Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—¿Y cuál elegirás?

Se rió:

—Trataré de no alejarme mucho de los «jinetes». Me dirás, quizás, que hay más material hipotético que experimental. Sí, así es; pero, como dicen los cibernéticos, se puede encontrar la solución casi óptima de casi todos los problemas —su mirada empezó a mostrar aburrimiento, porque aun los profesores más bondadosos se cansan de los «por qué»—. Sería mejor que salieras a caminar y filmaras algo. Tu profesión todavía se cotiza.

Salí de la máquina llevando conmigo la cámara, pero al pisar el suelo no encontré nada que pudiese ser de interés para la filmación, a excepción de los últimos pedazos de hielo sobre la tierra. Vanó soldaba la oruga rota. El haz de chispas blancas que despedía su aparato no me permitía molestarle. Miré hacia los lados y, de pronto, quedé intrigado: a la distancia de un kilómetro delante de nuestro vehículo y en medio del perfecto camino de hielo se veía algo grande de color rojo vivo, parecido a un mamut acostado, si los mamuts hubieran vivido aquí y, además, hubiesen tenido una piel tan roja. ¿O puede ser que el color rojo desde lejos adquiera este matiz por los reflejos del sol que cuelga en el horizonte? ¿O era esto simplemente un gran reno de color taheño?

El objeto me obligó a aproximarme a Vanó.

—Vanó, por favor, mira el camino.

El miró:

—¿Qué debo mirar? ¿Aquella roca rojiza?

—No es rojiza, sino de un rojo vivo.

—Aquí todas las rocas son rojas.

—Sí, pero, ¿por qué ésta está en el medio del camino?

—No está en el medio, sino al lado del camino. Posiblemente cuando ellos cortaron el hielo la dejaron en ese lugar.

—Eso no puede ser, porque aquella vez que pasamos por este sitio esa roca no se encontraba allí.

Vanó la observó con más atención:

—Quizás tengas razón. Bien, cuando emprendamos la marcha, veremos lo que es.

A distancia, la roca parecía inmóvil y cuanto más la observaba tanto más me convencía de que su forma era más parecida a una roca que a un animal agazapado. En la escuela había aprendido que en Groenlandia no habitan animales grandes, y mucho menos, renos. ¿Cómo se alimentaría un reno en este glaciar continental que además había sido cortado por mitad?

Vanó, sin prestar atención ni a mí ni a la roca, continuó en su trabajo de soldadura. Decidí acercarme a la roca. Un magnetismo inefable me empujaba hacia ella. No acierto a explicar claramente qué era eso, pero me señalaba la roca y decía: «Ve y sabrás». Y eché a andar en dirección a ella. Al principio la roca o el animal agazapado no me traía a la memoria ninguna asociación con las cosas del pasado, pese a todos los esfuerzos que hacía por recordar mis días de antaño. Ocurre a veces que no podemos traer a la mente algo que nos es muy conocido, a pesar de todos los esfuerzos para recordarlo. Eso ocurría ahora conmigo.

Seguí caminando en su dirección y observándola con atención. ¿La recordaré o no la recordaré? ¿La reconoceré? Y, finalmente, cuando el animal alazán se hizo visible ante mis ojos noté que no era ni un animal ni una roca. La reconocí.

Ante mí, casi atravesando el camino, estaba nuestra «Jarkovchanka», el cruzanieves antártico. Y lo más asombroso y terrible de todo consistía en que éste era justamente el mismo cruzanieves, con el mismo vidrio delantero abollado y la misma soldadura en la oruga. Esta era la misma «Jarkovchanka» que utilizamos en la búsqueda de las «nubes» rosadas, la misma que cayó en la grieta y se duplicó luego ante mis ojos.

Por primera vez me aterré de verdad. ¿Qué es ésto, un hipnotismo o de nuevo la maldita realidad de ellos? Cuidadosamente, más bien cautelosamente, contorneé la máquina. Todo había sido reproducido con la misma exactitud estereotipada. El metal, era metal, la abolladura de la escotilla delantera era reciente, y el forro interior de la puerta —ahora semiabierta— sobresalía levemente por su borde inferior. Al notar la puerta semiabierta, pensé que caería de nuevo en la trampa y que haría otra vez el papel de conejillo de Indias. ¡Quién sabe lo que me esperaba! Yo podía, naturalmente, alejarme del lugar y regresar junto con mis compañeros (esto hubiera sido lo más razonable y menos peligroso); pero, de nuevo, la curiosidad venció al miedo. Anhelaba abrir la puerta, tocar con fruición el tirador, apretarlo fuertemente, oír su ruido metálico y entrar en el cruzanieves. Ya adivinaba lo que vería: mi cazadora en la percha, los esquíes en los sujetadores y el piso mojado por las botas de los compañeros. Crujiría, como de costumbre, la puerta interior semiabierta y el aire frío del cancel empezaría a colarse hacia la cabina.

Eso fue exactamente lo que sucedió. Se repitió todo lo que momentos antes había recordado de aquel día aciago. Me daba risa ver la reproducción de los detalles: la cazadora con la manga cosida, la alfombra pisoteada con huellas de nieve no derretida y hasta las rozaduras que hizo en el piso el trineo, cuando fue introducido en la cabina y sacado luego a través de la escotilla superior: esto ocurrió después de nuestra caída en aquella grieta de la Antártida. Yo vi todas estas huellas cuando salía de nuestro cruzanieves antes de ver a mi doble y cuando entraba en el cruzanieves-gemelo para encontrar a mi doble. Ahora las veía por tercera vez. La puerta ahora se estremeció de nuevo y otra vez vacilé: entrar o no entrar. Mis piernas temblaron, mi garganta se secó y mis dedos se pusieron fríos.

—¡Entra, entra! ¡Animo! —oí una voz desde el interior de la cabina—. No estás en el consultorio del dentista, ni te sacarán las muelas.

Era una voz familiar, tan familiar, que era imposible no reconocerla.

Era mi voz.

Empujé la puerta y entré en la cabina donde Anatoli trabajaba ordinariamente y donde volví en sí después del accidente de la Antártida. Junto a la mesa, con una sonrisa dibujada en los labios, se encontraba mi doble. Estaba alegre; lo que no podía afirmar de mí mismo. Mirándolo detenidamente, se podría decir en seguida que ésta era otra persona y no aquella que yo encontré entonces sin conocimiento en la cabina del cruzanieves copiado por los visitantes. Esta era ahora mi copia moderna, reproducida, posiblemente, durante aquellos minutos en que mi paracaídas cruzaba la cúpula azul por el tapón de gases de color violeta. El traje que llevaba yo a la sazón había sido arrojado descuidadamente sobre el diván. Lo noté posteriormente, al vencer el miedo y el asombro, mas al primer instante creí que todo esto era una repetición —cuyos propósitos desconocía— del espectáculo de la Antártida.

—¡Siéntate, amigo! —dijo, señalando un lugar vacío frente a él.

Me senté. Por un momento creí estar sentado frente a un espejo, tras el que se hallaba un país fantástico donde vivía mi brujo o mi «anti-ego». «¿Con qué fin ha resurgido? —pensé—. ¿Y para qué ha traído consigo la «Jarkovchanka»?»

—¿Dónde quieres que viva, pues? —preguntó él—. Por todas partes hay hielo y nadie me ha dado un apartamento con calefacción central.

Sin temor ya, me enfurecí:

—¿Y para qué necesitas vivir? —inquirí—. ¿En qué depósito te conservaron antes de darte la resurrección?

Entornó los ojos con picardía, justamente como hago yo, cuando me doy cuenta de mi superioridad física e intelectual sobre el oponente.

—¿A quién resucitaron? ¿A un tonto miedoso que estuvo a punto de enloquecerse al ver su modelo?

—Entonces, tuviste miedo aquella vez, después de todo —repliqué con ironía.

—Yo era tu repetición. Era —recalcó él—. Mas, ahora yo soy, yo existo. ¿Comprendes?

—No, no comprendo.

—Aquella vez yo ignoraba cómo transcurrió tu vida en los últimos meses, lo que comiste, lo que leíste, de qué te enfermaste y lo que pensaste. Ahora lo sé. Y sé más que eso.

—¿Qué más aún?

—Ahora sé más y mejor. Tú sólo te conoces a tí mismo y mal. Yo te conozco a tí y a mí mismo. Soy tu copia perfeccionada, que te supera a tí en tal grado, como la cámara de filmar moderna supera a la cámara de Lumiere.

Puso una mano sobre la mesa. Yo se la toqué: ¿es un ser humano o no lo es?

—¿Te has convencido? Yo soy tú, pero construido más inteligentemente.

Recurrí a la ayuda de mi as de triunfo. Ahora jugaré:

—¡Qué superhombre! —le dije con premeditado desprecio—. Te construyeron durante mi salto en paracaídas y sabes todo lo que sucedió antes del salto. Bien, pero, ¿qué sucedió después del mismo?

—Sé también lo que sucedió después del salto. ¿Quieres que cite la conversación que sostuviste con Thompson después del descenso? ¿O que hable sobre el rompecabezas? ¿O sobre la conversación con Zernov respecto a los hielos y las profesiones? ¿O sobre la conversación que tuviste con Vanó con relación a la roca roja? —él se echó a reír.

Hice mutis y me esforcé por encontrar la réplica necesaria.

—No la encontrarás —afirmó.

—¿Cómo? ¿Acaso lees mis pensamientos?

—Sí. Nosotros en la Antártida podíamos solamente adivinar el pensamiento, o más exactamente, la idea del otro. ¿Recuerdas tú cómo querías matarme? Ahora, por el contrario, sé todo lo que piensas. Mis antenas neurónicas son simplemente más sensibles que las tuyas. He ahí la razón por la cual sé lo que te sucedió después del descenso. No olvides que yo soy tú, más algunas correcciones de la naturaleza, algo así como elementos de relé suplementarios.

No me sorprendí ni sentí miedo, sólo experimenté la sensación del jugador derrotado. Pero todavía me quedaba una carta de triunfo, o por lo menos, así lo creía.

—Lo acepto, mas, pese a todo, yo soy el verdadero y tú eres el artificial. Soy un ser vivo y tú eres un robot. Yo vivo y a tí te destruirán.

Él, sin ningún tono de bravata y como conociendo algo que nosotros ignorábamos, respondió:

—En relación con la destrucción, ya veremos —e imitando mi entonación agregó—: El problema de cuál de nosotros es el verdadero y cuál es el artificial, es un asunto que se debe debatir. Si te parece, preguntemos a nuestros amigos y hagamos una apuesta. ¿Aceptas?

—Acepto —respondí—. ¿Cuáles son las condiciones de la apuesta?

—Si yo pierdo, te comunicaré una cosa muy interesante, a tí solo. Si tú pierdes, se la comunicaré a Irina.

—¿Dónde lo probaremos?

—Aquí, si lo deseas, en mi cuartel general, en esta tierra pecaminosa.

No respondí.

—¿Tienes miedo?

—No, yo simplemente recordé ahora el automóvil de Martin que se desvaneció en Sand City. ¿Lo recuerdas?

—Sí, pero Martin no se desvaneció.

—Tú eres una copia más perfecta que los fantasmas de Sand City.

Entornó el ojo izquierdo, como lo hacía yo, y se sonrió:

—Bien —dijo—, veremos cómo se desarrollarán los acontecimientos.

Capítulo 31 – Supermemoria o subconocimiento

Dejamos nuestras cazadoras en el guardarropa y entramos en la cabina de nuestro vehículo todoterreno. Éramos tan parecidos como los gemelos de la película «La máscara de hierro». Llegamos justamente en el momento en que Irina, vestida toda de blanco, servía la sopa del almuerzo.

—¿Dónde te perdiste? —preguntó ella sin mirar, pero, al levantar la cabeza, dejó caer el cucharón.

Imperó un silencio prolongado, casi siniestro. Mi «anti-ego» no se inmutó:

—Vanó, aquello que vimos no era una roca. ¿Sabes lo que era? —dijo él con mi propia voz, tan idéntica que temblé como si la hubiera oído por primera vez—. No lo sabes. Pues aquello era la «Jarkovchanka» de Mirni. Aquel mismo cruzanieves-doble que tú viste y yo filmé. Pueden admirarlo ahora: está estacionado allá. Y este pretendiente —me señaló—, estaba sentado en su interior, esperándonos.

La insolencia de mi doble me quitó el habla. Era una escena de Dostoievski: El señor Goliadkin entumecido y su espabilado doble. Antes de que pudiera replicarle, cuatro pares de ojos, que antes eran amistosos, me observaron con hostilidad. En ellos no existía el asombro de los ojos que ven un milagro, sino la enemistad de los que observan a un bandido.

Zernov fue el primero en volver en sí:

—Ya que ha venido a la hora del almuerzo, sea nuestro invitado —me dijo—. La situación no es nueva, pero es muy interesante.

—Boris Arkádievich —imploré yo—, ¿por qué me habla usted con ese tono tan oficial? El doble es él, no yo. Hicimos una apuesta para saber si ustedes podrían diferenciarnos.

Zernov, en silencio, nos miraba con atención, deteniendo su vista más prolongadamente en mí. Luego dijo:

—Este es un enigma. Son tan idénticos como dos fósforos de una misma caja. Bien, digan, por favor, ¿quién de ustedes es el verdadero?