Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

El era un hombre gordo, pequeño y ágil con una ridícula gorrita de ciclista. Sus ojos, llenos de vida y de furia, me miraban con repulsión. Miré a Mitchell, quien me hacía señas, dándome a entender que el desconocido estaba loco. El desconocido, al notarlo, dirigió su furia contra Mitchell:

—¿Quién está loco? ¿Yo? —chilló él acercándose a Mitchell—. ¡Locos están todos ustedes, todos los habitantes de esta ciudad! Encienden las luces eléctricas por la mañana y responden a todas las preguntas con un: «No lo sé». Bien, contéstame. ¿Es de mañana o de tarde?

—Es de mañana, naturalmente —respondió Mitchell—; pero en esta mañana hay algo extraño en la ciudad. No puedo decir lo que es ese algo.

La metamorfosis que tuvo lugar en el gordo fue asombrosa. Dejando sus gritos, rió en silencio y acarició la diestra sudorosa de Mitchell, mostrando unas lágrimas en su rostro.

—Gloria al Todopoderoso: he encontrado un hombre normal en esta ciudad de locos —dijo finalmente sin soltar la diestra de Mitchell.

—Ha encontrado dos —le aclaré, extendiendo mi mano—. Usted es el tercero. Cambiemos ahora nuestras impresiones, quizás logremos comprender este enredo.

Nos detuvimos en el borde de la acera, separados de la carretera por una fila cerrada de automóviles estacionados y vacíos.

—Señores, explíquenme lo más absurdo —comenzó diciendo el gordo—. Explíquenme estos trucos con los automóviles. Estos corren y luego, de improviso, desaparecen, se desvanecen en la nada.

Sinceramente yo no le entendía. ¿Qué era eso: «en la nada»? Nos lo explicó, mas antes de hacerlo, pidió un cigarrillo para tranquilizarse: «No fumo, saben, pero los cigarrillos calman los nervios».

—Mi nombre es Lesley Baker, y mi especialidad es agente comercial: ropa de mujer y cosméticos. Estoy todo el tiempo de viaje, un día aquí, otro día allá, como un nómada. Arribé a este lugar en ruta hacia Nuevo Méjico, por la carretera N° 66. Yo viajaba horriblemente mal, como un caracol. Recuerdo ahora un gran camión verde que iba delante de mí y no me dejaba pasar. ¿Saben ustedes lo que es ir despacio? El dolor de muelas es una delicia en comparación con eso. A mi memoria llega también el recuerdo de aquel letrero: «Está usted entrando en la ciudad más tranquila de los Estados Unidos». Y la ciudad más tranquila crea cosas que no se ven ni en las manos de los prestidigitadores. En los límites de la ciudad, allí donde la carretera sin aceras ya se ensancha, traté de nuevo de pasar al camión que me torturaba. Aceleré, viré levemente a la izquierda y… aquél desapareció, se desvaneció. ¿No lo comprenden? Yo tampoco lo comprendí. Viré levemente a la izquierda y reduje mi marcha, mas al mirar a ambos lados de la carretera no vi el camión: desapareció, se diluyó como azúcar en una taza de café. Y en ese momento choqué contra una barrera de alambres espinosos. Por suerte yo corría despacio.

—¿De dónde apareció esa barrera de alambres en la carretera? —inquirí asombrado.

—¿En qué carretera? Allí ya no había ninguna carretera; ésta desapareció junto con el camión. Había tan sólo un valle rojo pelado con una islita verdosa a distancia, y todo ello rodeado por una barrera de alambres. Era propiedad privada. ¿No lo creen? Al principio yo tampoco lo creía. Bien, desapareció el camión, al diablo con él; pero, ¿qué sucedió con la carretera? ¿Deliré acaso? Cuando me di la vuelta, estuve a punto de morir de terror: un «Lincoln» negro se lanzaba sobre mí y la barrera. Esta era la muerte negra que se acercaba a una velocidad de no menos de 100 millas por hora. Yo ni salté de mi coche, sólo cerré los ojos: era mi final. Transcurrió un minuto y el final no llegaba. Abrí los ojos: ni final ni «Lincoln»

—¿Y no cruzó por su lado…?

—¿Hacia dónde? ¿Por qué carretera?

—Entonces, ¿desapareció también?

Él asintió.

—¿Siendo así, los automóviles desaparecieron antes de llegar a la barrera de alambres?

—Exacto. Uno tras otro. Durante los diez minutos que permanecí allí, desaparecieron todos en el borde de la carretera. Yo estaba de pie, pestañeando como Rip Van Winkle. Los habitantes de esta ciudad tienen para todas las preguntas una sola respuesta: «No lo sé». ¿Por qué los automóviles llevan los faros encendidos? No lo sé. ¿Hacia dónde desaparecen? No lo sé. ¿Se dirigen acaso al infierno? Tampoco lo sé. ¿Dónde está la carretera? No lo sé. Y sus ojos son glaciales como los de los muertos.

Para mí estaba claro la clase de ciudad que era ésta. Todo lo que necesitaba para comprobarlo era una prueba más: verlo con mis propios ojos. Miré hacia los lados, levanté mi brazo y detuve uno de los automóviles que pasaba por la carretera; éste se detuvo. Su chofer tenía también los ojos glaciales. Empero, me arriesgué a pedirle:

—Yo quisiera llegar a los límites de la ciudad, a dos barrios de aquí, ¿me lleva?

—Siéntese —propuso indiferente.

Me senté a su lado, en tanto que el gordo y Mitchell, sin comprender nada, se acomodaban en el asiento de atrás. El chofer, con apatía, dio la vuelta y aceleró el automóvil. Dejamos atrás estos dos barrios en medio minuto.

—Miren —susurró inquieto Baker. Delante de nosotros, allí donde la carretera era cortada por la arcilla roja, estaba la barrera de alambres espinosos. Sólo divisábamos una parte de ella, pues el resto se ocultaba detrás de las casas de la carretera, dando la impresión de que la ciudad estaba rodeada de alambres y aislada del mundo de los vivos. Todo lo que veía ahora me lo había imaginado después de escuchar el relato de Baker, pero la realidad resultó ser más absurda que las palabras de éste.

—¡Cuidado con los alambres! —gritó Baker agarrando el brazo del chofer.

—¿Dónde están? —preguntó éste liberando su brazo—. ¡Está loco!

Evidentemente, él no veía los alambres.

—Párate —le dije—, nos bajaremos aquí.

El chofer dejó de acelerar, pero yo ya comenzaba a ver cómo el radiador se evaporaba en el aire, como si algo invisible se tragara el carro pulgada por pulgada; desaparecía el vidrio delantero, el panel de instrumentos, el volante y las manos del chofer. Esto era tan horrible que instintivamente cerré mis ojos de terror; de súbito, un golpe fuerte me lanzó contra la tierra; mi nariz dio de sopetón contra el polvo del suelo y mis pies rozaron el asfalto. «Caí en el mismo borde de la carretera» pensé. ¿Pero cómo fui lanzado a tierra, si la puerta del automóvil estaba cerrada y éste no se volcó? Al levantar la cabeza noté la carrocería de un automóvil gris, desconocido. A su lado, en el polvo, al borde de la carretera, yacía sin sentido el pobre agente comercial.

—¿Estás vivo? —preguntó Mitchell, arrodillándose a mi lado. Este tenía un ojo amoratado—. A mí me lanzó de frente contra el coche de Baker —me dijo, señalando la máquina enredada en la barrera de alambres.

—¿Y dónde está nuestro automóvil?

Se encogió de hombros. Por un minuto o dos permanecimos de pie y en silencio al borde de la carretera cortada, mirando el fenómeno fantástico que nos había dejado sin automóvil. El agente comercial se levantó también e hizo suyo nuestro asombro. El milagro se repetía cada tres segundos, cuando los automóviles —a toda velocidad— cruzaban el límite de la carretera. Los «Fords», «Pontiacs» y «Buicks», reyes de la carretera, desaparecían sin dejar huellas, como pompas de jabón. Algunos automóviles se dirigían directamente en dirección a nosotros, pero ni nos movíamos del sitio, porque ellos se evaporaban casi a nuestro lado. Sí, se evaporaban, ésta es la palabra precisa. Este proceso de desaparición tan misterioso e inexplicable era visible ahora con claridad al ser iluminado por los rayos del sol. En realidad, no desaparecían de improviso, sino paulatinamente, como si se introdujeran en un agujero del espacio y se volatilizaran de él, comenzando por el radiador y terminando por la chapa de la matrícula. La ciudad parecía estar rodeada por un vidrio transparente, tras el cual no existían ni la carretera, ni los automóviles, ni la propia ciudad.

A los tres nos inquietaba probablemente un mismo pensamiento. ¿Qué hacer? ¿Retornar a la ciudad? Pero, ¿qué clase de milagros nos esperaba todavía en esta ciudad embrujada? ¿Qué tipo de personas encontraríamos y con quiénes podríamos cruzar unas palabras humanas, normales? Hasta este momento no habíamos encontrado ni una persona normal, excepto el viajante gordo. Supuse que los culpables de todo lo acontecido eran las «nubes» rosadas, a pesar de que los habitantes de la ciudad no se asemejaban a los dobles aparecidos en el Polo Sur. Aquellos eran, o parecían ser, personas, en tanto que éstos tenían el aspecto de resucitados que no recordaban nada, a excepción de la necesidad de ir a algún lugar, conducir el auto, golpear las bolas del billar o beber whisky delante del mostrador del bar. Recordé la versión de Thompson y, por primera vez, sentí verdadero miedo. ¿Será posible que «ellos» hayan reemplazado a todos los habitantes de la ciudad? ¿Acaso…? No, yo necesitaba hacer un nuevo ensayo psicológico; solamente uno.

—Regresemos a la ciudad, muchachos —les dije a mis acompañantes—. Nosotros debemos poner en orden nuestras ideas, si no queremos ser enviados al manicomio. A juzgar por los cigarrillos, el whisky de la ciudad tiene que ser real.

En ese momento pensé en María.

Capítulo 15 – La persecución

Cerca del mediodía llegamos al bar donde trabajaba María. El letrero y la vitrina estaban iluminados con luz de neón. Los dueños no economizaban energía eléctrica ni de día. Mi chaqueta blanca se encontraba bañada de sudor; por suerte, dentro del bar la temperatura era agradable y apenas había gente. Los taburetes altos del mostrador estaban vacíos; algunas parejas susurraban junto a la ventana y un viejo semiborracho en un rincón del bar saboreaba su brandy con jugo de naranja.

María no nos oyó al entrar. Ella, de espaldas a nosotros tras el mostrador, colocaba botellas en la estantería. Trepamos a los taburetes y cambiamos entre nosotros miradas expresivas sin pronunciar palabra. Mitchell estuvo a punto de llamarla, pero le detuve a tiempo, obligándole a guardar silencio: el ensayo psicológico me pertenecía a mí.

Este era el experimento más difícil de todos en esta ciudad loca.

—María —la llamé en voz baja.

Ella se dio la vuelta rápida, como si mi voz la hubiese asustado. Sus ojos miopes y semicerrados, desprovistos de espejuelos, y la luz viva que caía del techo cegándola, fueron quizás la causa de su indiferencia para con nosotros. No me reconoció.

Ella iba vestida y peinada como a mí me gustaba: un rizado simple sin presunción de artista de cine; y sobre su cuerpo jugueteaba el vestido rojo de mangas cortas que yo prefería entre todos. Todo ello evidenciaba una cosa: que ella sabía de mi llegada y me esperaba. Me sentí mejor y por unos minutos olvidé mis dudas y temores.

—¡María! —la llamé en voz alta.

Su respuesta fue una sonrisa coqueta con una pequeña inclinación de cabeza, típica de cualquier muchacha de bar, pero no de María: el trato con las personas que conocía era diferente.

—¿Qué te sucede, niña? —inquirí—. ¡Yo soy Don!

—¿Cuál es la diferencia entre Don o John? —respondió ella coqueta y jugando con los ojos; pero sin reconocerme—. ¿En qué puedo servirle, señor?

—Mírame —le supliqué.

—¿Para qué? —quiso saber ella asombrada y me miró. Observé no los dos ojos azules y rasgados como los de las muchachas de los cuadros de Salvador Dalí, siempre vivos, cariñosos y a veces furiosos, sino otros completamente diferentes, fríos, muertos, como los de Fritch, los ojos de la muchacha del quiosco de tabaco, los del chofer que se evaporó en la carretera junto con su automóvil; los ojos de una muñeca. Aparato de cuerda. Brujo. Nada vivo. El ensayo fracasó: en la ciudad no había seres vivos. Entonces, una decisión rápida se apoderó de mí: huir, huir a cualquier lugar, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que todo aquel horror se lanzara contra nosotros.