Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—Este fue un método de simulación totalmente diferente de los otros.

—¿Se refiere a los «jinetes»? —le pregunté.

—Esa palabrita no me deja tranquilo —manifestó irónicamente—. Aparece por todas partes. Respecto a la simulación tengo que decirle que fue completamente diferente.

Sin entenderle, pregunté:

—¿Está usted hablando sobre el avión?

—No, no hablo del avión. El avión posiblemente fue copiado por completo del mismo modo que antes. Primeramente lo copiaron inmaterial e ilusoriamente y, luego, materialmente, o sea, repitiendo con exactitud toda su estructura atómica. La gente, sin embargo, fue copiada de otro modo: sólo crearon su aspecto exterior, su caparazón, su función de pasajero. ¿Qué es lo que hace un pasajero? Se sienta en el sillón del avión, mira por la ventanilla, toma refrescos y hojea libros o revistas. Dudo mucho que la vida psíquica del individuo haya sido reproducida en toda su complejidad. Por lo demás, esto no era necesario; lo fundamental era la copia real y activa del avión con sus pasajeros reales y activos. Estoy haciendo conjeturas, naturalmente.

—Pero, ¿por qué ellos destruyen la copia?

—Y, ¿por qué ellos destruyen a los dobles? —inquirió él a modo de respuesta—. ¿Recuerda usted la despedida de mi doble? Hasta hoy día no lo he podido olvidar.

Hizo mutis y dejó de responder a mis preguntas. Sólo cuando nos dirigíamos a la salida y pasábamos por el lado de Lisovski, a quien rodeaban los periodistas, Zemov se sonrió y dijo:

—Tengo la plena convicción de que él les lanzará algunos «jinetes» y de que aquéllos los atraparán y traerán a la memoria el Apocalipsis. ¡Oh, habrá de todo: un caballo pálido, un caballo negro y jinetes portadores de la muerte! ¿Leyó la biblia? ¿No? Entonces léala y parangónela con lo que vendrá.

Las predicciones de Zernov fueron exactas en todos sus detalles. Estuve a punto de saltar de la cama cuando, junto con los telegramas que informaban sobre la aparición de las «nubes» rosadas en Alaska y en el Himalaya, Diachuk me leyó la traducción del artículo del almirante Thompson publicado en un periódico de Nueva York. Hasta la terminología que Zernov había empleado bromeando coincidía plenamente con la del almirante.

«Alguien las llamó con acierto, «jinetes» —escribía el almirante—. Pese a todo, no dio en el blanco. Estas nubes no son simplemente jinetes, sino jinetes del Apocalipsis. Y no es una comparación accidental. Recordemos las palabras del profeta: «…y apareció un caballo pálido. El que lo monta se llama La Muerte y un poder le fue dado para hacer perecer a los hombres por la espada, por el hambre, por la peste y por las bestias salvajes…» Perdónenme todos mis lectores por utilizar la terminología que más convendría a un cardenal católico que a un marinero militar retirado. Empero, yo estoy compelido a hacerlo, debido a que la humanidad está recibiendo a estos intrusos con demasiada despreocupación». El almirante no estaba interesado en saber de dónde venían ellos, si de Sirio o del Alfa de Centauro y no le inquietaba que el hielo de la Tierra fuese transportado al espacio cósmico; lo que le molestaba eran los dobles. Ya en Mirni había expuesto su duda con relación a que se destruía: el hombre o el doble. Ahora, esa duda se manifestaba en una forma agresiva y convincente: «…los dobles y las personas suelen ser idénticos en todo: la misma fisonomía, la misma memoria y el mismo proceso de pensamiento. Pero, quién me puede probar que la afinidad en el pensamiento no tiene un límite tras el cual se manifieste el sometimiento a los creadores». Cuanto más escuchaba a Diachuk, tanto más me asombraba de la convicción fanática del almirante. El hasta rechazaba la realización de un estudio y de una observación objetivos, y exigía la expulsión de los intrusos con la ayuda de todos los medios disponibles. El artículo concluía con una sugerencia extraordinariamente fantástica: «Si de repente cambio de opinión y desdigo mis propias palabras, entonces yo soy el doble y he sido sustituido. En ese caso, les ruego que me ahorquen en el primer farol».

Lo curioso de este artículo no era solamente su contenido, sino también su tono que sembraba pánico y alarma. Era esto precisamente lo que inquietaba. Ya que personas incautas, acostumbradas a tomar en serio cualquier palabrería propagandística, podrían atemorizarse seriamente al conocer este artículo producto de un individuo inteligente, pero prejuiciado en sus ideas. Y lo que es peor, este artículo podría ser utilizado con propósitos malévolos en la ciencia y en la política por individuos inescrupulosos.

Felizmente debemos agradecer al almirante que no haya pedido el apoyo de estos últimos y que no haya competido con ellos en palabras anticomunistas.

Cuando le expuse a Anatoli mis razonamientos, éste dijo:

—El artículo del almirante es sólo una cuestión particular. El problema que surge ahora es otro. Hasta el momento presente, cuando los científicos o escritores de ciencia-ficción han escrito sobre la posibilidad de un encuentro con otro raciocinio del cosmos, lo que les interesaba era la cuestión de si sería amistosa u hostil la actitud de este raciocinio para con los hombres. Mas nadie pensó siquiera en la posibilidad de una actitud hostil de los hombres respecto a este raciocinio. He ahí el quid de la cuestión. Ahora todo el mundo está excitado. Si encendieras la radio por la noche, te enloquecerías. El mundo grita por todas las ondas: los clérigos, los ministros, los senadores y los astrólogos. Los platillos voladores son insignificantes comparado con esto. Hasta en los Parlamentos hubo interpelaciones con relación a este problema.

Esto era algo en lo que se debía pensar. Anatoli a veces expresaba juicios razonables.

Capítulo 11 – Ellos ven, escuchan y sienten

El problema que Anatoli había tocado fue discutido en una reunión especial de la Academia de Ciencias, en cuyo debate yo estaba presente por ser quien filmó a los visitantes del cosmos. Se habló mucho de todo, pero especialmente de la naturaleza del fenómeno y de sus peculiaridades. Esto me llevó de nuevo a la órbita de las «nubes» rosadas.

Llegué al edificio de la Academia de Ciencias donde se debía realizar la reunión, una hora antes, aproximadamente, de la apertura de ésta, pues debía comprobar el proyector, la pantalla y el sonido: la película se proyectaba ya acompañada de texto. En la sala de conferencias encontré solamente a la taquígrafa Irina Fateieva, de la cual me habían dicho que sería la futura secretaria de una comisión especial que se formaría después de la reunión. Yo había sido advertido de que ella era una cobra, una políglota y una sabelotodo. Me habían dicho: «Si le preguntaras, qué resultaría si se mojara un cerebro abierto con una solución de cloruro potásico, recibirías de ella la respuesta exacta. Lo mismo resultaría si le preguntaras algo sobre el cuarto estado de la materia. Aun más, si tú desearas saber el significado de la palabra topología, podrías consultarle a ella». Pero no inquirí nada, lo único que hice fue mirarla, lo que me bastó para convencerme de la veracidad de las advertencias.

Ella llevaba un suéter de color azul oscuro con una ornamentación abstracta muy estricta, sus cabellos se hallaban recogidos en un moño sobre la cabeza, aunque no al estilo del siglo XIX. Sobre su nariz descansaban unos espejuelos ahumados sin montura de lentes rectangulares, a través de los cuales notábanse unos ojos inteligentes, penetrantes y exigentes. Ella escribía en su cuaderno de apuntes y cuando yo entré ni siquiera levantó la cabeza para mirarme.

Tosí.

—No tosa, Anojin, y no se pare en el medio de la sala —dijo ella sin mirarme—. Yo le conozco y sé todo lo relacionado con su persona. Así que, creo superflua la presentación. Siéntese en cualquier lugar y espere que yo termine esta sinopsis.

—¿Qué es una sinopsis? —inquirí.

—No trate de mostrarse más ignorante de lo que es en realidad. Usted no necesita conocer la sinopsis de la reunión, si no fue invitado a ella.

—¿A qué reunión? —quise saber.

—A la reunión del Consejo de Ministros. Ayer mostramos allí su película.

Yo estaba enterado de ello, pero no dije nada. Sus espejuelos rectangulares se dieron la vuelta hacia mí. «¡Qué bueno sería si ella se quitara esos espejuelos!» pensé.

Y se los quitó.

—Ahora empiezo a creer en la telepatía —le dije. Ella se levantó. Era alta como una basketbolista de primera clase.

—Anojin, ¿ha venido usted para examinar el aparato, la tensión de la pantalla y el regulador del sonido? Ya todo eso ha sido comprobado.

—Escuche, ¿qué es la topología? —le pregunté.

Sus ojos sin espejuelos no tuvieron tiempo de incinerarme, porque en esos momentos empezaron a llegar los invitados a la reunión. Nadie quería llegar tarde. El quorum fue reunido en un cuarto de hora. No hubo introitos. El presidente de la reunión le preguntó a Zernov que si habría algunas palabras de introducción. «¿Para qué?» preguntó a su vez aquél. A poco, la luz se apagó y en el cielo azul de la Antártida, proyectado sobre la pantalla, empezó a inflarse la campana morada.

Esta vez no tuve necesidad de comentar la película, porque la voz del locutor en la grabadora lo hacía en mi lugar. A diferencia de aquella reunión tensa que tuvo lugar en Mirni durante la proyección de la película por primera vez, ésta parecía una reunión de amigos ante la pantalla del televisor. De tiempo en tiempo las réplicas le «pisaban los talones» al locutor, eran alegres en su mayoría, algunas eran comprensibles sólo para los iniciados en las ciencias que dominaban aquí; otras eran punzantes como las estocadas de los esgrimistas y, en ocasiones, eran tan ingeniosas como las expresadas en un club de bromistas. Yo recuerdo algo de esto. Cuando la flor morada se tragó a mi doble junto con su cruzanieves, alguien, con una voz de bajo, gritó:

—¡Que levante la mano el que considere al hombre como la cúspide de la creación!

Se oyó una risotada. La misma voz prosiguió:

—Debemos tener en cuenta una cosa irrefutable: ningún sistema creador de copias es capaz de construir una copia estructural más compleja que él mismo.

Cuando el borde de la flor, doblándose, empezó a desprender espuma oí:

—Es la espuma líquida, ¿verdad? ¿Cuáles serán sus componentes? ¿Gas? ¿Líquido? ¿O una sustancia capaz de formar espuma?

—¿Está usted seguro de que eso es espuma?

—Yo no estoy seguro de nada.

—Quizás sea plasma a baja temperatura, ¿verdad?

—El plasma es un gas. Siendo así, ¿qué lo retiene?

—La trampa magnética. El campo magnético puede generar las paredes necesarias.

—Tonterías, colega. ¿Por qué ese gas disperso y efímero no se desintegra ni se esfuma bajo la presión de este campo? Pues éste no sería un campo privado de fuerza en el sentido de que no tiende a cambiar la forma.

—¿Cómo, a su juicio, las nubes de gases interestelares forman campos magnéticos?

Otra voz se mezcló en la conversación:

—La presión del campo es variable, por cuya causa varía también la forma.

—La forma sí, pero, ¿por qué varía el color?

Lamenté no haber traído conmigo el magnetófono. La sala calló por unos minutos: en la pantalla apareció la flor gigante tragándose el avión, y el tentáculo-serpiente violeta engulléndose el modelo insensible de Martin. Aún estaba pulsando sobre la nieve, cuando una voz dijo:

—Quisiera hacerles una pregunta a los autores de la hipótesis del plasma. ¿Creen ustedes que ambos, el avión y el hombre, se fundieron en el chorro de gas dentro de la «botella» magnética?

Una risotada proveniente de la primera fila llenó la sala. Yo lamenté de nuevo no haber traído conmigo el magnetófono: ya empezaban a intercambiarse «disparos».

—En esto hay mística. Considero que es improbable.

—Para reconocer como posible la existencia de lo improbable no es necesaria la mística, sólo bastan las matemáticas.

—Eso es paradójico.

—Aquí, los matemáticos hacen más falta que los físicos. El matemático encontraría resoluciones más positivas que las que podrían lograr los físicos.

—Sería interesante saber qué es lo que encontraría.