Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Pero el público le dio su valor merecido y en cuanto terminó la proyección, en la sala se oyeron voces exigiendo su repetición. Esta vez el silencio fue total: ni una exclamación resonó en la sala, nadie tosió, ni cambió palabras con su vecino, ni se oyeron susurros. El silencio continuó aun después de terminar la proyección, como si la gente no se hubiera liberado de la tensión experimentada; hasta que, al fin, el más viejo de los veteranos, a quien llamaban el decano del cuerpo de invernantes, el profesor Kedrin, preguntó lo que inquietaba a todos:

—Bien, Boris, dinos ahora, ¿qué piensas de todo esto? Será mejor que lo digas, pues nosotros tendremos también en qué pensar.

—Ya les dije que nosotros carecemos de pruebas materiales —respondió Zernov—. Martin no logró coger la muestra: la «nube» no le dejó aproximarse. En la tierra, a nosotros tampoco nos dejó acercarnos. Nos aplastó con fuerza, como si llenara de plomo nuestros cuerpos. Esto evidencia que la «nube» puede crear su campo de gravedad, lo que puede ser confirmado por el bloque de hielo que flotaba en el aire y que ustedes han tenido la oportunidad de ver en la película. Posiblemente, utilizando ese mismo método, obligaron a aterrizar al avión de Martin y lograron sacar de la grieta a nuestro cruzanieves. De todo lo visto podemos hacer conclusiones irrefutables: la «nube» cambia fácilmente su forma y color —todos lo pudieron ver—, crea cualquier régimen de temperatura, ya que para cortar una capa de hielo de cien metros de grosor es necesaria una temperatura muy alta; flota en el aire como un pez en el agua y al instante puede cambiar de dirección y de velocidad. Martin asevera que la «nube» que él perseguía escapó a una velocidad hipersónica, en tanto que sus «colegas» se quedaron para crear evidentemente una barrera gravitacional alrededor del avión. La conclusión definitiva es que las «nubes» rosadas no tienen ningún tipo de relación con los fenómenos atmosféricos. La «nube» es o bien un organismo vivo pensante o bien un biosistema con un programa específico, cuyo objetivo principal es cortar y transportar al espacio cósmico enormes masas del hielo continental, y, de paso, sintetizar (yo diría, simular), por una razón y gracias a un método desconocido por nosotros, cualesquiera estructuras atómicas (gente, máquinas, cosas) y luego destruirlas.

El almirante norteamericano Thompson hizo la primera pregunta a Zernov:

—Hay un punto que no está claro para mí en su informe. ¿Son estas «nubes» criaturas hostiles a los hombres?

—No lo creo. Destruyen solamente las copias que ellas mismas crean.

—¿Está usted seguro de ello?

—Pero si usted mismo lo acaba de ver —replicó asombrado Zernov.

—Yo quisiera saber si usted está convencido de que las criaturas destruidas son de verdad copias y no gente. Porque si las copias son idénticas a los humanos, entonces, ¿quién me convencería de que mi piloto Martin es realmente mi piloto y no una copia atómica?

Conversaban en inglés, pero la sala estaba al corriente del diálogo porque muchos de los asistentes comprendían el idioma y traducían a sus vecinos. Nadie se sonreía: la pregunta era terrible. Hasta Zernov se turbó buscando la respuesta.

Senté de un tirón a Martin y me levanté para decir:

—Almirante, le puedo asegurar que yo soy en realidad yo, el camarógrafo de la expedición, Yuri Anojin, y no una copia creada por la «nube». Cuando yo filmaba la película mi doble se apartó de mí y se dirigió hacia el cruzanieves como si estuviera hipnotizado. Usted mismo lo acaba de ver en la pantalla. El me dijo que alguien o algo le forzaba a retornar a la cabina. Por lo visto, a él le estaban preparando para la eliminación.

Cuando terminé de hablar, observé las gafas plateadas del almirante y me llené de rabia.

—Eso es posible —dijo—, aunque no muy convincente. Yo tengo una pregunta para Martin, levántese, por favor.

El piloto se levantó mostrando sus dos metros de altura de todo un experto jugador de baloncesto.

—A sus órdenes, sir. Yo destruí mi copia con mis propias manos.

En los labios del almirante se dibujó una sonrisa:

—¿Y si fue la copia quien le destruyó a usted? —Movió sus labios y agregó—: ¿Disparó usted al notar las intenciones agresivas de la «nube»?

—Sí, disparé, sir. Lancé dos ráfagas con balas trazadoras.

—¿Con éxito?

—No, sir, no tuve éxito. Es como disparar con una escopeta contra una avalancha de nieve.

—¿Y de haber tenido otra arma? Por ejemplo, un lanzallamas o una bomba de napalm. ¿Eh?

—No lo sé, sir.

—¿Habría evitado la «nube» el encuentro?

—No creo eso, sir.

—Siéntese, Martin, y no se ofenda; yo sólo quería aclarar unos detalles de la información del señor Zernov que me habían desconcertado. Señores, gracias por sus exposiciones.

La insistencia del almirante desató la lengua de los otros presentes. Las preguntas surgieron unas tras otras, como en una conferencia de prensa.

—Usted afirmó que las masas de hielo son transportadas al espacio. Pero, ¿a qué espacio, al aéreo o al cósmico?

—Y si son transportadas al espacio aéreo, ¿qué se hará con esa masa de hielo en la atmósfera?

—¿Permitirá la humanidad ese robo masivo del hielo?

—¿Quién, en general, necesita el hielo aquí en la Tierra?

—¿Qué ocurrirá con los continentes al ser liberados del hielo? ¿Se elevará el nivel del agua en los océanos?

—¿Cambiará el clima?

—Compañeros, por favor, no hablen todos al mismo tiempo —imploró Zernov levantando los brazos—. Empecemos por orden. ¿A qué espacio se transporta? Supongo que al espacio cósmico. Los glaciares son necesarios en la atmósfera terrestre solamente para los glaciólogos. Hablando en términos generales, consideraba a los científicos personas de conocimientos profundos; empero, a juzgar por las preguntas que me han hecho, comienzo a dudar de ese axioma. ¿Cómo puede elevarse el nivel del agua de los océanos, si no se aumenta la cantidad de agua? Esta es una pregunta de geografía para los escolares. Así como la pregunta de que si cambiará o no el clima.

—¿Cuál es, a su juicio, la estructura posible de la «nube»? A mí me pareció ser un gas.

—Un gas pensante —dijo uno riéndose—. ¿De qué libro de texto ha sacado esa idea?

—¿Es usted físico? —inquirió Zernov.

—Sí, ¿y qué?

—Entonces, usted escribirá este libro de texto.

—Yo, desgraciadamente, no poseo actitudes de comediante. Le estoy preguntando en serio.

—Y yo le respondo en serio. Desconozco la estructura de la «nube». Quizás sea una estructura físico-química desconocida para nuestra ciencia. Pienso que es más bien coloide que gas.

—¿De dónde, a su parecer, surgió?

—¿Y al suyo?

El corresponsal del periódico «Izvestia» y conocido mío, se levantó:

—En una novela de ciencia-ficción leí sobre los visitantes llegados desde el planeta Plutón. Incidentalmente, llegaron también a la Antártida. ¿Será posible que usted crea en esa eventualidad?

—No sé. Además yo no he mencionado el planeta Plutón.

—Aceptemos que no hayan llegado desde el planeta Plutón, sino desde el cosmos, desde cualquier sistema estelar. Siendo así, ¿por qué volaron ellos por el hielo a la Tierra, a los límites de nuestra galaxia? Sabemos que en el Universo hay hielo suficiente y éste se puede obtener mucho más cerca.

—¿Más cerca de qué? —inquirió sonriente Zernov.

Yo lo admiraba: pese a la lluvia de preguntas, conservaba la tranquilidad y el humor. El no era el autor de un invento científico que necesitara aclaración, sino el testigo ocasional de un fenómeno único e inexplicable y sobre el cual sabía tanto como los espectadores de la película; pero éstos lo olvidaban y él seguía respondiendo a sus preguntas con paciencia y calma.

—El hielo es agua —afirmó él con la entonación de un cansado maestro hacia el final de la lección—. El agua es un compuesto muy raro incluso en nuestro sistema estelar. Nosotros desconocemos si hay agua en Venus. La hay en Marte, aunque en cantidad muy limitada, y no hay en absoluto en Júpiter y Urano. Como pueden ver, en el Universo no hay mucho hielo. Si acaso no tengo razón, que los astrónomos me corrijan, pero creo que el hielo cósmico es sobre todo una formación de gases congelados: amoníaco, metano, dióxido de carbono y nitrógeno.

—¿Por qué nadie pregunta sobre los dobles? —le susurré a Anatoli.

Y en el acto, como adivinando mi pensamiento, el profesor Kedrin inquirió:

—Quisiera que Anojin me contestara una pregunta. Anojin, ¿conversó usted con su doble? Es interesante, ¿cómo y sobre qué?

—Sí, conversé con él. Hablamos mucho y de diferentes cosas —repuse.

—¿Notó usted alguna diferencia exterior pequeña, algún detalle insignificante? Me refiero a una diferencia entre ustedes dos.

—Entre nosotros no había ninguna diferencia. Hasta la sangre de él y la mía eran idénticas—. Les relaté lo que sucedió junto al microscopio.

—¿Y la memoria? ¿El recuerdo de la infancia, de la juventud? ¿Lo comprobó usted?

Le conté mi conversación con el doble sobre el pasado. Aunque yo seguía sin comprender a dónde quería llevarme el profesor. Hasta que, por fin, él mismo aclaró:

—La pregunta que hizo el almirante Thompson es inquietante y terrible, y nos debe poner alerta. Porque si los dobles de las personas aparecen en lo sucesivo y al mismo tiempo son indestructibles, entonces, ¿cómo podríamos diferenciar al hombre de su copia? Además, ¿cómo ellos mismos se diferenciarían? En todo esto, a mi juicio, el asunto no radica en la semejanza absoluta, sino en la convicción de cada uno de que él es el verdadero y no la copia creada artificialmente.

A la sazón recordé la discusión que tuve con mi desafortunado doble y me turbé. Zernov me sacó del apuro:

—Hay un detalle muy curioso —afirmó él—, y es que el doble aparece siempre después de un mismo sueño. El individuo cree estar sumergido en una sustancia roja o morada (a veces violeta), espesa y fría, semejante a la jalea. Esta extraña sustancia llena por completo todo su interior y todas sus arterias. Yo no puedo aseverar que lo llena realmente, pero ésa es la sensación del hombre que la experimenta. El individuo yace privado totalmente de movimiento, como si estuviera paralizado, y empieza luego a experimentar sensaciones iguales a las de un hipnotizado: le parece que alguien invisible observa su cerebro, palpando cada una de sus células. A poco, la oscuridad escarlata se disipa, su pensamiento se aclara y vuelve la libertad en los movimientos y cree que ha visto simplemente un sueño absurdo y terrible. Luego, pasado un rato, aparece el doble. Empero, el hombre, después de desadormecerse, piensa, conversa con alguien o hace algo. El doble no lo sabe. Guando Anojin despertó, encontró no una sola «Jarkovchanka», sino dos, con las mismas abolladuras en el vidrio delantero y con idénticas soldaduras en las orugas. Todo esto fue un descubrimiento para su doble, porque este último recordaba solamente lo que recordaba Anojin antes de su inmersión en la oscuridad escarlata. Discrepancias semejantes se observaron en otros casos. Diachuk, después de despertarse, se afeitó, produciéndose una pequeña herida en la mejilla. Su doble apareció sin la herida. Chojeli se acostó ebrio porque se bebió un vaso de alcohol, pero se levantó cuerdo, con la mente despejada. Su doble, por el contrario, apareció frente a él completamente borracho y excitado, sosteniéndose a duras penas sobre las piernas y mostrando una mirada turbia. Creo que en lo sucesivo, este momento o, más bien, la acción del hombre después del «sueño escarlata» ayudará en los casos dudosos a diferenciar el original de la copia; siempre y cuando no hayamos encontrado otro modo para saberlo.

—¿Tuvo usted también un sueño de esa naturaleza? —inquirió alguien de la sala.

—Sí, lo tuve.

—Pero, ¿no tuvo su doble?

—No. Eso es justamente lo que me desconcierta. ¿Por qué fui yo una excepción?

—Usted no fue una excepción —le respondió a Zernov su propia voz.

El que habló estaba de pie detrás de todos los presentes, casi en la puerta y vestido algo diferente que Zernov. Zernov llevaba puesto un traje gris hermoso, en tanto que aquél llevaba el viejo suéter verde que utilizaba Zernov en la expedición. Completaban la vestimenta del extraño los pantalones de guata de Zernov y sus botas canadienses de piel, cuya belleza yo había mirado con envidia en el transcurso de la expedición. Sin embargo, no se podía decir que éste fuese un extraño, porque hasta yo, que había convivido con Zernov mucho tiempo, no podía ahora diferenciar uno del otro. Zernov estaba en la tribuna, mas en la puerta se encontraba su copia perfecta y exacta.