Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—Usted es Bonnville y no Mongeusseau —afirmó él. Sus labios y sus mejillas hundidas temblaban con desesperación cuando habló—. Usted es una persona de otro siglo, ¿comprende?

—Tengo mi propia memoria —prorrumpió el tuerto.

—Entonces, apáguela, desconéctela. Olvídese de todo lo que no tenga relación con la película.

—¿Y acaso ellos tienen relación con la película? —preguntó el tuerto, en tanto que hacía un gesto en dirección a nosotros—. ¿Lo previo usted?

—No, naturalmente. Esta es la acción de una voluntad ajena. Soy impotente para retirarlos. Pero usted, Bonnville, sí puede…

—¿Cómo?

—Como un héroe de Balzac que creara libremente la trama. Mi pensamiento sólo le dirige. Usted es el dueño de la trama. Bonnville tiene un enemigo a muerte: Savari. Esto lo determina todo. Pero recuerde bien: ¡sin la mano derecha!

—Como zurdo no me permitirán ni tomar parte en los concursos.

—Como zurdo, a Mongeusseau, en nuestra época, no le dejarían participar en los concursos. Pero usted es el zurdo Bonnville que vive en otro tiempo y combatirá con la mano izquierda.

—Combatiré como un escolar.

—No, combatirá como un tigre.

La niebla se espesó nuevamente, se tragó al director y se disipó. Bonnville se dio la vuelta hacia los jinetes.

—Tírenlo a través de la pared —les dijo, señalando con un gesto a Zernov, que yacía sobre la yerba—. Dejen que Savari mismo lo cure.

—¡Esperad! —grité.

Pero la aguda espada de Bonnville me tocó el pecho.

—Preocúpese de su propio pellejo —pronunció él en tono aleccionador.

Zernov, sin dar un solo grito, voló por encima de la pared.

—Asesino —proferí.

—No le ocurrirá nada —afirmó sonriendo Bonnville—: de aquel lado la yerba llega a la cintura. Pronto se levantará. Nosotros, en cambio, no perderemos el tiempo en vano. Defiéndase—, y levantó su espada.

—¿Contra usted? Tiene gracia.

—¿Por qué?

—Porque usted es Mongeusseau, el campeón de Francia.

—Se equivoca. Soy Bonnville.

—No trate de engañarme. Oí la conversación que tuvo con el director.

—¿Con quién? —inquirió sin comprender.

Le miré a los ojos: no fingía, realmente no entendía nada.

—Eso se lo ha figurado usted.

Era inútil discutir, pues ante mí se encontraba un fantasma privado de memoria propia. Por él pensaba el director.

—¡Defiéndase! —repitió severo. Le di la espalda:

—¿Cuál es la razón? ¡Ni pienso en ello!

La punta de su espada se clavó en mi espalda, pero no profunda, sino levemente, penetrando en la cazadora, aunque sentí su punzonada. Lo más importante era que yo no dudaba ni un solo instante de que la espada me habría atravesado en el caso de que él hubiera clavado con más fuerza. Ignoro la actitud que hubiese tenido en mi lugar otra persona, pero a mí, personalmente, no me atraía el suicidio. Porque combatir contra Mongeusseau significaba también una muerte segura. Pero no era Mongeusseau el que empuñaba la espada, sino el zurdo Bonnville. ¿Qué tiempo le podría resistir? ¿Un minuto, dos?

—¿Se va a defender? —volvió a preguntar él.

—No tengo espada.

—¡Capitán, entréguele su espada! —ordenó.

El de bigotes negros, algo retirado de nosotros, me tiró su espada, la que atrapé por su empuñadura.

—¡Qué bien! —me elogió Bonnville.

La espada era ligera y aguda como una aguja y carecía del familiar guardapuntas, que ordinariamente cubre el filo de las armas de deporte. Pero tenía, en cambio, una guarnición esférica, pulida, que protegía mi mano. Su empuñadura era también cómoda. Agité su hoja en el aire y oí el silbido que producía, el cual me trajo a la memoria aquellos días en que practicaba esgrima con mi equipo.

—L’attack de droit —dijo Bonnville.

Traduje mentalmente: «ataque por la derecha». Bonnville me advertía irónicamente su plan de ataque. Y en ese mismo instante, atacó.

Lo rechacé.

—Parré —dijo. En el idioma de los esgrimistas significaba que me felicitaba por la brillante defensa.

Retrocedí un poco protegiéndome con mi espada que era más larga que la de Bonnville, lo que me daba ventajas en la defensa. Traté de recordar los consejos de mi instructor de esgrima: «No te dejes engañar; si él retrocede, tu florete cortará el aire. No ataques antes de tiempo». Le hice creer que pasaba a la defensa. Saltó como un gato y lanzó esta vez la estocada por la izquierda:

Lo rechacé de nuevo.

—Perfecto —subrayó Bonnville—. Usted posee intuición. Su suerte radica en que yo ataco con la mano izquierda; de hacerlo con la derecha, estaría en estos momentos transformado en cadáver.

Su hoja, semejante a una antena fina, se acercaba de nuevo, oscilando, como si buscara algo. Sí, buscaba la ventanita abierta que pudiera aparecer en mi defensa. Nuestras hojas parecían llevar una conversación silenciosa. La mía parecía decir: «No lo lograrás; yo soy más larga. Si te inclinas, te alcanzaré». La de él parecía decir: «No te escaparás. ¿Observas cómo se acorta la distancia? Ahora atraparé tu brazo». La mía: «No tendrás tiempo para ello. Ya pendo sobre ti: soy más larga». Pero Bonnville superó el tamaño de mi espada y, rechazándola, dio una relampagueante estocada que atravesó mi chaqueta y rozó el cuerpo. Bonnville frunció el entrecejo.

—Despojémonos de los jubones —propuso y dio un paso atrás.

Sin moverme de mi sitio, tiré la chaqueta al suelo y quedé en camisa. Me sentí más libre, pero también más indefenso.

En nuestras competiciones deportivas, usábamos habitualmente una cazadora especial, forrada con un hilo fino de metal. El contacto de la punta del florete con el metal, se registraba por un aparato eléctrico especial.

Ahora, la punta era real. Podía penetrar en la carne viva, perforar las arterias, herir gravemente y hasta matar. En verdad, si hacemos caso omiso de la maestría del esgrimista, nuestra situación era análoga, porque las espadas podían herir igualmente y nuestras camisas se abrían por igual al encuentro de la hoja mortal. Pero, ¡qué diferente era mi simple camisa rayada de su camisa de seda blanca, copia de aquella con la cual se interpreta el papel de Hamlet!

Las espadas se cruzaron de nuevo. A la sazón recordé otro consejo de mi instructor: «No ataques antes de tiempo. Espera que el contrario pierda, por un instante, el sentido de la distancia. Espera que abra su defensa». Pero Bonnville no se abría. Su espada oscilaba ante mí como una avispa presta a picar. Pero yo retrocedía y la rechazaba. Por suerte para mí, él utilizaba la mano izquierda: yo podía anticiparme a sus movimientos.

Bonnville, como adivinando mi pensamiento, dijo:

—Con la mano izquierda sólo coso las botas. ¿Desea ver mi derecha?

Se despojó del cabestrillo y empuñó rápido la espada. Esta fulguró, rechazó la mía y se me clavó en el pecho.

—Así es como se hace —afirmó orgulloso, pero, antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, alguien invisible le recordó:

—¡Use la izquierda, Bonnville! ¡Use la izquierda! ¡Y deje a un lado la derecha!

Bonnville cambió de mano la espada. La mancha roja de mi pecho se ensanchaba.

—Pónganle un vendaje —pidió.

Me quitaron la camisa y con ella vendaron mi pecho. La herida no era profunda, pero sangraba profusamente. Flexioné mi brazo derecho: no me dolía. Yo podía aún ganar tiempo.

—¿Dónde estudió usted? —inquirió Bonnville—. ¿En Italia?

—¿Por qué piensa eso?

—Por su manera italiana de defenderse. Sin embargo, eso no le ayudará.

Me sonreí y apenas tuve tiempo de retenerle: atacó por la derecha, flexioné levemente las rodillas y su espada sólo me rozó el hombro; la repelí hacia arriba y di a la vez una estocada certera.

—Bravo, bravo —dijo él.

—Usted está sangrando de la mano.

—No es nada de cuidado.

Y de nuevo ante mi pecho osciló su espada. La repelía y retrocedía, sintiendo cómo se helaban los dedos de mi mano que apretaban la empuñadura.

—Bonnville, no alargues el tiempo —dijo la voz invisible—. Ya no habrá repetición.

—No habrá nada —replicó Bonnville y dio un paso hacia atrás, dándome el descanso esperado—. Yo no lo puedo vencer con la mano izquierda.

—Entonces, él le vencerá. Cambiaré así el tema. Pero, Bonnville, usted es un superhombre, tal como yo lo ideé. ¡Atrévase!

Bonnville, de nuevo, avanzó hacia mí.

Ante mí había de nuevo un robot que lo olvidaba todo, exceptuando su supertarea. Sentí de pronto que mi espalda tocaba ya la pared. No podía retroceder. «¡Llegó mi final!» pensé desesperanzado.

Su espada chocó nuevamente contra la mía, retrocedió ligeramente y regresó recta a mi garganta para clavarse sin piedad. No experimenté dolor alguno, excepto el borboteo de algo en mi garganta. Las rodillas se me doblaron, traté de sostenerme con la espada, pero ésta cayó de mis manos. Lo último que oí fue una exclamación que parecía venir de otro mundo:

—¡Liquidado!

Cuarta parte: ¡El contacto se establece!

Capítulo 24 – El despertar

Lo que sucedió después cruzó por delante de mis ojos igualmente que una secuencia fragmentaria y discontinua de cuadros nebulosos y blancos. Todo era blanco: la mancha del techo que me cubría, las cortinas de las ventanas, que no oscurecían la habitación, las sábanas junto a mi rostro, personas que giraban a mi alrededor. En medio de esta blancura, percibía las fulguraciones que despedían superficies cilíndricas niqueladas, los tubos largos que se retorcían como serpientes y unas caras desconocidas que se inclinaban sobre mí.

—Ha vuelto en sí —dijo una voz.

—Sí, ya lo veo. Anestesia.

—Profesor, todo está preparado.

La conversación se desarrollaba en francés, en un francés rápido que penetraba en mi conciencia o resbalaba por ella en un caos de términos codificados y esotéricos para mí. A poco, todo se apagó —la luz y los pensamientos—, para luego cobrar vida. Y nuevamente los rostros desconocidos se inclinaban sobre mí y algo pulido —tijeras o cucharas, relojes o jeringuillas— refulgía ante mis ojos. A ratos, el níquel era reemplazado por el amarillo transparente de los guantes y por unas manos rosadas y esterilizadas con uñas cortadas esmeradamente. Pero todo esto duró muy poco tiempo, hundiéndose todo en la oscuridad carente de espacio y de tiempo, donde sólo existía el vacío negro del sueño.

Después, los cuadros empezaron gradualmente a revelarse con mayor nitidez, como si alguien invisible regulara la luz de un foco. El rostro enjuto y severo del profesor de gorro blanco fue reemplazado por la cara más severa aún de la enfermera cuya cabeza estaba protegida por una pañoleta de monja de color blanco. La enfermera me alimentaba con caldos y jugos, vendaba mi cuello y prohibía que hablara.

Haciendo grandes esfuerzos para hablar, pregunté:

—¿Dónde estoy?

Los dedos rígidos de la enfermera se posaron sobre mis labios.

—No hable. Está en la clínica del profesor Peletier. Cuide su garganta y no pronuncie palabra alguna.

Pasó el tiempo. Una vez se inclinó sobre mí un rostro muy familiar con gafas ahumadas.

—¿Tú? —exclamé sin reconocer mi propia voz: era ronca o chillona como la de un pájaro.

—Tss… —susurró, en tanto que sus dedos se posaban sobre mis labios. Pero, ¡qué delicado, qué ligero era este contacto!—. Todo va bien, mi amor. Te recobrarás; pero, por favor, no hables. Calla y espera. Vendré otra vez a tu lado. Duerme ahora.

Dormía y despertaba y comenzaba a sentir la liberación lenta de mi cuello, el sabor del caldo, el dolor de las inyecciones; y de nuevo caía en la oscuridad. Hasta que, al fin, me desperté completamente. Ya podía hablar, gritar, cantar; y yo lo sabía: hasta me habían quitado el vendaje.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunté a mi enfermera de rostro hosco.

—Soy la hermana Teresa.

—¿Es usted monja?

—Todas las enfermeras de esta clínica son monjas.

Notando que ella no me prohibía conversar, con astucia la interrogué:

—Siendo así, el profesor es católico, ¿verdad?

—El profesor arderá en el infierno —respondió seria—. Estamos aquí, porque él está convencido de que las enfermeras más virtuosas somos nosotras. Es una promesa que hemos hecho ante el Todopoderoso.

«Yo también arderé en el infierno» pensé y cambié de tema:

—¿Qué tiempo he pasado en esta clínica?

—Ya han pasado dos semanas después de la operación.