Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Todas las habitaciones para fumar y las cantinas estaban vacías. Todos se hallaban reunidos en un auditorio, que ni durante las conferencias más cautivadoras estaba tan repleto como ahora. La gente se sentaba en todas partes: en los pupitres, en los corredores de la sala y en las escaleras del anfiteatro, donde finalmente logramos encontrar un sitio libre.

Hablaba un norteamericano y no un inglés. Lo supe en seguida por la manera de pronunciar las palabras, como la maestra de inglés de mi Instituto que había estudiado en Princeton o en Harvard. Yo lo conocía por su nombre —como todo el mundo de los lectores—, pese a que él no era un hombre de Estado ni un científico famoso, lo que hubiera correspondido a la composición de la asamblea y la lista de sus oradores; era un escritor. Y no era un escritor que podríamos llamar de moda o un especialista en la vida de los científicos, sino simplemente un escritor de ciencia-ficción, que conquistó como Wells en su tiempo, celebridad mundial. Él, en realidad, no se preocupaba mucho de la base científica de sus asombrosas fantasías y, a pesar de que hablaba ante las «estrellas» de la ciencia contemporánea, tenía la osadía de afirmar que a él personalmente no le interesaban las informaciones científicas sobre los visitantes del cosmos que el Congreso obtenía grano a grano y gimiendo (así se expresó: «grano a grano y gimiendo»), sino el hecho mismo del encuentro entre dos mundos completamente diferentes, en esencia, entre dos civilizaciones completamente incompatibles.

Esta declaración y el rumor que se levantó posteriormente en la sala, ya de voces de aprobación, ya de protesta, lo oímos mientras estábamos buscando sitios en los escalones del anfiteatro.

«Señores, no se ofendan por las palabras: grano a grano—, continuó él, dibujándose una sonrisa maliciosa en sus labios—. Sin lugar a dudas, ustedes acumularán toneladas de información de sumo valor en las comisiones de glaciólogos y climatólogos, en las expediciones especiales, en las estaciones e institutos de investigación científica, en los trabajos científicos concernientes a las nuevas formaciones de hielo, a los cambios del clima y a las consecuencias meteorológicas producidas por el fenómeno de las «nubes» rosadas; pero su misterio sigue siendo un enigma para todos nosotros. Hasta el momento desconocemos la naturaleza del campo de fuerza que ha paralizado todos nuestros intentos para aproximarnos a ellos, el carácter de la vida con la que hemos chocado y su localización en el Universo.

Las conclusiones de Boris Zernov respecto a los experimentos de los visitantes para establecer contacto con los terrícolas son muy interesantes, mas éstos son sus experimentos y no los nuestros. Ahora puedo proponer nuestro experimento para establecer el contacto con ellos, si acaso se presenta la oportunidad. Debemos considerar el mundo creado por ellos como un canal directo hacia su conciencia y su raciocinio y conversar con ellos a través de los «dobles» y «espíritus» creados por ellos. Es de suma importancia utilizar toda copia y toda sustancia (estructura) materializada por ellos a modo de micrófono para la comunicación directa o indirecta con los visitantes. Esta sería parecida a una conversación telefónica, sin matemáticas, sin química y sin señales de comunicación. Y hablaremos el lenguaje corriente, inglés o ruso; eso no tiene ninguna importancia: nos comprenderán de todas las formas. Ustedes me podrían refutar diciendo que son fantasías; sí, señores, eso son fantasías. Pero el Congreso se ha elevado ya —observen lo que digo, «se ha elevado» y no «ha descendido»— hasta el nivel de auténticas fantasías científicas. Además, no insisto particularmente en la palabra científica, sino que subrayo simplemente la palabra «fantasía», o sea, esa inspiración cuando la imaginación se transforma en previsión. (Ruido en la sala). ¡Los científicos son personas corteses! ¿Por qué no gritan más fuerte? ¡Sus palabras son un sacrilegio en el templo de las ciencias!» (Gritos en los bancos: «¡Claro que es sacrilegio!»). Señores, sean más justos. ¿Previeron acaso los científicos la televisión, el videoteléfono, el láser, los experimentos de Petrucci y los vuelos cósmicos? No, señores, todo eso fue previsto por los escritores de ciencia-ficción.

He estado presente en todas las sesiones de la Comisión de Conjeturas y me he quedado admirado hasta lo indecible por todo lo oído: aquello era fantasía pura. Explosiones de imaginación. ¿No era tal vez fantasía la hipótesis sobre el holograma, o sea, sobre la capacidad de los visitantes de percibir visualmente cualquier objeto con la ayuda de ondas luminosas reflejadas? Este tipo de fotograbación se percibe a modo de representación tridimensional y posee todas las particularidades ópticas del paisaje natural. Esta hipótesis ha sido corroborada por la información recibida ayer relativa a los icebergs marcados con pintura en la bahía de Malville, en Groenlandia. Los icebergs fueron pintados por la expedición danesa del barco «Reina Cristina», ante los ojos de los «jinetes» que galopaban por el cielo. Desde el barco, a la distancia de cien metros, era imposible ver a simple vista las huellas de la pintura; sin embargo, los «jinetes», volando a varios kilómetros de altura las notaron, bajaron en picado, lavaron la pintura y sólo después de limpiar el iceberg atraparon la gigantesca masa de hielo. De este modo, la conjetura de que los visitantes poseen una supervisión es un hecho científico.

No toda fantasía es previsión y no toda hipótesis es racional. Quisiera citar como ejemplo la hipótesis de la Iglesia Católica, la cual afirma que los visitantes no son seres vivos dotados de inteligencia, sino creaciones artificiales de nuestros hermanos por «imagen y semejanza de Dios». En esencia, ésta es la misma fórmula religiosa respecto a Dios, a la Tierra y al hombre, en la cual la idea de «Tierra» se extiende a la escala del Universo. Hablando filosóficamente, éste es un tributo al antropocentrismo ingenuo que puede ser refutado incluso basándonos en esos «granos» de conocimiento que hemos obtenido respecto a las «nubes» rosadas. Si sus creadores hubieran sido humanoides, entonces, al enviar esas criaturas cibernéticas para la exploración del espacio cósmico, sin duda, habrían tenido en cuenta la posibilidad de encontrar a hermanos similares, si no por su inteligencia, por lo menos, por su aspecto. Programados como corresponde, esos biorrobots habrían encontrado un lenguaje común con los terrícolas y la vida humana no les habría resultado tan compleja y misteriosa. No, pese a todas las aseveraciones de los teólogos y antropocentristas, estamos frente a una forma de vida diferente a la nuestra, y por ahora desconocida e incomprensible. Posiblemente que sea una incomprensión mutua, pero eso, de ninguna manera alivia nuestra situación. Tratemos de preguntarnos, por ejemplo: ¿Cómo viven nuestros visitantes en su mundo? ¿Son inmortales o simplemente tienen una larga vida? ¿A qué distancia viven de nosotros? ¿Cómo se reproducen, cómo organizan biológica y socialmente sus vidas y en qué medio —líquido o gaseoso— se desarrollan? ¿No necesitan quizás ningún medio para vivir y mantienen su existencia simplemente a costa de las concentraciones de energía aisladas del medio exterior por campos de fuerza? Apelo a sus fantasías, señores: ¡prueben a responder! (Ruido en la sala, aplausos). Sus aplausos son un voto de confianza a mis palabras. Siendo así, este insolente escritor de ciencia-ficción puede continuar hablando, ¿no es así?»

En ese momento noté que el presidente miraba involuntariamente a su reloj de pulsera y alargaba su mano en dirección al timbre, pero el ruido de los aplausos y los gritos en diferentes idiomas: «¡Continúe! ¡Continúe!», le hicieron desistir de ello.

«En su informe, Boris Zernov recurrió al ejemplo del hombre y la abeja para exponer dos formas de vida incompatibles. Abandonémonos ahora a la fantasía y veamos este ejemplo al revés. ¿Y si se encuentran una supercivilización de abejas y una civilización humana atrasada miles de años en comparación con la primera? Los observadores notaron ya una diferencia funcional en la conducta de los visitantes: unos cortan hielo; otros lo transportan al cosmos; los terceros graban el esquema atómico del modelo y los cuartos crean la copia. Correspondientemente, existen diferencias en las formas estructurales de los creadores: unos adquieren la forma de un serrucho; otros, la de un cáliz gigantesco; los terceros, la de una niebla roja y los cuartos adquieren el aspecto de una jalea de guindas. Continúa en pie la interrogante: ¿no estamos ante un enjambre, ante un enjambre de seres super-desarrollados con un desarrollo funcional específico? A propósito, la vida en las colmenas está organizada de un modo diferente que la de los apartamientos de Nueva York o de Moscú. La vida de estos últimos está encauzada por la senda del trabajo y del descanso. Pero, ¿y ellos? ¿Necesitan descanso? ¿Poseen el sentido de lo hermoso? ¿Tienen, digamos, música? ¿Cuál es para ellos el sustituto del deporte? De nuevo repito: ¡prueben a responder! Esto es muy parecido al ajedrez, en el que se calculan las variantes posibles. Es difícil, ¿verdad? Sin embargo, el mismo proceso mental se verifica en la cabeza de cualquier gran maestro del ajedrez.

No acierto a comprender, ¿por qué los grandes maestros de la ciencia no se han preguntado la cosa más importante de todas: la razón de la visita de esos seres extraños? (Agitación en la sala.) Todos tienen una respuesta, lo sé, lo sé, tienen hasta dos respuestas. Algunos —cerca del 90%— consideran que vinieron en busca del hielo terrestre, que quizás es único por su composición isotópica en todo el universo. La minoría, encabezada por Thompson, cree que es un vuelo de reconocimiento con planes agresivos en el futuro. A mi juicio, el reconocimiento fue realizado ya hace mucho tiempo, pero nosotros no lo notamos. Esta vez, llegó una expedición poderosa y bien equipada (un silencio tenso se apoderó de la sala, sólo se oía el zumbido de los magnetófonos de los corresponsales); pero no de conquistadores, señores, sino de vuestros colegas de otros mundos, a fin de estudiar otra forma de vida (Gritos en la sala: «¿Y el hielo? ¿Y el hielo?»). Esperen unos minutos y tendrán su hielo. Esa es una operación secundaria. Lo más importante para ellos… somos nosotros mismos: la forma más alta de vida albuminoidea basada en el agua. Sin embargo, algo les impide estudiar esta vida aquí en la Tierra. Tal vez el medio ambiente o quizás el temor de alterarlo. ¿Qué se debe hacer? ¿Por dónde empezar? Como Dios, por la creación del mundo. (Murmullos en la sala y alguien grita: «¡Cállese, blasfemo!»). Yo soy tan blasfemo como Wiener, el padre de la cibernética. A la sazón, cuando él vivía, se oyeron voces idénticas a ésas: «¡Es obra del demonio! ¡Atenta contra el segundo mandamiento de la ley de Dios! ¡Está creando ídolos o algo semejante!» Sin embargo, hoy en día ustedes construyen robots y sueñan con crear el cerebro electrónico. La idea de construir la copia de nuestra vida captando toda su riqueza y complejidad es algo inherente a nuestros visitantes, porque, ¿qué otra cosa es el conocimiento, sino la copia de las cosas con la ayuda del pensamiento? Además, la transición de la copia mental a la copia material es sólo un paso más en el camino del progreso. No está lejano el día en que nosotros también logremos eso. Algunos afirman que se realizará en el siglo próximo. Siendo así, ¿por qué no aceptar que la supercivilización de los visitantes logró tal desarrollo, digamos, hace miles de años?»

El escritor hizo mutis, bebió un sorbo de un refresco y quedó pensativo. La sala esperaba. Nadie tosía, nadie se agitaba, nadie susurraba. Ignoro la lección que haya sido escuchada con tanta atención. Y el escritor continuaba encerrado en su silencio, en tanto que su mirada, pensativa y ensimismada, parecía vislumbrar algo lejano e inaccesible para todos los presentes, excepto para él:

«Si es posible crear la copia de la vida, entonces es posible también llevarla a otro lugar —siguió diciendo el escritor, pero en voz tan baja que en cualquier otro ambiente no lo hubiesen oído ni a tres metros de distancia, pero en esta sala no se perdió ni siquiera la entonación de sus palabras—; y allí, creando un medio favorable para su desarrollo, restablecerla. ¿Qué es necesario para ello? Sólo se necesitaría un satélite artificial, un asteroide, un planeta, la copia de la atmósfera terrestre y de la radiación solar, y, además, lo más importante: el agua, el agua, el agua, sin la cual es imposible la vida albuminoidea. He ahí la razón por la cual transportan el hielo terrestre en cantidades suficientes para irrigar por completo todo un planeta. De ese modo, en las profundidades de nuestra galaxia (o quizás en otra) surgirá un mundo nuevo, no la repetición del nuestro, sino su semejanza, y, además, de un parecido absoluto. ¿Por qué? Porque todas las copias hechas por los visitantes del cosmos son precisas y completamente análogas. (Réplica: «¡Un parque zoológico cósmico con antropoides en libertad!»).