Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—¡Vaya, vaya! —objeté—. Esto no es más que un fenómeno óptico corriente.

—No sé. Declino negarlo categóricamente. En la información se dice que su color es independiente de cualquier iluminación. No está descartado, sin embargo, que sea una mezcla de aerosol de origen terrestre o, digamos, polvo meteorítico del espacio cósmico. A decir verdad, me interesa otra cosa.

—¿Qué?

—El estado del hielo en esa área.

En aquel entonces no les di importancia a las palabras de Zernov, pero me vinieron a la mente ahora, cuando éste razonaba en voz alta frente a la misteriosa pared de hielo. Él, evidentemente, relacionaba ambos fenómenos.

Al entrar en el cruzanieves, tomé asiento junto a la mesita de trabajo de Anatoli.

—Es una pared extraña y un corte bastante singular —le dije a Anatoli— ¿cómo lograron cortarla? ¿Con un serrucho? Pero, ¿qué relación tiene todo esto con las nubes?

—¿Por qué lo relacionas? —interrogó Anatoli asombrado.

—No soy yo quien relaciona, es Zernov. ¿Por qué él recordó las nubes mientras pensaba sobre el glaciar?

—Tú estás complicando la situación. El glaciar es, realmente, bastante insólito; pero las nubes no tienen ninguna conexión con él, porque no es éste el que las forma.

—¿Y si por casualidad?

—Por casualidad saltan sólo los sapos. Mejor sería que me ayudaras a preparar el desayuno. ¿Qué consideras mejor, tortilla de huevos en polvo o conservas?

Antes de que hubiera podido contestar, algo nos estremeció y lanzó sobre el piso. «¿Será posible que estemos cayendo? ¿A un precipicio o a una grieta?» cruzó fugaz por mi mente. En ese momento un golpe terrible de frente lanzó al cruzanieves hacia atrás. Yo fui arrojado contra la pared opuesta y algo frío y pesado cayó sobre mi cabeza, haciéndome perder el conocimiento.

Capítulo 2 – Dobles

Volví en sí y no volví en sí, porque yacía privado de movimiento, sin fuerzas ni siquiera para abrir los ojos. Despertó sólo mi conciencia o, quizás, mi subconsciente: sensaciones difusas e imprecisas surgieron en mí, y un pensamiento vago e incomprensible pugnaba por dilucidarlas. Me parecía haber perdido el peso y nadar o estar suspendido no en el aire ni en la nada, sino en un coloide tibio, incoloro, espeso e intangible, que al mismo tiempo me llenaba todo. Penetró por los poros, por los ojos, por la boca, llenó mi estómago y mis pulmones, lavó mi sangre y cambió, tal vez, su circulación. Tenía la impresión extraña y persistente de que alguien no visible me examinaba atentamente, atravesándome todo el cuerpo, tocaba con su mirada escrutadora cada nervio y cada arteria y observaba cada célula de mi cerebro. Y no experimentaba ningún terror o dolor, dormía y no dormía, veía un sueño deforme e inconexo y, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que no era un sueño.

Cuando finalmente recobré la conciencia, todo estaba tan claro y tranquilo como antes. Mis pestañas se levantaron con dificultad, provocándome un dolor agudo y punzante en las sienes. Ante mí se erguía un tronco rojo, liso y como pulido. ¿Qué es esto, un eucalipto o una palma? Quizás es un pino, cuyas ramas no logro ver: el dolor me impedía volver la cabeza. Mis manos tocaron algo duro y frío, tal vez una piedra; le empujé y rodó por el césped. Mis ojos buscaron la verdura del parque moscovita, pero, sin explicármelo, todo tornasolaba ocre. Y arriba, desde la ventana o desde el cielo, difundíase una luz blanca encegadora, tan encegadora que la memoria me trajo en el acto la inmensidad del desierto blanco y el brillo azul de la pared helada. Al momento lo comprendí todo.

Superando el dolor, me levanté un poco y me senté. Cuando miré alrededor caí en la cuenta: el césped marrón resultó ser el linóleo; el tronco rojo, la pata de la mesa, y la piedra bajo mi mano, la cámara de filmar. Ella fue posiblemente la que me golpeó en la cabeza cuando el cruzanieves se precipitó hacia abajo. ¿Mas, dónde estará Diachuk? Le llamé, pero no recibí respuesta. Zernov tampoco respondió, así como Vanó Chojeli.

En este silencio, diferente del silencio de la habitación donde se habita y trabaja (casi siempre hay algo que hace ruido: el goteo del agua, el crujir del piso, el tic-tac del reloj o el zumbido de una mosca que entra por la ventana) resonaba sólo mi voz. Llevé mi reloj de pulsera a mi oído: eran las doce y veinte minutos.

Logré levantarme y, sosteniéndome contra la pared, me acerqué al puesto de mando. Se encontraba vacío: de la mesa desaparecieron hasta los guantes y binóculos, y del respaldo de la silla, la cazadora de piel que pertenecía a Zernov. No se encontraba allí ni la libreta de apuntes de Zernov. Vanó desapareció también, así como su cazadora y manoplas. Eché una mirada a la escotilla anterior: su vidrio exterior estaba aplastado y abollado hacia adentro. Tras él, como si no hubiera ocurrido una catástrofe, resplandecía la nieve llana y diamantina.

Pero la memoria y el dolor de cabeza me convencían de que todo había sido real. En el espejo de a bordo vi la sangre coagulada sobre mi frente. Palpé la herida; el hueso estaba intacto: la cámara había abierto sólo la piel. Entonces, pese a todo, había ocurrido algo. ¿No se encontrarían ellos cerca de aquí, en la nieve? Examiné la secadora en busca de los esquíes: no había esquíes. Tampoco estaba el trineo de duraluminio utilizado en los casos de emergencia. Se esfumaron todas las cazadoras y gorros, a excepción de los míos. Abrí la puerta de salida y salté sobre el hielo: éste brillaba con un color azul bajo la nieve granulosa azotada por el viento. Zernov tenía razón al hablar sobre lo enigmático que era encontrar una capa tan fina de nieve en el interior del continente polar.

Cuando miré atentamente a mi alrededor, creí comprenderlo todo. Junto a nuestra «Jarkovchanka» se encontraba su hermana, igual de alta, igual de roja y cubierta por una ligera neviza. Seguramente ésta nos había alcanzado en el camino o, tal vez, nos había encontrado cuando regresaba a la estación Mirni. Ella misma fue la que nos salvó de la catástrofe. Así fue. Nuestro cruzanieves realmente cayó a una grieta, porque yo vi la huella de la caída a diez metros de allí: un agujero negro abierto en la nieve que ocultaba la grieta. Los tripulantes del otro cruzanieves vieron quizás nuestra caída (nos atascamos, evidentemente, en algún lugar cercano a la boca de la grieta) y lograron sacarnos junto con el desgraciado aparato.

—¡Eh! ¿Hay alguien en el cruzanieves? —grité, en tanto que contorneaba su parte frontal.

Ni un solo rostro asomó por ninguna de las cuatro escotillas, ni una sola voz respondió a mis gritos desaforados. Al examinar con curiosidad el cruzanieves-gemelo, quedé petrificado: su vidrio frontal estaba aplastado y abollado hacia adentro. Nuestro cruzanieves tenía un rasgo característico que lo distinguía de los otros: la costura de su oruga izquierda había sido soldada de nuevo. Ahora, al observar la oruga izquierda del cruzanieves-gemelo, veía la misma soldadura. Ante mí se encontraban, no dos máquinas afines producidas en serie en una misma fábrica, sino dos máquinas-dobles, que se identificaban hasta lo absoluto. Al abrir la puerta de la «Jarkovchanka» doble, un temor de algo terrible hizo estremecerse todo mi ser, presintiendo algo funesto.

Mis presentimientos se cumplieron. El cancel estaba vacío. No encontré en éste ni los esquíes, ni el trineo, hallé sólo mi cazadora de cuero forrada de piel colgando solitariamente en la percha. Justamente «mi cazadora»: la misma manga rota y cosida, la misma piel en la bocamanga y las dos mismas manchas de grasa en el pecho, que alguna vez hice al tomarla con las manos sucias de aceite. Entré rápido en la cabina y… tuve que apoyarme en la pared para no caer de la sorpresa… creía que mi corazón se había detenido: en el suelo, junto a la mesa, con el mismo suéter marrón y pantalón de guata… yacía «yo». «Su» cara se apoyaba contra la pata de la mesa tal como se apoyó la mía; en «su» frente se coagulaba también la sangre y «su» mano agarraba, tal como lo hice yo, la cámara de filmar. «Mi» cámara de filmar.

¿Era esto un sueño del cual no había despertado y que me obligaba a verme en el suelo como en una segunda visión? Me pellizqué la piel de la mano para comprobar si dormía: sentí dolor; por consiguiente, ya estaba despierto y no dormía, lo que significaba que me había vuelto loco. Pero es que los libros me han enseñado que los locos nunca se dan cuenta de sus anomalías. Entonces, ¿qué es esto? ¿una alucinación? ¿un espejismo? Toqué la pared para verificarlo, pero ella no era una ilusión. Siendo así, mi cuerpo que descansaba sin conocimiento en el suelo no era un fantasma. ¡Absurdo! Recordé mis propias palabras sobre el enigma de la Reina de las Nieves. ¿Será posible que ella exista, así como los milagros y los fantasmas-dobles, y la ciencia sea solamente un absurdo y un autoconsuelo?

¿Qué hacer pues? ¿Correr a todo pulmón o encerrarme en el cruzanieves-doble y esperar que suceda algo que me enloquezca por completo? Me llegó a la mente el proverbio: «si lo que ves contradice las leyes de la naturaleza, el equivocado eres tú y no las leyes de la naturaleza». Mi temor había pasado, sólo me quedó la incomprensión y la ira. Entonces, sin esforzarme siquiera por tener cuidado, le pegué un puntapié al que yacía en el suelo. Este gimió y abrió los ojos. A poco se levantó sobre los codos, como lo hice yo, se sentó y miró inexpresivamente a su alrededor.

—¿Dónde están los otros? —inquirió.

Yo no reconocía su voz: no era la mía, o tal vez era la mía, pero en grabación magnetofónica. Pero este fantasma era tan idéntico a mí, que ¡hasta pensaba en lo mismo en que yo había pensado cuando recobré el conocimiento!

—¿Dónde están ellos? —interrogó de nuevo y gritó—: ¡Anatoli! ¡Diachuk!

Nadie le respondió, talmente como a mí.

—¿Qué ha sucedido? —quiso saber.

—No lo sé —contesté.

—Creí que nuestro cruzanieves se había caído en una grieta y que algo nos había estremecido y lanzado contra la pared de hielo. Yo caí… después… Pero, ¿a dónde se fueron?

El no me reconocía.

—¡Vanó! —llamó de nuevo mientras se levantaba.

Luego imperó el silencio, y todo lo que había sucedido quince minutos atrás se repetía asombrosamente igual. El llegó tambaleándose hasta el puesto de mando, tocó el sillón vacío del conductor, echó a andar hacia la secadora, notó allí, como yo, la ausencia de los esquíes y del trineo; luego recordándose de mí, se dio la vuelta:

—¿De dónde ha venido usted? —inquirió mientras me miraba con atención y, de pronto, tapándose el rostro con la mano, dio un paso atrás y exclamó—: ¡No puede ser! ¿Estoy durmiendo?

—Yo también creía eso… al principio —le dije.

Yo ya no tenía miedo.

Se sentó en el diván.

—Usted… tú… perdón… ¡Oh, diablo…! tú eres tan parecido a mí, que creo estar ante un espejo. ¿No eres tú un fantasma?

—No. Puedes palparme y comprobarlo.

—Entonces, ¿quién eres?

—Yo soy Yuri Anojin, el operador de cine y radista de la expedición —apunté con firmeza.

El dio un brinco.

—¡No, eso no es cierto! ¡El Yuri Anojin soy yo; operador y radista de la expedición! —gritó él y se sentó de nuevo.

Ahora ambos hacíamos mutis, examinándonos mutuamente: uno miraba con más tranquilidad, porque había visto y conocido un poco más; otro miraba con los ojos enloquecidos y repitiendo seguramente todos los pensamientos que surgieron en mi mente en el momento en que le vi a «él». Así, en el silencio de la cabina respiraban pesada y rítmicamente dos personas idénticas.