Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

El almirante observó a cada uno de nosotros y, como si dudara de nuestra decisión, agregó:

—Si alguien teme, puede rehusar de hacerlo. No insistiré en ello.

Anatoli y yo nos miramos.

—Está nervioso —me dijo éste—, ha empezado ya a eximirse de la responsabilidad. ¿Cómo te sientes?

—Bien. ¿Y tú?

—Maravillosamente bien.

El almirante, escuchando el idioma extraño, aguardaba en silencio.

—Nosotros cambiábamos algunas impresiones —le aclaré con sequedad—. Ya estamos preparados para la misión, almirante.

El avión despegó desde la meseta de hielo, tomó altura y se dirigió al este, contorneando las protuberancias pulsatorias. Luego viró y se lanzó bruscamente en dirección contraria a la ruta que llevaba, descendiendo paulatinamente. Debajo de su fuselaje, azuleaba peligrosamente un mar de fuego furibundo que no quemaba. La «entrada» violeta era claramente visible —un remiendo de color lila sobre un brocado azul— y parecía tan densa y sólida como la tierra. Por unos minutos tuve miedo: era un salto de poca altura y posiblemente tendrían que recoger nuestros propios huesos.

—No teman —dijo Martin consolándonos—; no se harán daño. Aquello que hay allá abajo es como la espuma de la cerveza un poco coloreada.

Y saltamos. Me lancé detrás de Anatoli. Los paracaídas se abrieron sin dificultad. Debajo de mí, el de Anatoli asemejábase a una mariposa multicolor. Vi a Anatoli entrar en el cráter violeta y me dio la impresión de que se hundía en un pantano implacable: primero Anatoli y después su sombrilla multicolor. Por un instante me quedé aterrado: «¿Qué me esperaba allí detrás de la tapa de gases turbios? ¿Hielo, sombras o la muerte por el impacto o por la falta de aire?» Antes de que tuviese tiempo de adivinarlo, penetré en una sustancia negra y apenas tangible, desprovista de temperatura e inodora. El color lila se tornó rojo, que era tan conocido para nosotros. La intangibilidad del medio hizo que mi propio cuerpo perdiera las sensaciones. Yo no veía ya mi cuerpo, pues parecía que se había disuelto en el gas. Tenía la sensación de que era mi conciencia, mi pensamiento, y no mi cuerpo, lo único que nadaba en esta espuma purpúrea e incomprensible. No había nada: ni paracaídas, ni cuerdas, ni cuerpo. Yo no existía.

De repente, mi vista sufrió algo como un choque: sobre nuestras cabezas apareció el cielo azul y debajo de nuestros pies, una ciudad. Al principio apenas vislumbrábase oculta por la niebla, luego, al disiparse ésta, sus contornos se dibujaban con mayor claridad mientras descendíamos. ¿Por qué Martin la llamó Nueva York? A pesar de que yo nunca había estado en esa ciudad y jamás la había visto desde un aeroplano, tenía una idea, por algunos detalles, de cómo podía ser desde el aire. Esta ciudad que veíamos ahora era completamente diferente que Nueva York, porque no se notaban ni la Estatua de la Libertad, ni el Empire State Building, que conocíamos tan bien por las fotos, ni las calles-cañones con las abruptas paredes de los rascacielos, a cuyos pies, a guisa de abalorio multicolor, movíanse los automóviles. No, ésta no era aquella Bagdad sobre el Subway que había descrito O’Henry, no era aquélla la ciudad del Diablo Amarillo maldecida por Gorki, ni tampoco el Mirgorod de Acero descrito por el poeta Esenin, sino otra ciudad completamente diferente y mucho más familiar para mí. Sabía que pasados unos minutos la reconocería.

¡Y la reconocí! Debajo de mí, erguida en el espacio tridimensional, estaba la gigantesca letra A de la Torre Eiffel. A su lado, a la derecha y a la izquierda, notábanse las sinusoidades del río Sena: una banda argentino-verdosa brillante al sol. Mas al instante, el verde triángulo del Jardín de las Tullerías me mostró la diferencia entre una verdura real y la ilusoria. A muchas personas, desde el aire, los ríos les parecen de color azul; yo los veo siempre verdes. Y este Sena verde se encorvaba a la derecha en dirección a Ivry y a la izquierda hacia Boulogne. Mi vista divisó el Louvre y el recodo del río Sena cuya concavidad oprime a la isla de la Cité. Desde donde me encontraba, apreciaba el Palacio de Justicia y la Catedral de Notre Dame semejantes a dos cubos pétreos con sus contornos adornados de encajes negros; pero aun así los reconocía; como reconocía el Arco de Triunfo en su famosa plaza desde donde parten radialmente más de diez calles.

«¿Por qué Martin se equivocó?» me pregunté intrigado. Yo no era un gran conocedor de Paris, puesto que apenas lo había visto una sola vez desde la ventanilla del avión; sin embargo, esa sola observación concentrada me fue suficiente para orientarme ahora. Aquel día del aterrizaje, recorrí junto con Irina los lugares vistos desde el aire. No tuvimos tiempo suficiente para verlo todo, pero lo que observamos se me quedó grabado firmemente en la memoria. De repente, a mi mente llegó una duda: «¿Y si Martin no se equivocó realmente? ¿Y si él vio Nueva York y yo veo ahora Paris? En ambos casos era un hipnoespejismo, como afirmó Thompson. Bien, pero, ¿por qué los visitantes nos imponen diversas alucinaciones? ¿Toman para ello, quizás, la memoria de la infancia? Pero, ¿por qué yo, que nací en Moscú y no en Paris, debo ver la Torre Eiffel y no la Catedral de San Basilio? Si aceptamos que las «nubes» eligieron el pasado reciente, ¿por qué Martin vio Nueva York, si hacía diez años que él no veía esa ciudad? ¿Qué lógica se encerraba en esta proyección de películas completamente diferentes? De nuevo tuve reflexiones agobiadoras: ¿Y si no son ni películas, ni espejismos, ni alucinaciones? ¿Y si de veras en este laboratorio gigantesco ellos reproducen las ciudades que más les impresionaron? Pero, ¿cómo las reproducen, mental o materialmente? ¿Y con qué objeto? ¿Con el objeto de concebir la urbe como la forma estructural de nuestra comunidad? ¿Para concebirla como el núcleo social de nuestra sociedad? ¿O simplemente como una parte viva, multifacética y vibrante de nuestra vida humana?»

—Todo esto parece una pesadilla —afirmó Anatoli. Me di la vuelta en el aire y le vi a dos metros de mí, colgando de las cuerdas de su paracaídas. Dije, «colgando», porque él no caía, ni flotaba, sino que precisamente pendía fijo, inmóvil, en el aire. No soplaba el viento y en el cielo no se notaba ni una sola nube. Existían tan sólo el cielo ultramarino, la ciudad a la distancia y Anatoli y yo que estábamos a medio kilómetro de altura suspendidos por las cuerdas rígidas de los paracaídas, que se mantenían de modo inexplicable en el aire. Digo «en el aire», pues respirábamos libre y fácilmente como en el Albergue de los Once situado sobre la cima del Elbruz.

—Martin nos mintió —afirmó Anatoli.

—No, él no nos mintió —objeté.

—Entonces, se equivocó.

—No lo creo.

—¿Y qué estás viendo ahora? —inquirió alarmado.

—¿Y tú?

—Pues, la Torre Eiffel, naturalmente. ¿Acaso crees que no la conozco?

Anatoli veía también Paris, lo que significaba que la hipótesis sobre la hipnoalucinación destinada especialmente al sujeto de estudio, se excluía.

—Pese a todo, éste no es Paris, porque hay algo que lo distingue del verdadero —dijo Anatoli.

—Tonterías.

—Entonces, dime, ¿dónde puedes encontrar montañas en Paris? ¿No sabes acaso que los Pirineos y los Alpes se encuentran lejos de esta ciudad? Mas, ¿qué es aquello?

Al mirar a la derecha, observé una cadena de montañas pobladas de bosques y coronadas con picos de piedras y sus cimas de nieve.

—Puede ser que esto sea la Groenlandia real —sugerí.

—Eso es imposible por dos razones: primero, porque estamos dentro de la cúpula y, segundo, porque se ven cimas cubiertas de nieve. ¿No sabes acaso que ahora no hay cimas de nieve en ningún lugar de la Tierra?

Observé nuevamente la cadena de montañas. Entre ésta y la cúpula divisábase una línea azul de agua: ¿un lago o un mar?

—¿Cómo se llama el juego? —inquirió de sopetón Anatoli.

—¿Qué juego?

—El juego en que se reconstituyen los dibujos y cuadros recortados caprichosamente.

—¡Ah! Rompecabezas.

—¿Cuántos empleados trabajaban en el hotel? —razonaba Anatoli ensimismado—. Cerca de treinta. ¿Eran todos Parisienses? Posiblemente que alguno era de Grenoble, o de alguna región donde había montañas y mar. Si pegáramos los recuerdos que tienen esos individuos tanto de Paris como de su ciudad natal, no habría copia, por lo menos, resultaría cualquier cosa, pero no una copia.

Repetía la hipótesis de Zernov. Yo, empero, seguía en mis reflexiones. «Este es un juego. Hoy construimos y mañana destruimos. Hoy es Nueva York y mañana Paris. Hoy es Paris con el Mont Blanc y mañana es Paris con el Fuji Yama. ¿Por qué no? ¿Acaso lo que ha sido creado en la Tierra por el hombre y la naturaleza es el límite de la perfección? ¿No supone, quizás, la repetición de la creación cierto mejoramiento? ¿Se está buscando en este laboratorio lo típico de la vida terrestre? ¿Se está verificando y especificando lo típico del mundo? Y toda esta mezcolanza irreal para nosotros, ¿es acaso para ellos lo que precisamente están buscando?»

Al fin y al cabo me sentí confundido. El paracaídas flotaba sobre mi cabeza a guisa de techo de café callejero. Lo único que faltaba era la mesa y la limonada. Sólo ahora empecé a sentir calor. El sol no alumbraba, pero el bochorno era insoportable.

—¿Por qué no caemos? —inquirió Anatoli.

—¿Terminaste la escuela secundaria o te expulsaron de la primaria?

—No charlatanees. Te estoy hablando en serio.

—Y yo también. ¿Has oído hablar del fenómeno de la ingravidez?

—Sí. En la ingravidez uno flota, mas ahora no ocurre lo mismo, pues yo no puedo moverme. Hasta mi paracaídas parece estar hecho de madera, como si algo lo retuviera.

—No «algo», sino alguien.

—¿Por qué?

—Por gentileza. Dueños hospitalarios dan una lección de cortesía a huéspedes no invitados.

—¿Y para qué crearon Paris?

—Tal vez les gusta su geografía.

—Eso sucedería si ellos fuesen seres racionales… —explotó Anatoli.

—Me gusta tu «si».

—No te mofes de mí. Te estoy hablando en serio. Ellos deben tener un objetivo determinado.

—Tienes razón. Ellos graban nuestras reacciones y, posiblemente, están grabando ahora nuestra conversación.

—Eres insoportable —afirmó Anatoli, y calló. Al momento, fuimos empujados de nuestra posición por un soplo de viento y empezamos a volar sobre Paris.

Al principio descendimos unos doscientos metros. La ciudad estaba más cerca y sus detalles se distinguían con más claridad. Pudimos ver el negro humo entrecano que subía haciendo volutas sobre las chimeneas de las fábricas. Las grandes barcazas que descansaban sobre el Sena se diferenciaban ahora de las lanchas de motor. El gusanito largo que veíamos desde nuestra antigua posición deslizándose por la orilla del Sena, tomó ahora el aspecto de un tren que se aproximaba a la estación de Lyon. Las personas, como granos derramados sobre las calles, se veían ahora a guisa de mosaico abigarrado de trajes y vestidos de verano. Luego, fuimos empujados hacia arriba y la ciudad empezó a alejarse y a disiparse a la distancia. Anatoli voló hacia arriba y desapareció con su paracaídas en el tapón color violeta. Pasados dos o tres segundos, yo desaparecí también, y ambos, como dos delfines, saltamos sobre el borde de la cúpula azul. En este proceso, nuestros paracaídas no cambiaron de forma y se mantuvieron abiertos como si los soplaran corrientes de aire imperceptibles. A poco, descendimos sobre la banda blanca del glaciar.