Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

A pesar de que nuestra caída fue mucho más suave que los saltos corrientes en paracaídas, Anatoli se cayó y rodó sobre el hielo. Rápido, me quité el paracaídas y le ayudé. Hacia nosotros se aproximaban Thompson y los compañeros del campamento. Thompson, a la cabeza del grupo, con su cazadora desabrochada y botas canadienses, sin gorro y con el pelo cortado a lo erizo, me hizo recordar a un viejo entrenador como los que vi en las Olimpíadas de Invierno.

—Bueno, ¿qué tal? —quiso saber él mostrando un ademán de vencedor.

Su ademán, como siempre, me irritó:

—Todo fue normal —repuse.

—Martin nos comunicó que ustedes habían emergido felizmente a través del tapón.

En silencio, me encogí de hombros. ¿Para qué retuvieron a Martin en el aire? ¿Habría podido él ayudarnos, si no hubiéramos salido felizmente del tapón?

—¿Qué hay allá dentro? —preguntó finalmente Thompson.

—¿Dónde?

«Espera, querido, espera».

—Usted sabe muy bien a qué me refiero.

—Sí, lo sé.

—Bueno, entonces, hable.

—Allá hay un rompecabezas.

Capítulo 30 – La apuesta

Nosotros regresamos a Umanak. Cuando hablo de nosotros me refiero a nuestro grupo antártico, al personal técnico-científico de la nueva expedición, a los dos vehículos todoterreno (donde nos habíamos instalado) y a la caravana de trineos con todos los equipos. El helicóptero había retornado ya a su base polar de Tule y nuestro comandante Thompson, junto con todos los aparatos que pudo acomodar a bordo del avión, voló a Copenhague.

Allí, en Copenhague, tuvo lugar su última conferencia de prensa, en la que refutó todas sus declaraciones privadas y oficiales sobre los éxitos obtenidos por la expedición. En la caseta de radio del vehículo escuchamos este sombrío intercambio de preguntas y respuestas transmitido desde Copenhague y lo grabamos en cinta magnetofónica para las generaciones futuras. Cortamos todas las exclamaciones, ruidos, risas y gritos del público, considerándolos superfluos y dejamos tan sólo la osamenta de las preguntas y respuestas:

—¿Hará usted, comandante, en calidad de introito, alguna declaración oficial?

—Sí, ésta será breve. La expedición fue un fracaso. No pudimos realizar o llevar hasta el final experimento científico alguno. Yo no logré determinar la naturaleza físico-química de la aureola azul ni de los fenómenos que se producían fuera de sus límites; me refiero al espacio limitado por las protuberancias.

—¿Por qué no lo logró?

—Porque el campo de fuerza que rodeaba a la aureola resultó impenetrable para nuestra técnica.

—Se refiere usted, naturalmente, a la técnica de la expedición; pero ¿es impenetrable, en general, teniendo en cuenta todas las posibilidades técnicas de la ciencia terrestre?

—No lo sé.

—Sin embargo, en la prensa hubo información sobre cierta penetración en la aureola azul. ¿Qué puede comunicar al respecto?

—¿A qué se refiere usted?

—A la «mancha violeta».

—Hemos visto algunas de tales «manchas». En efecto, éstas no están protegidas por el campo de fuerza.

—¿Solamente las vieron o intentaron penetrar en ellas?

—No sólo intentamos, sino que penetramos. Primeramente utilizamos una onda explosiva dirigida y, posteriormente, un chorro de agua a presión ultrarrápido.

—¿Cuáles fueron los resultados?

—No hubo resultados.

—¿Y la muerte de uno de los miembros de la expedición?

—Esta se debió a un simple caso de negligencia. Nosotros tuvimos en cuenta la posibilidad del surgimiento de una onda reflejada y se lo advertimos a Hanter; pero, desgraciadamente, éste no hizo caso de la advertencia y no utilizó el refugio.

—Hemos oído decir que el piloto de la expedición logró penetrar en la cúpula. ¿Es cierto eso?

—Sí, es cierto.

—¿Por qué, entonces, se niega a hablar? Revele usted el secreto.

—Su conducta no encierra ningún secreto. Simplemente, que yo prohibí divulgar las informaciones que tienen relación con nuestro trabajo.

—No acertamos a comprender el porqué de esa decisión. Explíquelo, por favor.

—Porque mientras la expedición no sea disuelta, yo respondo personalmente de toda la información.

—¿Quién, a excepción de Martin, logró penetrar en la aureola azul?

—Dos rusos: el camarógrafo de la expedición y el meteorólogo.

—¿De qué modo?

—En paracaídas.

—¿Y cómo regresaron?

—Del mismo modo.

—Los paracaídas son para saltar hacia abajo, comandante, no para volar. ¿Hicieron uso de un helicóptero?

—No, no utilizaron ningún helicóptero. Simplemente, el campo de fuerza los detuvo, los rechazó y los hizo descender.

—¿Qué vieron ellos?

—Pregúnteles a ellos mismos cuando la expedición sea disuelta. Tengo la convicción de que todo lo que ellos vieron fue un espejismo inculcado.

—¿Con qué propósito?

—Con el propósito de turbar y asustar a la humanidad. Con el objeto de inculcarle a ésta la idea de la capacidad todopoderosa de la ciencia y de la técnica extraterrestre. En cierto grado, a mi me convencieron las palabras de Zernov en el Congreso, cuando dijo que todo ese superhipnotismo de los visitantes es una forma de contacto. Sí, pero debo agregar, que es un contacto entre colonizadores futuros y sus esclavos.

—¿Y aquello que vieron el piloto y los paracaidistas les asustó y turbó?

—No creo. Esos muchachos son fuertes.

—¿Concuerdan ellos con su criterio?

—Yo no le impongo mi criterio a nadie.

—Sabemos que el piloto vio Nueva York y que los rusos vieron Paris. Algunos creen que eso fue una copia real al estilo de Sand City. ¿Cuál es su opinión?

—Ya les he expuesto mi criterio al respecto. Por lo demás, el área de la llama azul no es tan grande como para construir en ella dos ciudades con las dimensiones de Nueva York y Paris.

COMENTARIOS DE ZERNOV: «El almirante tergiversa los hechos. No es cuestión de construir, sino de reproducir las imágenes visuales que los seres cósmicos lograron grabar. Esto sería igual a un montaje fotográfico, donde una cosa se elige, se examina y luego se adapta a otras. Nuestros jóvenes y Martin tuvieron la suerte de ver aquel laboratorio de los visitantes: les dejaron entrar por la «trastienda».

Así transcurría el tiempo mientras corríamos por el camino a Umanak. Este era el camino más asombroso del mundo. Creo que ninguna máquina nuestra hubiera podido construir una superficie tan ideal. Sin embargo, pese a esa perfección del camino, nuestro vehículo todoterreno se detuvo, bien porque una de sus orugas se rompió, bien porque el motor se averió. Sólo sé que Vanó no nos explicó nada y farfulló: «Ya les advertí que tendríamos mucho trabajo con este aparato». Una hora después, cuando el segundo todoterreno y los trineos que lo acompañaban se habían perdido ya en el horizonte, nosotros seguíamos reparando el aparato. Nadie, sin embargo, acusó a Vanó de negligente, ni se lamentó. El único que se movía por el interior de la máquina era yo, molestando a todos mis compañeros. Irina escribía un artículo para la revista «Mujeres soviéticas». Anatoli trazaba sobre sus mapas ondulaciones —incomprensibles para mí— de las corrientes de aire, debidas a los cambios de temperatura. Zernov, como él afirmó, preparaba el material para su trabajo científico, quizás para su nueva tesis.

—¿Estás preparando tu segunda tesis de doctorado? —le pregunté asombrado—. Pero, ¿para qué?

—No te asombres. Esta no es mi segunda tesis de doctorado, sino la tesis de candidato a doctor en ciencias.

Creí que bromeaba.

—Deja tus bromas —le dije.

Me miró con compasión, (profesores bondadosos se apiadan siempre de los imbéciles), y luego, con paciencia, respondió:

—Mi ciencia —aclaró él pacientemente— ha sido destruida por los sucesos actuales, y será muy larga la espera del futuro. Yo no viviré tantos años como para verlo.

Yo seguía sin comprenderle y le dije:

—Pero, ¿por qué eres tan pesimista, si dentro de algunos años, al repetirse el invierno, llegará de nuevo la nieve y con ella el hielo?

—El proceso de formación del hielo —me interrumpió— lo conoce cualquier escolar. A mí me interesa el hielo continental milenario. Dices tú que vendrán grandes fríos y se formará otro hielo. Sí, vendrán. Durante los últimos 500 mil años hubo, por lo menos, tres invasiones de hielo. La última ocurrió hace 20 mil años. ¿Quieres que yo espere la siguiente? ¿Y por dónde vendrá? No, amigo, no esperaré a que el eje de la Tierra se incline. Aquí no sirve andar con tretas, tendré que cambiar de profesión.

—¿Y cuál elegirás?

Se rió:

—Trataré de no alejarme mucho de los «jinetes». Me dirás, quizás, que hay más material hipotético que experimental. Sí, así es; pero, como dicen los cibernéticos, se puede encontrar la solución casi óptima de casi todos los problemas —su mirada empezó a mostrar aburrimiento, porque aun los profesores más bondadosos se cansan de los «por qué»—. Sería mejor que salieras a caminar y filmaras algo. Tu profesión todavía se cotiza.

Salí de la máquina llevando conmigo la cámara, pero al pisar el suelo no encontré nada que pudiese ser de interés para la filmación, a excepción de los últimos pedazos de hielo sobre la tierra. Vanó soldaba la oruga rota. El haz de chispas blancas que despedía su aparato no me permitía molestarle. Miré hacia los lados y, de pronto, quedé intrigado: a la distancia de un kilómetro delante de nuestro vehículo y en medio del perfecto camino de hielo se veía algo grande de color rojo vivo, parecido a un mamut acostado, si los mamuts hubieran vivido aquí y, además, hubiesen tenido una piel tan roja. ¿O puede ser que el color rojo desde lejos adquiera este matiz por los reflejos del sol que cuelga en el horizonte? ¿O era esto simplemente un gran reno de color taheño?

El objeto me obligó a aproximarme a Vanó.

—Vanó, por favor, mira el camino.

El miró:

—¿Qué debo mirar? ¿Aquella roca rojiza?

—No es rojiza, sino de un rojo vivo.

—Aquí todas las rocas son rojas.

—Sí, pero, ¿por qué ésta está en el medio del camino?

—No está en el medio, sino al lado del camino. Posiblemente cuando ellos cortaron el hielo la dejaron en ese lugar.

—Eso no puede ser, porque aquella vez que pasamos por este sitio esa roca no se encontraba allí.

Vanó la observó con más atención:

—Quizás tengas razón. Bien, cuando emprendamos la marcha, veremos lo que es.

A distancia, la roca parecía inmóvil y cuanto más la observaba tanto más me convencía de que su forma era más parecida a una roca que a un animal agazapado. En la escuela había aprendido que en Groenlandia no habitan animales grandes, y mucho menos, renos. ¿Cómo se alimentaría un reno en este glaciar continental que además había sido cortado por mitad?

Vanó, sin prestar atención ni a mí ni a la roca, continuó en su trabajo de soldadura. Decidí acercarme a la roca. Un magnetismo inefable me empujaba hacia ella. No acierto a explicar claramente qué era eso, pero me señalaba la roca y decía: «Ve y sabrás». Y eché a andar en dirección a ella. Al principio la roca o el animal agazapado no me traía a la memoria ninguna asociación con las cosas del pasado, pese a todos los esfuerzos que hacía por recordar mis días de antaño. Ocurre a veces que no podemos traer a la mente algo que nos es muy conocido, a pesar de todos los esfuerzos para recordarlo. Eso ocurría ahora conmigo.