lange, ya no me creen.

—No trates de engañarme. Tú eres una figura demasiado prominente dentro de la Resistencia local para que no se fíen de tí. Quizás no te creerán en el futuro, mas no ahora. La razón es simple: tú temes a tus amigos de la clandestinidad.

Agitó los guantes y golpeó una y otra vez el rostro del portero. Etienne balanceaba la cabeza de un lado a otro y se encogía. La espalda de su suéter se arrugó como las plumas de un gorrión bajo la lluvia.