Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Capítulo 3 – «Nubes» rosadas

Ignoro el lapso que se prolongó esta escena. Sólo sé que finalmente él fue el primero en hablar:

—No comprendo nada.

—Yo tampoco.

—Ningún hombre puede, pues, duplicarse.

—Eso mismo creía yo.

Quedó pensativo.

—¿Será posible que exista, a pesar de todo, la Reina de las Nieves?

—Repites —le dije— lo mismo que yo he pensado. Pensé también que la ciencia es un absurdo y un autoconsuelo.

Se rió confuso, como si hubiese sido llamado al orden por un compañero superior. Actualmente yo era respecto a él un superior. Y en el acto, le hice una proposición:

—Hemos bromeado y basta. Esto es un engaño físico y psíquico. ¿Qué tipo de engaño? Yo todavía no puedo responder a esa pregunta, pero sí sé que es un engaño, algo no real. Óyeme, vayamos a la caseta de Zernov.

El tomó mis palabras al vuelo: pues él era mi reflejo. Nuestros pensamientos se concentraron en una misma cosa: ¿quedó intacto el microscopio? Resultó que no sufrió daño, pues se encontraba en su lugar dentro del armario. Los cristales para preparados tampoco sufrieron daño. Mi doble los sacó de la caja. Al comparar nuestras manos, hasta los callos y grietas eran idénticos.

—Ahora lo sabremos —le dije.

Nos pinchamos un dedo, regamos la sangre por los cristales y por turno observamos los preparados a través del microscopio. Nuestra sangre era también idéntica.

—Estamos hechos de un mismo material —afirmó sonriendo maliciosamente—. Eres una copia.

—La copia eres tú.

—No, eres tú.

—Espera —le detuve—, ¿quién te invitó a la expedición?

—Zernov. ¿Quién más podría ser?

—¿Con qué objeto?

—¿Me estás preguntando para después repetir lo que digo?

—No, estás equivocado. Yo mismo podría decírtelo. Para buscar las nubes rosadas, ¿no es así?

Arrugó el entrecejo tratando de recordar algo y preguntó con malicia:

—¿Qué escuela terminaste?

—Querrás decir, instituto.

—Te pregunto sobre la escuela. ¿Qué número? ¿Lo olvidaste?

—Tú eres el que lo olvidaste. Yo terminé la N° 709.

—Correcto. ¿Y quién se sentaba a tu izquierda en el pupitre?

—¿Por qué razón tú me interrogas a mí?

—Es sólo una prueba y nada más. Quiero saber si olvidaste a Lena. A propósito, ella después contrajo nupcias.

—Con Fibig —le señalé. Él suspiró.

—Nuestras vidas coinciden.

—Y, a pesar de todo, yo tengo la plena seguridad de que eres una copia, un fantasma, un alucinamiento —apunté furioso—. ¿Quién fue el primero en despertar? Yo. ¿Quién fue el primero en ver las dos «Jarkovchankas»? También yo.

—¿Por qué dos? —inquirió de sopetón.

Me sonreí con aire de triunfo. Mi primacía estaba confirmada.

—Por la simple razón de que hay otra junto a ésta. La verdadera. Puedes admirarla.

Se pegó a la escotilla lateral, luego me miró confuso, se puso en silencio la copia de mi cazadora y salió al hielo. La soldadura idéntica en la oruga y el abollado similar en el vidrio de la escotilla le hicieron fruncir el entrecejo. Echó con cuidado una mirada al cancel, cruzó hacia el puesto de mando, regresó a la mesita donde estaba mi cámara de filmar y colocó su mano sobre ella:

—Hermana querida —dijo sombrío.

—Como puedes ver, ella y yo nacimos antes.

—Tú solamente despertaste antes —afirmó ceñudo— pero ignoramos aún quién es el verdadero. Yo, a decir verdad, lo sé muy bien.

—¿Y si él tiene razón? —me interrogué a mí mismo—. ¿Y si el doble-fantasma no es él, sino yo? ¿Y quién puede determinarlo ¡demonios!, si hasta nuestras uñas tienen idénticas rajaduras y los amigos escolares son los mismos? Coincidían hasta nuestras ideas y sentimientos cuando eran análogos los estímulos exteriores.

Nos mirábamos mutuamente, uno frente a otro, como ante un espejo. ¡Quién se hubiera podido imaginar una cosa como ésta!

—¿Sabes en lo que pienso? —me preguntó de repente.

—Lo sé —respondí—. Vamos.

Yo conocía su pensamiento, porque éste era el mío: si hay dos «Jarkovchankas» en el hielo y se desconoce cuál de ellas cayó a la grieta, entonces, ¿por qué ambas tienen la escotilla rota? Y si ambas cayeron a la grieta, ¿cómo lograron salir?

Sin mediar palabras corrimos hacia el agujero abierto en la capa de nieve. Nos tendimos boca abajo, avanzamos hacia el borde de la grieta y, en el acto, comprendimos todo. Sólo se había desplomado una «Jarkovchanka», porque había una sola huella de la caída. Durante la caída, la «Jarkovchanka» se había atascado a tres metros del borde de la grieta, entre las paredes que se estrechaban hacia la profundidad. Vimos también peldaños en el hielo, hechos a lo mejor por Vanó o Zernov: por el primero que logró subir. En resumidas cuentas, la segunda «Jarkovchanka» apareció después de la caída de la primera. Pero, ¿quién sacó a la primera, si ella no podía salir sola?

Miré de nuevo al precipicio. Este se obscurecía según se profundizaba y tenía el aspecto de algo siniestro que carecía de fondo. Tomé en mis manos un trozo de hielo cortado en el borde del precipicio —tal vez por el pico de minero utilizado al cortar los peldaños— y lo tiré al fondo. Desapareció rápido de mi vista, pero no oí su caída. Por mi mente cruzó una idea: ¿por qué no empujar hacia el precipicio al brujo que se me ha pegado? Si yo me lanzara sobre él y lo agarrara por las piernas…

—No creas que lo lograrás —me dijo.

Al principio me turbé y sólo después caí en la cuenta.

—¿Has pensado en ello?

—Naturalmente.

—Peleemos, entonces. Tal vez uno de nosotros mate al otro.

—¿Y si ambos nos matamos?

Estábamos frente a frente, furiosos, coléricos, proyectando sombras completamente iguales sobre la nieve. De pronto, a ambos nos pareció cómico.

—Esto es una farsa —proferí—. Cuando regresemos a Moscú nos mostrarán en un circo: «Los dos Anojin».

—¿Por qué en un circo? Más bien en la Academia de Ciencias: «Un nuevo fenómeno tan extraordinario como las nubes rosadas».

—Como las nubes que no existen.

—¡Mira! —exclamó señalando hacia el cielo.

En el azul tenue del cielo se movía una nube rosada. Una sola, sin otras acompañantes, como una mancha de vino sobre el mantel. Se aproximaba muy lentamente y a baja altura, a mucha menor altura que las nubes de tormenta; además, no parecía una nube. Yo incluso no la compararía ni con un dirigible. Asemejábase, más bien, a una masa rosada obscura, extendida sobre la mesa o a una gran cometa morada lanzada al cielo. Temblando de un modo raro, como si pulsara, se acercaba oblicuamente a la tierra como algo vivo.

—Es una medusa —afirmó mi «doble», repitiendo mi pensamiento—. Es una medusa rosada y viva, pero exenta de tentáculos.

—No repitas mis disparates. Esto es una sustancia y no un ser.

—¿Crees eso?

—Como lo crees tú. Mírala con más detenimiento.

—Siendo así, ¿por qué palpita?

—No palpita, sino que lanza bocanadas de gas. Eso es gas o vapor de agua o, quizás, no es vapor de agua. Posiblemente sea… polvo —agregué indeciso.

La cometa morada se detuvo sobre nosotros y empezó a descender. Estaba separada de nosotros no más de quinientos metros. Sus bordes vibrantes se doblaban hacia abajo y adquirían un color negruzco. La cometa se transformaba en una campana.

—¡Qué tonto soy! —exclamé al recordar la cámara de filmar— ¡Debo filmar esto!

Y eché a correr hacia mi «Jarkovchanka»

Comprobé rápido si la cámara trabajaba y si la película de color estaba en el chasis. Empecé a filmar desde la puerta abierta de la «Jarkovchanka». Salté luego al hielo y, contorneando a los cruzanieves, me coloqué en otro lugar para la toma. En ese momento noté que mi alter ego, indeciso y sin cámara de filmar, observaba mis ajetreos.

—¿Por qué no filmas? —le grité sin apartarme del visor de la cámara.

El no me respondió en el acto, sino con cierto retraso incomprensible.

—No… sé. Algo me lo impide… no puedo.

—¿Qué quieres insinuar con eso de «no puedo»?

—No puedo… explicarlo.

Fijé mi mirada en él olvidando hasta la amenaza que llegaba desde el cielo. ¡He ahí la diferencia! No somos completamente iguales: él se inquieta por algo que a mí no me afecta; algo le molesta; yo, en cambio, soy libre. Sin pensarlo dos veces lo coloqué en mi objetivo y tomé la película teniendo en el fondo a su cruzanieves-doble. Por unos momentos olvidé hasta la existencia de la nube rosada, pero él me la hizo recordar:

—Viene en picado.

La campana morada no descendía ya lentamente, sino que caía. Salté instintivamente a un lado.

—¡Huye! —le grité.

El, por fin, comenzó a moverse de su sitio, pero no huía, sino que retrocedía de modo extraño hacia su «Jarkovchanka».

—¿A dónde vas? ¡Estás loco!

La campana descendía directamente sobre su cabeza, pero él no me respondía. Pegué de nuevo mi ojo al visor de la cámara para no perder tales cuadros. Incluso mi terror desapareció, porque lo que se desarrollaba ante mis ojos era, sin lugar a dudas, un fenómeno extraterrestre que ningún operador de cine había filmado antes.

La nube disminuyó bruscamente de tamaño y adquirió un tono más oscuro. Asemejábase ahora al cáliz invertido de una gigantesca flor tropical, suspendido a seis o siete metros sobre la tierra.

—¡Cuidado! —le grité.

Y, olvidando de repente que él era un fenómeno y no una persona, pegué un salto gigantesco e inconcebible en su dirección a fin de ayudarle. Como se aclaró después, mi salto no le podía salvar, pero acortaba a la mitad la distancia que nos separaba. Con otro salto igual lo hubiese alcanzado, pero, al intentarlo, algo semejante al golpe de una ola o viento huracanado no me dejó avanzar y me empujó hacia atrás. Estuve a punto de caer, pero me mantuve de pie y ni la cámara se desprendió de mis manos. La flor gigantesca alcanzaba ya la tierra, y sus pétalos, antes morados y ahora purpúreos, moviéndose con pulsaciones insólitas, cubrían a los dos dobles: al cruzanieves y a «mí». Pasados unos segundos tocaron ya el hielo cubierto de nieve. Junto a mi «Jarkovchanka» se levantaba ahora una colina purpúrea, que parecía burbujear o hervir sumergida en un humo morado permutable que relumbraba con chispas áureas a guisa de cargas eléctricas. Yo continuaba filmando, tratando de acercarme cada vez más a la colina morada. Un paso… otro paso… otro… Mis piernas iban adquiriendo una pesadez inexplicable, como si algo las obligara a doblarse o las atrajera hacia el hielo. Un magnetismo ignoto parecía ordenar: ¡párate! ¡ni un paso más! Y yo me detuve.

La colina emblanqueció levemente, el color purpúreo pasó al de frambuesa, y se levantó de repente. El cáliz invertido aumentó de tamaño y dobló hacia arriba sus bordes arrebolados. La campana se transformó de nuevo en cometa, y la nube rosada, en una concentración de gases que adquiría formas variadas bajo los embates del viento. No se notó ningún tipo de concentración o espesamiento en su interior, como si no hubiese tomado nada de la tierra; sin embargo, en el hielo sólo quedó mi «Jarkovchanka». Su misterioso doble se desvaneció tan rápido como apareció. Sólo quedó sobre el hielo la huella de las anchísimas orugas, aunque ya el viento la cubría con una frazada de nieve esponjosa. En el cielo, ocultándose tras los bordes de la pared de hielo, desaparecía la «nube». Miré mi reloj: habían pasado treinta y tres minutos desde el momento en que, volviendo en sí, marqué la hora.

Yo sentía un extraño sentimiento de alivio al comprender que algo horrible se había apartado de mi vida, horrible porque era incomprensible, y más horrible aún, porque ya empezaba a acostumbrarme a lo incomprensible como el loco se acostumbra a su delirio. Mi delirio se desvaneció junto con el gas rosado, se desvaneció también el obstáculo invisible que me impidió acercarme a mi doble. Ahora, eché a andar sin dificultad hacia mi cruzanieves y me senté en el peldaño de hierro, sin pensar que podía quedarme adherido al metal a causa de la temperatura descendente del aire. No me inquietaba nada, excepto el pensamiento de cómo explicar esta pesadilla de media hora. Una y otra vez, apretando mi cabeza con las manos, no dejaba de preguntarme en voz alta:

—¿Qué fue en realidad lo que sucedió después del accidente?