Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Zernov no respondió. Luego, tras breves segundos, expuso la idea que le inquietaba:

—Lo más curioso de todo esto es que nos dejan el campo libre para actuar y no se entrometen ni nos controlan; para que comprendamos.

—Martin y yo no comprendimos nada —le dije—. Hasta el momento no comprendo por qué nos permitieron alterar la copia.

—¿No acierta a ver en ello un experimento? Ellas estudian, prueban y combinan. Exponen la memoria de alguien y crean un cuadro del pasado. Ahora bien, esto no es una película, sino el curso de una vida. El pasado da la impresión de transformarse en presente y de darle forma al futuro. Siendo así, si se introdujeran nuevos factores en el presente, el futuro cambiaría indefectiblemente. ¡He ahí el quid de la cuestión! Nosotros somos ese nuevo factor, la base del experimento. Con nuestra ayuda reciben dos exposiciones de un mismo cuadro y de ese modo pueden compararlas. ¿Cree usted que comprenden todo de nuestra conducta? De seguro que no. Esa es la razón por la que realizan continuamente experimentos, uno tras otro.

—Sí, y mientras tanto nosotros somos los que sufrimos —le dije.

Parecía que la niebla se despejaba. Zernov también lo notaba.

—¿Cuántos escalones logra usted contar? —interrogó.

—Diez —repuse.

—Antes podíamos contar seis. El resto de los escalones se perdía en una mezcla rojiza. Me fastidia ya esta «isla de la salvación». Me duele la espalda. ¿No cree que deberíamos arriesgarnos… a entrar en mi habitación? Allí descansaríamos, por lo menos, como personas.

—Mi habitación está situada un piso más alto.

—Vayamos a la mía, que está más cerca—. Zernov señaló una puerta próxima, ahogada aún en el humo rojo—; ¿Nos aventuramos?

—Sí.

Nos introdujimos en la neblina roja y nos aproximamos cuidadosamente a la puerta. Zernov la abrió y entramos.

Capítulo 23 – Desafío

Pero la habitación no existía: ni techo, ni paredes, ni piso. En su lugar se extendía un camino ancho, cubierto por un polvo gris. Todo a nuestro alrededor tenía el mismo matiz gris: los arbustos que colindaban con el camino, el bosque detrás de los arbustos, todo deforme y grotesco como en los dibujos de Gustavo Doré, y el cielo que se cernía sobre el bosque y por el que se deslizaban nubes sucias y desgreñadas.

—Cruzamos el Rubicón —dijo Zernov, mirando hacia los lados—. ¿Dónde hemos caído?

El camino se bifurcaba: hacia la derecha, contorneaba una pequeña colina y se hundía en un río no visible; hacia la izquierda, cruzaba por detrás de un roble enorme, también gris, como si hubiera sido embadurnado con polvo de grafito. Desde esa dirección, nos llegaba la melodía interpretada por una flauta de pastores o, más bien, por un caramillo infantil. Deduje esto último por los sonidos primitivos y monótonos del latoso y triste estribillo.

Echamos a andar en esa dirección y logramos ver una procesión inimaginable. Eran unas decenas de niños de edad escolar vestidos unos con camisas hasta las rodillas, otros, con pantalones. Llevaban unos trajes absurdos y gorros cónicos adornados con pinceles. Delante de la procesión iba un hombre desgreñado, vestido de igual modo. Sobre sus medias largas de lana llevaba puestos unos zapatos ordinarios con hebillas de hojalata. Tocaba con su flauta una canción que hipnotizaba a los niños. Hipnotizar es la palabra precisa, porque los niños se movían soñolientos, taciturnos y sin mirar hacia los lados, mientras que el guía continuaba tocando su instrumento a paso de soldado y levantando el polvo gris del camino.

—¡Eh! —grité, cuando la procesión llegó hasta nosotros.

—Deténgase —me rogó Zernov—. Esto es un cuento.

—¿Qué cuento?

—El cuento del flautista de Hamelin. ¿No lo recuerda?

A la distancia, en el recodo del camino que contorneaba el bosque deforme, divisábanse los techados góticos de una ciudad medieval. Y los niños, hipnotizados por la flauta encantada, pasaban sin detenerse y se alejaban cada vez más hacia adelante.

Intenté atrapar al último niño de la procesión, descalzo y con pantalones andrajosos, pero choqué contra una cosa desconocida y caí sobre el camino.

Ninguno se dio la vuelta.

—Este es un polvo muy raro —afirmé, mientras me sacudía—, pues no deja huellas.

—Quizás no haya ningún polvo, ni camino alguno —dijo Zernov sonriéndose, y agregó—: Esta es una vida falsa. ¿Recuerda lo que hablamos?

El pensamiento que me había torturado durante largo rato, me dio, al fin, la solución.

—¿Sabe usted por qué todo esto tiene el color gris? Porque éste es el sombreado, con lápiz o pluma, de la ilustración de un cuento infantil. Sombreado y esfumación, sin ningún color. Es la ilustración de un libro para niños.

—Hasta sabemos de que libro. ¿Recuerda usted al cura y a la niña del hotel?

No respondí: algo cambió repentinamente. La flauta calló. Su sonido fue reemplazado por el ruido lejano de cascos de caballos que trotaban por el camino. La niebla roja y familiar ocultó los arbustos. A poco, se disipó y los arbustos aparecieron verdes. El bosque desapareció y el camino descendía ahora por una pendiente adornada de viñedos a ambos lados. Más allá, hacia la lejanía, justamente como en Crimea, azuleaba el mar. Todo había adquirido su color: el cielo azul, que surgía tímido entre las nubes, la arcilla roja entre las rocas y la yerba amarilla y seca por los rayos implacables del sol. Hasta el polvo del camino había adoptado su tono natural.

—Alguien se acerca galopando —dijo Zernov—. El espectáculo no ha concluido aún.

Por el recodo del camino se hicieron visibles tres jinetes. Galopaban en fila y tras el último corrían dos caballos ensillados. La cabalgata se detuvo junto a nosotros. Los tres tenían puestas diferentes corazas e iguales jubones con botones de cobre. Sus botas de montar, enrojecidas por el uso, estaban cubiertas con un barro gris.

—¿Quiénes son ustedes? —interrogó en mal francés el jinete de mayor edad. Sus barbas de una semana se extendían por el rostro. Con su coraza y su espada sin vaina uncida a la cintura, asemejábase a un individuo salido de una novela histórica.

¿»Qué siglo será éste? —me pregunté mentalmente—. ¿Será acaso el de los tiempos de la Guerra de los Treinta Años? ¿Quiénes serán estos individuos? ¿Soldados de Wallenstein o de Carlos XII? ¿No serán acaso jinetes suizos que andan por Francia? ¿En qué Francia? ¿En la Francia anterior o posterior a Richelieu?».

—¿Son ustedes papistas? —inquirió el jinete.

Zernov se echó a reír: el aspecto de este jinete era verdaderamente cómico para nuestros días.

—Nosotros no tenemos ninguna creencia —replicó él en buen francés—. No somos ni cristianos. Somos ateístas.

—Mi capitán, ¿qué dice ese señor? —quiso saber el jinete más joven. Hablaba en alemán.

—Ni yo le entiendo —le explicó el de mayor edad en alemán—. Sus trajes son extraños, como los que llevan los bufones en la feria.

—Capitán, ¿y si nos hemos equivocado? Puede ser que no sean ellos, ¿no cree?

—¿Y dónde piensas que podríamos encontrar a los otros? Deja que Bonnville se las arregle como pueda—. Y dirigiéndose a nosotros agregó en francés—: Vengan con nosotros.

—Yo no sé —repuso Zernov.

—¿Qué no sabe?

—No sé montar a caballo.

El jinete se echó a reír y tradujo al alemán.

Ahora reían todos: «¡No sabe! ¡Ja, ja, ja! ¡Posiblemente es un doctor!»

—Colóquenlo en el medio. Ambos se colocarán a su lado para que no se caiga. ¿Y tú? —inquirió él dándose la vuelta hacia mí.

—No deseo ir a ninguna parte —repuse.

—¡Yuri, no discuta! —me gritó en ruso Zernov. El ya estaba encima del caballo, agarrado al arzón de la silla—. Acéptelo todo y alargue lo más posible el tiempo.

—¿En qué idioma están hablando? —quiso saber el jinete, agresivo—. ¿En gitano?

—En latín —repuse iracundo—. Dominus vobiscum. ¡Vámonos!

Y salté sobre la silla. Esta no era inglesa, moderna, sino antigua, de forma que yo no conocía y con incrustaciones de cobre a los lados. Esto no me turbó: yo había aprendido a montar a caballo en el equipo deportivo de nuestro instituto, donde nos enseñaban un poco de cada elemento del pentatlón moderno. Una vez, cierto valiente se impuso llevar con rapidez un parte. Venció todos los obstáculos que surgieron ante él: galopó, corrió, cruzó un torrente tempestuoso, disparó y peleó con espadas. Naturalmente, no todos los del grupo resultamos ser tan valientes como él, pero aprendimos algo de todo. Mi talón de Aquiles consistía en la dificultad para vencer obstáculos. «Si aparece ahora una zanja o una cerca no podré saltarla» pensé temeroso. Pero no tuve tiempo para meditar. El jinete de bigotes negros fustigó mi caballo y nos lanzamos hacia adelante, alcanzando a Zernov y a sus dos guardianes laterales. Su rostro estaba más blanco que el papel: ¡No faltaba más! ¡Era la primera vez que montaba a caballo y lo llevaban a galope rabioso! Galopábamos en silencio uno al lado de otro. El jinete de bigotes negros no apartaba de mí la vista. Oía los golpes de los cascos de mi caballo, sentía su respiración pesada, su cuello caliente y la resistencia ligera de los estribos. No, ésta no era una ilusión, no era un engaño de la visión, sino una vida real, una vida ajena en otro espacio y tiempo; vida que nos absorbía, como absorbe el pantano a sus víctimas. La cercanía del mar, la humedad cálida del aire, la serpentina pedregosa del camino, los viñedos en los declives de nuestra ruta, los árboles desconocidos de hojas anchas y largas que fulgían al sol como barnizadas, los asnos que tiraban de las carretas de dos ruedas chirriantes; en las villas, casas de piedra de un solo piso con ventanitas micáceas y de cuyos techos pendían pimientos para el secado, las esculturas rústicas de madonnas junto a las fuentes, los hombres de torso bronceado y vestidos con pantalones desgarrados, que apenas les llegaban a las rodillas, las mujeres con vestidos hechos a mano y los niños completamente desnudos: todo esto evidenciaba que nosotros nos encontrábamos en una región sureña, probablemente de Francia, pero de Francia no actual.

Nuestro galope duró dos horas. Por suerte, sin obstáculos, a excepción de los pedregones en el camino, restos del despeje del mismo a causa del corrimiento de tierras. Una pared blanca de dos metros de altura nos cortó el camino. La pared contorneaba un bosque o parque y se extendía a varios kilómetros, pues el final no se veía. Allí, donde la pared se dirigía hacia el norte perpendicularmente al mar, nos esperaba un hombre vestido con el mismo traje de máscaras de nuestros acompañantes, de un terciopelo que una vez fue verde, con las botas de montar rojas por el uso, como las de nuestros acompañantes, y con un gorro sin plumas, pero adornado con una hebilla de cobre brillante. Llevaba su brazo derecho en un cabestrillo hecho de trapos —quizás de una camisa vieja— y en el ojo derecho, una cinta negra. Su rostro me parecía familiar. Aunque no era eso lo que me inquietaba, sino la espada que pendía del cinturón. No acertaba a comprender de qué siglo había surgido este D’Artagnan, más parecido, sin embargo, a un espantajo que al héroe predilecto de nuestra infancia.

Los jinetes, presurosos, apearon a Zernov del caballo. Este, incapaz de sostenerse sobre sus piernas, cayó de bruces sobre la yerba del camino. Quise ayudarle, pero la mirada severa del tuerto me detuvo.

—¡Levántese! —ordenó a Zernov—. ¿No puede levantarse?

—No puedo —respondió gimiendo Zernov.

—¿Qué hacer con usted? —inquirió pensativo, y se dio la vuelta hacia mí—. Estoy seguro de que le he visto en algún lugar.

Ipso facto, le reconocí: era Mongeusseau, el interlocutor del director de cine italiano en el restaurante del hotel. Mongeusseau, el floretista y espadachín, el campeón Olímpico y la primera espada de Francia.

—¿Dónde los encontró? —le preguntó al de bigotes negros.

—En el camino. ¿No son ellos?

—¿Acaso no lo ve? ¿Qué hacer con éstos? —repitió pensativo—. Con éstos no seré ya Bonnville.

Una nubécula roja surgió sobre el camino. De ella apareció primero una cabeza y tras ella, un individuo vestido con un pijama negro de seda. Reconocí al director Carresi.