Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—Cualquiera en mi lugar habría tenido miedo —empezó diciendo aún inquieto—. Estuve a punto de enloquecer cuando ellos duplicaron el rebaño.

Y mirando hacia los lados, como si temiera que alguien le escuchara, susurrando, agregó:

—Y a mí también.

Quizás te has dado cuenta, Yuri, que Mitchell había experimentado la misma sensación que experimentamos tanto tú como yo. Estas diabólicas «nubes» se interesaron por su rebaño, hicieron picadas sobre las vacas, y nuestro valiente cowboy trató de alejarlas. Entonces ocurrió algo completamente inexplicable. Uno de los pepinos rosados se aproximó a él, se detuvo sobre su cabeza y le ordenó retroceder. Sin palabras, naturalmente, pero a manera de hipnotizador: retroceda y móntese al caballo. Mitchell me relata que no pudo oponerse ni huir. Retrocedió hacia el caballo sin ofrecer resistencia y saltó a la silla. Estoy persuadido de que esta vez querían la estructura del jinete, porque de la gente habían adquirido ya una buena colección. El resto fue rutinario: niebla roja, inmovilidad absoluta, inactividad completa de los brazos y piernas y la impresión de que se le examina minuciosamente. En una palabra, fue un cuadro muy familiar. A poco, cuando la niebla se disipó, el muchacho volvió en sí y no podía creer lo que veía: el rebaño se había duplicado en número y, a su lado, sobre un caballo, se encontraba otro Mitchell. El caballo era el mismo, y él era el mismo, como ante un espejo.

En ese momento, el joven perdió el control de sí mismo. (Recordé que a mí me sucedió lo mismo.) El muchacho corrió, corrió desesperado para alejarse de ese lugar y de la alucinación, mas al pensar que el rebaño no era suyo, sino de su patrón y que de él debía responder, el joven se detuvo, recapacitó y regresó al lugar de donde había huido. Al llegar sólo encontró la misma cantidad de vacas; su doble a caballo se había ido y todo estaba tal como antes de la aparición de las «nubes» rosadas. Entonces tuvo reflexiones agobiadoras: «o he visto un espejismo o me he vuelto loco». Arreó las vacas hacia el corral y emprendió el camino en dirección a la ciudad a fin de ver al patrón.

Como tú comprenderás, Yuri, todo esto es el introito de mi carta. Antes de que pudiese tranquilizarlo, me alarmé: las nubes venían por la carretera en vuelo rasante. Eran justamente los cerditos de Walt Disney, como las llamó nuestro radista de MacMurdo, y diferentes de los pepinos. Mitchell las vio y guardó silencio, respirando sofocado.

«Ya empieza» pensé, recordando sus espolonazos en el «combate» aéreo que tuve contra ellas. Pero esta vez no descendieron, sino que cruzaron a velocidad sónica sobre nosotros como relámpagos en un cielo color lila.

—Se dirigen a la ciudad —susurró Mitchell desde el asiento posterior del automóvil.

No respondí: ¡quién las comprende!

—¿Por qué no nos tocaron?

—No les interesamos. Dos personas en un automóvil no es para ellas una gran cosa: ¡tantos hay! Además, yo estoy marcado.

El no comprendió.

—Quiero decir, que ya me conocen —aclaré—, y me recuerdan.

—No me gusta nada de esto —afirmó, y calló.

Nuestro silencio duró hasta el momento en que divisamos la ciudad. Nos encontrábamos a una milla de ella, pero, por una razón desconocida, yo no podía reconocerla. Tenía un aspecto extraño, envuelta en un humo color lila, como un espejismo distante sobre arena movediza amarilla.

—¿Qué diablos es esto? —exclamé—. ¿Será posible que mi cuentakilómetros se haya estropeado? Este señala que nos falta una decena de millas para llegar a la ciudad ¡y ésta ya se divisa!

—¡Mira hacia arriba! —gritó Mitchell. Sobre el espejismo de la ciudad las nubes rosadas colgaban a modo de cadena: ora medusas, ora sombrillas. ¿No es un espejismo?

—La ciudad no está en su sitio —dije—. No comprendo nada.

—Nosotros debimos ya haber cruzado por enfrente del motel del viejo Johnson —afirmó Mitchell—. Este se encuentra a una milla de la ciudad.

Recordé el rostro arrugado del dueño del motel y su voz estentórea de comandante: «En el mundo todo está al revés, Don. Yo ya comienzo a creer en Dios». Sostengo que es hora de que yo empiece también a creer en Dios. ¡Veo tantos milagros asombrosos e inexplicables! Johnson, que de costumbre recibía a todos los automovilistas sentado sobre la escalerita de piedra de su motel, desapareció sin dejar huellas. Esto de por sí era un milagro, porque nunca, en todos los años que trabajaba en la base aérea, había dejado de ver a este viejo bonachón sentado en su escalerita, abriéndonos la ruta de la ciudad. Un milagro mayor era la desaparición de su motel. Nosotros no pudimos dejarlo de lado y ni siquiera notamos indicios de construcciones a lo largo de la carretera.

Por el contrario, la ciudad se hacía cada vez más visible. Sand City, envuelta en humo de color lila, dejó de ser un espejismo.

—Es una ciudad como otra cualquiera —dijo Mitchell—, aunque en ella hay algo insólito. ¿No crees que hemos entrado por otra carretera?

Pero habíamos entrado en la ciudad por la carretera usual. Empezaron a surgir las cosas que ya conocíamos: las casas rojas cerca de la entrada, el mismo cartelón a través de la carretera pintorreado con letras grandes: «Los bistecs más jugosos son los de Sand City»; y la misma estación de gasolina. Hasta Fritch, su dueño, llevando como siempre su bata blanca, se encontraba junto al roble destruido por un rayo, preguntando con amable sonrisa: ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Aceite? ¿Gasolina?»

Capítulo 14 – La ciudad embrujada

Detuve mi automóvil con el habitual chirrido de ruedas que conocían todos los dueños de las estaciones de gasolina del lugar.

—¡Hola, Fritch! ¿Qué le ocurre a la ciudad?

Me pareció que Fritch no me reconocía. El se aproximó a nosotros inseguro, privado de su rapidez habitual en el servicio, como el hombre que desde la oscuridad entrara de repente en una sala iluminada. Lo que más me intrigaba era sus ojos: sin vida, como los de los muertos. Nos miraban sin vernos. Sin llegar al automóvil, se detuvo:

—Buenos días, señor —saludó indiferente, con una voz seca.

No pronunció mi nombre.

—¿Qué le ocurre a la ciudad? —inquirí gritando—. ¿Le salieron alas?

—No lo sé, señor —respondió Fritch tan indiferente y monótonamente como antes—. ¿Qué desea, señor?

No, éste no era Fritch.

—¿Hacia dónde se fue el motel del viejo Johnson? —pregunté impaciente.

El, sin sonreírse, repitió:

—¿El motel del viejo Johnson? No lo sé, señor. —Se acercó más a nosotros y con una sonrisa artificial, tan artificial que daba miedo, agregó—: ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Aceite? ¿Gasolina?

—Bueno —le dije—, nos las arreglaremos a nuestro modo. Vámonos, Mitchell.

Cuando me alejaba de la estación de gasolina volví la cabeza: Fritch estaba todavía al borde de la carretera, acompañándonos con la mirada helada y sin vida, de los muertos.

—¿Qué le sucede a ese individuo? —preguntó Mitchell—. Parece que empezó a beber demasiado temprano.

Pero yo, sabiendo que Fritch sólo bebía pepsi cola, pensé que lo que corría por su cuerpo no era licor, sino algo completamente inhumano.

—El es un muñeco —farfullé—, un muñeco de cuerdas. «No lo sé, señor. ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Qué desea, señor?»

Yuri, tú sabes muy bien que yo no soy un cobarde, pero, hablando con sinceridad, mi corazón se contrajo al presentir un peligro inminente. Eran demasiadas las casualidades inexplicables, muchas más que en la Antártida. Quise dar la vuelta, pero no había otro camino a la ciudad y ¿acaso no era tonto regresar a la base aérea?

—Mitchell, ¿sabes dónde se encuentra tu patrón?

—En el club, posiblemente.

—Entonces empezaremos por el club —le dije y suspiré. Quieras o no quieras la ciudad está ya aquí, así que no tiene sentido detenernos ahora.

Doblé hacia la calle Eldorado y aceleré el automóvil, pasando a lo largo de los chalets pulcros y amarillos, parecidos a pollitos salidos del cascarón. No se veían transeúntes caminando por las aceras. Todos los habitantes de este barrio viajaban en «Pontiacs» y «Buicks». Pero los «Pontiacs» y «Buicks» habían llevado ya a sus dueños a las oficinas y las amas de casa se desperezaban aún en las camas o desayunaban en sus cocinas modernas. El patrón de Mitchell desayunaba siempre en el club, sito en un callejón que desembocaba en la calle principal de la ciudad, que se llamaba State Street o la calle del Estado. Me sentía ahora avergonzado por mis temores infundados. El cielo azul, la inexistencia de «nubes» rosadas sobre nuestras cabezas, el asfalto ablandado por el sol, el viento tibio que hacía volar sobre la carretera pedazos de periódicos, que hablaban seguramente de las «nubes» rosadas como invento de los locos de Nueva York y de que Sand City estaba protegida contra cualquier invasión cósmica, trajeron a mi mente la idea de que ésta era una ciudad real y tranquila, tal como debía ser una ciudad en esta mañana de verano.

Por lo menos, ésa era mi impresión, Yuri, aunque todo ello resultó ser nada más que una ilusión. La ciudad carecía de amanecer y ni bullía ni dormía. Lo pudimos notar al doblar hacia la calle del Estado.

—¿No crees que sea muy temprano para ir al club? —le pregunté a Mitchell, pensando por inercia en la ciudad amodorrada.

El se sonrió, porque en aquel momento, como respondiendo a mi pregunta, un grupo de personas detuvo el tránsito. Mas no era una muchedumbre matutina, ni éste era el amanecer de una ciudad. A pesar de que el Astro alumbraba ya todo el firmamento, la iluminación eléctrica de las calles continuaba encendida como si la noche pasada no hubiese concluido. Las vitrinas y los anuncios brillaban con luces de neón. Al pasar por enfrente de un cine, disparos atronadores llegaron a nuestros oídos a través de las puertas de vidrio que cerraban la entrada: James Bond, el temerario, hacía uso de su derecho para matar. Chasqueaban las bolas de billar al rodar sobre las mesas verdes. En el restaurante «Selena» la orquesta de jazz hacía estremecer las ventanas, dándome la impresión de que cerca cruzaba un tren, y las puertas de los boliches estaban abiertas de par en par. Por las aceras, los transeúntes vagaban, sí vagaban, paseaban lentamente sin ninguna premura y ni se apresuraban al trabajo, porque el trabajo ya había terminado y la ciudad vivía no la vida matutina, sino la vespertina; como si la gente de la calle, en contubernio con las luces eléctricas, tratara de engañar al tiempo y a la naturaleza.

—¿Por qué no apagan la luz? ¿Acaso el sol no basta para iluminar? —inquirió Mitchell intrigado.

Sin responderle, me detuve frente a un quiosco de tabacos. Tiré sobre el mostrador unas monedas y le pregunté con cautela a la bella vendedora:

—¿Están de fiesta hoy?

—¿De qué fiesta está hablando? —replicó ella entregándome los cigarrillos—. Es una tarde corriente de un día habitual.

Sus ojos azules y sin vida miraban a través de mí como los ojos muertos de Fritch.

—¿Tarde? —repetí—. Observe usted el cielo. ¿Cree que el sol de la tarde tiene esa posición? Ahora es mañana.

—No lo sé —repuso con un tono tranquilo e indiferente—. Ahora es tarde, y yo no sé nada.

Me aparté lentamente de la tienda. Mitchell me esperaba en el automóvil. Había oído la conversación que yo acababa de tener con la muchacha y posiblemente pensaba lo mismo que yo:

¿Quiénes son los locos, nosotros o los habitantes de la ciudad? ¿Y si en verdad es tarde y nosotros estamos alucionados? Observé de nuevo la calle. Esta era un tramo de la Ruta 66 que cruzaba toda la ciudad en dirección a Nuevo Méjico. Los automóviles corrían en dos columnas en ambas direcciones. Eran automóviles norteamericanos corrientes que rodaban por una carretera norteamericana corriente. Pero todos llevaban los faros encendidos.

Impulsivamente y sin pensar en nada, detuve al primer transeúnte que encontré en la calzada.

—¡No me toques, muñeco maldito! —gritó él tratando de deshacerse de mi mano.