Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—¿La realizó el ateo? —inquirí sonriendo. Ella suspiró:

—Todo es realizado por la clarividencia de Dios.

—¿Y las «nubes» rosadas?

—En las sagradas encíclicas se señala que fueron creadas por seres humanos. La creación de nuestros hermanos del Universo ha sido realizada a imagen y semejanza de Dios.

Pensé que las sagradas escrituras habían cedido ante un mal peor, al darle preferencia a la hipótesis antropocéntrica. Para el mundo cristiano, ésta era la única salida. Pero, ¿y para la ciencia? ¿Qué hipótesis fue apoyada por el Congreso? ¿Y por qué hasta ahora no me he enterado de nada?

—¿Es ésta una clínica o una cárcel? —inquirí furioso—. ¿Por qué me torturan por medio del sueño?

—No le torturamos, le curamos. Empleamos la terapéutica del sueño.

—¿Dónde tienen los periódicos? ¿Por qué no me dejan leerlos?

—La completa separación del mundo exterior es también parte del tratamiento. Cuando éste termine, usted recibirá todo lo que desee.

—Pero, ¿cuándo terminará el tratamiento?

—Tan pronto como se encuentre bien.

—Sí, pero, ¿cuándo…?

—Pregúntele al profesor.

Me sonreí interiormente: no me resistió. Decidí entonces realizar un ataque por los flancos:

—Estoy mucho mejor, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué no recibo visitas, pues? ¿O es que todos me olvidaron?

Había que ser monja para poder sostener el ataque de un paciente como éste. La hermana Teresa, a excepción de aquel día en que se subió de tono, se mantuvo todo el tiempo firme. Hasta algo semejante a una sonrisa se dibujó en sus labios imperturbables y dijo:

—Hoy es día de visita. Empezará dentro de… —miró el reloj de pulsera, cuya fulguración yo había visto muchas veces durante mis despertares— …diez minutos.

Esperé esos diez minutos tan manso como un corderito. Me permitieron sentarme en la cama y conversar sin mirar el reloj: mi herida ya se había cicatrizado por completo.

Sin embargo, Irina me advirtió:

—Yo hablaré y tú preguntarás.

Empero, yo no quería preguntar nada, sino repetir eternamente estas palabras: «Querida mía», «querida mía», «querida mía…» ¡Qué interesante fue el desarrollo de nuestro amor! No hubo explicaciones previas, ni suspiros, ni insinuaciones y semialusiones. Mi duelo con Bonnville-Mongeusseau lo resolvió todo. Me pregunté si Irina lo sabía todo. Sí, ella lo sabía. Zernov se lo contó todo. Mientras yo pasaba mis desventuras, ella se encontraba en un estado de atontamiento. Era un sueño y no lo era y sentía un completo vacío en la memoria. Ya de mañana, se despertó sintiendo un amodorramiento y con pocos deseos de levantarse de la cama.

—En tanto que tú, a la sazón, sangrabas en la habitación de Zernov. Por suerte él llegó a tiempo, cuando todavía respirabas.

—¿De dónde llegó?

—Del hall. El yacía allí casi sin sentido y con todo el cuerpo llagado por golpes. ¡Qué milagros! Parecía haber regresado de las Cruzadas.

—Pienso que de una época posterior a ellas. Quizás del siglo XVI. Sus espadas no tenían vainas y las hojas eran finas como una cañita. ¡Trata de repeler un rayo!

—¿Y tú lo repeliste? ¡Qué buen mosquetero! Primeramente debes aprender la técnica de la esgrima.

—La aprendimos en el instituto. Nosotros, los cineastas, debemos saberlo todo. Ese conocimiento me fue muy útil.

—Tan útil que caíste en la mesa de operaciones.

—Porque fui atrapado en una trampa. Detrás de mí se encontraba la pared y a un lado había una zanja, en tanto que él ¡podía maniobrar libremente!

—¿Quién?

—Mongeusseau. Intenta alguna vez luchar contra el campeón olímpico. ¿Recuerdas al joven que llevaba una venda sobre un ojo en la mesa del hotel?

Irina no se sorprendió:

—El sigue en el hotel, y como siempre junto a Garresi. ¡Y yo que creía que él era un actor de cine! Ellos son los únicos, con la excepción de nosotros, que continúan hospedados en el hotel después de aquella noche terrible. ¡Qué pánico! El portero hasta se suicidó.

—Qué portero? —prorrumpí.

—Aquel calvo…

—¿Etienne? —pregunté intrigado—. ¿Por qué?

—Nadie lo sabe. Antes de suicidarse no dejó ningún papel que pudiese aclarar la decisión que tomó. Aunque creo que Zernov sospecha algo.

—Su muerte es maravillosa —afirmé—. Un perro necesita una muerte de perro: a tal vida tal muerte.

—¿Tú también sospechas?

—No sospecho; lo sé.

—¿Qué sabes?

—Es una historia muy larga. Te la contaré otra vez.

—¿Por qué ustedes me ocultan sus secretos?

—Porque hay cosas que no debes saber aún. Las sabrás más tarde. No te enfurezcas, lo hacemos por tu bien. Dime ahora, ¿qué le sucedió a Lange? ¿Dónde está?

—Se fue. Posiblemente abandonó Paris. Existe también otra historia relacionada con él —dijo riéndose—. Martin, por razones desconocidas, le pegó de tal manera que lo dejó irreconocible; por lo menos, en los primeros días. Se pensaba que habría un escándalo diplomático, pero no ocurrió nada. Los alemanes occidentales permanecieron quietecitos: Martin es norteamericano y la mano derecha de Thompson. Los Ribbentrops actuales consideran que él es un hueso duro de roer. Hasta el mismo Lange desistió de toda protesta. El afirmó que a los locos no se les condena. Los periodistas, buscando una explicación del hecho, rodearon a Martin, pero éste les brindó whisky y aseveró que Lange quiso quitarle una muchacha rusa. Se refería a mí. Todo esto es ridículo, sin embargo, creo que tras esas risas hay también gato encerrado. Martin partió ya con Thompson. No te asombres, ésta también es una historia larga de contar. Te coleccioné los recortes de los periódicos a fin de que te enteraras de todo. Entre estos recortes hay una nota que te envió Martin, aunque no dice nada sobre la pelea. Sospecho que Zernov conoce las causas de esto también. A propósito, él debe hablar mañana en la reunión plenaria. Los periodistas están esperando su intervención como tiburones tras el barco que los alimenta. Mas, él continúa postergándola; y todo por tu causa, pues desea conversar previamente contigo sobre lo acontecido y ahora mismo. ¿Estás asombrado otra vez? Ya te dije: «ahora mismo».

Zernov, rápido como una película acelerada, entró en la habitación. Le acompañaban Carresi y Mongeusseau. El efecto que produjo no pudo ser mayor. Al ver a Mangeusseau, abrí la boca por el asombro y ni respondí a su saludo.

—Les ha reconocido —afirmó Zernov en inglés, dirigiéndose a sus acompañantes—. Y ustedes no lo creían.

Me enfurecí, y por suerte para mí, me era mucho más fácil enfurecerme en inglés que en otro idioma, excepto el ruso:

—No me volví loco ni perdí la memoria. ¡Cómo podría olvidar la espada que se me clavó en la garganta!

—¿Recuerda usted aquella espada? —inquirió Carresi regocijado (lo que me extrañó mucho).

—¡Que si la recuerdo! Eso será lo último que olvidaré en mi vida.

—¿Y la suya? —preguntó de nuevo Carresi, levantándose levemente por la inquietud—. Esta era un trabajo de Milán. Una serpiente de acero que partía de la guarnición y envolvía la empuñadura. ¿La recuerda?

—Deje que la recuerde él —respondí malignamente, señalando a Mongeusseau.

Mas éste, sin ofenderse ni turbarse, respondió flemáticamente:

—Ella cuelga en mi habitación desde el año 1960. Fue el premio que recibí en Toulouse.

—Recuerdo perfectamente su hoja y su serpiente porque la vi en tu casa —apuntó Carresi.

Pero ya Mongeusseau no le escuchaba.

—¿Qué tiempo se sostuvo Ud? —inquirió él, mirándome por primera vez con interés—. ¿Un minuto? ¿Dos minutos?

—Más —repuse—. Porque usted combatía con la mano izquierda.

—Eso no tiene importancia, porque a pesar de que mi mano izquierda es mucho más débil y no posee la agilidad necesaria para la lucha, en los entrenamientos—… Por una razón desconocida no terminó la frase y, de pronto, cambió de tema—: Conozco a todos sus compatriotas que han tomado parte en competiciones internacionales; pero a usted nunca le he visto entre ellos. ¿No le han incluido aún en el equipo?

—No, abandoné la esgrima —repuse: yo no quería «delatarme»—. Hace ya mucho tiempo.

—¡Qué lástima! —dijo con lentitud y miró a Garresi.

Yo no acertaba a comprender por qué se lamentaba: ¿o porque yo había abandonado la esgrima o porque le había robado tres minutos preciosos? Al notar mi perplejidad, Carresi se sonrió:

—Gastón no estaba presente en este duelo.

—¿Qué quiere insinuar usted con esas palabras? —inquirí sin comprenderle—. ¿Y esto? —agregué tocando delicadamente con mis dedos la sutura que atravesaba mi garganta.

—El culpable soy yo —prorrumpió Carresi confuso—. Me imaginé todo eso mientras yacía acostado en el diván de mi habitación. El Gastón que fue sintetizado y que recibió la espada sintetizada, fue producto de mi imaginación. Rehúso a comprender cómo fue creado todo esto. Ahora bien, el verdadero y real Gastón no tomó parte en ese combate. No se irrite.

—Quiero decirle honestamente, que no recuerdo haberle visto sentado a la mesa del hotel —agregó Mongeusseau.

—Esa es la vida falsa —afirmó Zernov, haciéndome recordar la conversación que sostuvimos en la escalera—. Yo admitía que fue realizada una copia de suposiciones y situaciones imaginadas— le aclaró a Carresi.

—Yo no suponía nada —objetó aquél con impaciencia— y tampoco deseaba tomar a pecho esa noticia sensacional. Al principio yo me negaba a creer en la existencia de las «nubes» rosadas, igualmente que no creía en la existencia de los platillos voladores, pero luego, al ver su película, quedé petrificado. ¡Empecé a creer! Estuve una semana entera pensando sólo en eso; posteriormente me acostumbré, como nos acostumbramos a las cosas extrañas y lejanas que se repiten un sinnúmero de veces. Mi pensamiento y mi corazón estaban absorbidos por los intereses profesionales; hasta aquella tarde en vísperas del Congreso no pensaba en ninguna cosa más que en la nueva película. Anhelaba revivir una película histórica, una película que no fuese la melaza de Hollywood ni una pieza de museo, sino algo que fuera evaluado por los ojos y el pensamiento del hombre contemporáneo. Elegí el siglo, el héroe y, como dicen ustedes, el fondo histórico-social. En el restaurante del hotel encontré a la sazón a la «estrella» y le convencí. No le agradaba sólo una cosa: el combate con la mano izquierda. Y, aunque parezca extraño, yo insistía en lo mío. Recordé sus actuaciones en las competiciones y deduje que si él utilizara la espada con la mano derecha, la imagen sería demasiado profesional y él mismo no podría representar como es debido al protagonista. Por el contrario, la lucha con la mano izquierda, ¡era una genialidad! Fuerza bruta, errores, odio a sí mismo y el milagro de la naturalidad. El quedó convencido con mis proyectos y nos separamos. Luego subí a mi habitación del hotel, me acosté y comencé a meditar. La niebla roja me molestaba. «Al diablo» dije y cerré mis ojos. Comencé entonces a imaginarme el camino sobre el mar, las piedras, los viñedos y una pared blanca que contorneaba el parque de un conde. De pronto, sucede una cosa absurda: los mercenarios de Gastón, él es Bonneville de acuerdo con el papel, detienen en el camino a dos personas extrañas, que no parecen ni vagabundos ni turistas, en una palabra, a dos intrusos. El siglo cambia y el argumento también. Trato de apartarlos del pensamiento y no puedo: están como pegados a él. Entonces decido incluirlos a ellos también. El argumento se cambia y me parece hasta muy original: vagabundos o actores callejeros. Mientras yo pensaba en todo esto, Gastón, en el hotel, meditaba sobre la película, no sobre el argumento, sino sobre la participación que tendría en ella y sobre el dilema: ¿con la derecha o con la izquierda? Discuto entonces mentalmente con él, me enfurezco, trato de convencerle, exijo, hasta que finalmente le ordeno: ¡Basta!

—Vi todo eso —apunté—. Sobre el camino flotaban espumas rojas desde las que salió usted, como satanás emergiendo desde un cajón.

Carresi cerró los ojos, tal vez imaginándose visualmente todo lo escuchado y de nuevo se regocijó:

—¡Pero, ésta es una idea genial! ¡Qué argumento! Restableceremos todo tal y como sucedió. En una palabra, ¿desea usted hacer ese papel junto con Gastón?

—No, muchas gracias —repuse irritado—, no deseo morir por segunda vez.