Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Pero no los encontramos ni durante la travesía ni en Umanak. Ellos habían aparecido en esos lugares mucho antes, cuando empezaron a extraer el hielo de los glaciares que descendían hacia el agua de la bahía. Luego se fueron, dejando cortado sobre el hielo un canal perfecto que se internaba a trescientos kilómetros en la meseta continental. Parece como si ellos supieran que nosotros los perseguiríamos, teniendo como punto de partida la ciudad de Umanak, desde donde tuvo que arrastrarse lentamente en trineos por el hielo, salpicado de guijarros, la expedición de Wegener. A nosotros nos esperaba ahora una carretera de hielo maravillosa, mucho más ancha que cualquier avenida de asfalto existente en el mundo, y un todoterreno sobre orugas que habíamos encargado en Dusseldorf. La tripulación era la misma que en la expedición antártica, pero el nuevo cruzanieves era más pequeño que la «Jarkovchanka» y no tenía ni su velocidad ni su resistencia.

—Todavía sufriremos con esta máquina; ya lo verás. Será una hora de travesía y dos de espera —dijo Vanó, quien justamente acababa de recibir un radiograma del cuartel general de Thompson informándonos que otros dos cruzanieves de la expedición salidos un día antes no habían llegado hasta el momento a su destino—. Estamos hartos de todo. En lugar de azúcar, nos dan melaza. Por suerte traje conmigo unti para proteger las piernas, pues en el caso contrario habría tenido que ponerme las kamikis con hierba.

Kamikis son botas de esquimales hechas de piel de perro que usan todas las expediciones de Groenlandia y los untis el calzado de los pobladores de Siberia.

Vanó estaba muy lejos de admirarlas. También permanecía indiferente ante el paisaje que se abría frente a sus ojos, paisaje cuya poesía cantó el pincel de Rockwell Kent. Anatoli Diachuk, a su vez, observaba con reproche a Irina por la admiración que mostraba ante las montañas góticas de Umanak y las gamas del verano de Groenlandia, que por una razón desconocida nos hacía recordar el verano de los alrededores de Moscú.

—La razón de todo esto es muy simple —afirmó Anatoli—. La ruta de los ciclones cambió y no hay nieve. Soplan los vientos de julio. No gimotees, Vanó, llegaremos sin incidentes.

Pero los incidentes comenzaron tres horas después de nuestra salida. Fuimos detenidos por un helicóptero enviado por Thompson. El almirante necesitaba consejeros y deseaba acelerar la llegada de Zernov. Martin pilotaba el helicóptero.

Lo que él relató era fantástico hasta para nosotros, habituados ya a los misterios de los «jinetes del mundo incógnito». En el helicóptero, Martin circunvoló la nueva maravilla de los visitantes: las protuberancias azules que se unían allá arriba formando una especie de tapa tallada en facetas. Como siempre, las «nubes» rosadas aparecieron de repente y de un lugar ignoto. Cruzaron sobre Martin sin prestarle atención y se desvanecieron en el cráter color violeta, en cierto lugar cerca del borde de la «tapa». Hacia allá dirigió Martin su helicóptero.

Aterrizó en la «tapa» violeta y no encontró apoyo alguno. El helicóptero descendía más y más, penetrando con facilidad en el medio nebuloso de color lila oscuro. Durante dos minutos la visibilidad fue nula, después el helicóptero de Martin se encontró volando sobre una ciudad moderna y extensa, aunque con horizontes limitados. La cúpula azul del cielo la cubría a guisa de tapa. La ciudad le parecía a Martin muy familiar. Hizo descender un poco más la máquina y la condujo a todo lo largo de la avenida principal que cortaba a la ciudad por la mitad. De repente, la reconoció: Broadway. Esto le pareció tan absurdo, que cerró con fuerza sus ojos a fin de aclararlos, porque no creía en lo que veía; pero al abrirlos, vio de nuevo lo mismo. Sí, era Broadway. Allí se encontraba la calle 42; tras ella, la estación del ferrocarril; un poco más cerca, Times Square; a la izquierda, Wall Street. Pudo ver hasta la iglesia famosa de los millonarios. Reconoció el centro Rockfeller, el museo Huggenheim y el enorme Empire State Building, desde cuya plataforma de observación le saludaron con pañuelos las figuritas de los turistas. Abajo, por las calles, se deslizaban automóviles multicolores, formando un collar en sus movimientos. Martin tornó en dirección al mar, pero algo le impidió avanzar. Comprendió entonces que no era él quien pilotaba el helicóptero, sino unos ojos y unas manos invisibles. Unos tres minutos después era conducido sobre el río, cortado ahora por la cúpula del cielo. Desde adentro, el resplandor azul del fenómeno tomaba el aspecto de un cielo de verano iluminado por un sol oculto tras el horizonte. Luego fue llevado sobre el Parque Central, casi hasta Harlem, y allí elevado, más bien empujado hacia arriba, a través de una masa incorpórea violeta y sacado a la atmósfera natural de la Tierra. De ese modo, se encontró repentinamente en nuestro medio ambiente, conduciendo el helicóptero, mientras debajo del fuselaje del mismo se extendía la ciudad rodeada por la llama azul. Al instante se dio cuenta de que el aparato le obedecía nuevamente y, sin pensarlo dos veces, empezó a descender, aterrizando en la meseta de hielo cerca del campamento de la expedición.

Le escuchamos atentamente, emocionados, dejando que lo relatara todo hasta el final. A poco, Zernov, meditabundo, inquirió:

—¿Informó usted al almirante?

—No. El sin esto ya está haciendo excentricidades.

—¿Observó usted todo con atención? ¿No se equivocó? ¿No se confundió?

—Es imposible confundir a Nueva York. Aunque en esto hay algo que me intriga, ¿cómo pudieron copiar Nueva York, si todavía no se han acercado a esa ciudad? ¿Quién de ustedes ha leído que las «nubes» rosadas aparecieron sobre Nueva York? Ninguno.

—Tal vez la visitaron de noche —le dije.

—¿Para qué? —objetó Zernov—. Ellos no necesitan visitarla. Sabemos que crearon copias a base de imágenes visuales y a base de impresiones de la memoria. ¿Conoce usted la ciudad de Nueva York en todos sus detalles? —le preguntó a Martin.

—Yo nací en ella.

—¿Cuántas veces paseó por sus calles?

—Miles de veces.

—Ya ve, usted paseó, observó y se acostumbró a la ciudad. Sus ojos grabaron todo lo visto y la memoria lo guardó. Ahora bien, ¿qué hicieron ellos? Simplemente atisbaron en la mente de usted, sacaron lo necesario y lo reprodujeron.

—Esto significa, ¿que ésa era mi Nueva York, tal como yo la he visto?

—No puedo aseverarlo. Pudieron haber copiado la psiquis de muchos neoyorquinos, incluyendo la suya. Existe un juego llamado rompecabezas, ¿lo conoce?

Martin asintió.

—Bien, pues, con un gran número de pedacitos pequeños y multicolores se componen cuadros, retratos, paisajes y naturalezas muertas. Ese mismo método es el empleado por ellos: ensamblan miles de impresiones visuales para crear cosas que existen realmente, con la particularidad de que estas cosas fueron vistas y recordadas por diversas personas de modo distinto. Yo pienso que el Manhattan reconstruido en el laboratorio de los visitantes no es exactamente igual al Manhattan verdadero. Entre los dos existen diferencias notables, ya sea en los detalles, ya sea en los puntos de vista. La memoria visual raramente repite las cosas exactamente como ellas son, porque no sólo graba, sino que crea. Y la memoria colectiva es, a su vez, un material para la creación conjunta. Es una especie de mosaico.

—Sir, yo no soy científico —empezó diciendo Martin— pero considero que eso es imposible, porque la ciencia no es capaz de explicarlo.

—La ciencia… —repuso Zernov sonriéndose con ironía— …Nuestra ciencia terrestre no acepta aún la posibilidad de repetir la creación del mundo. Sin embargo, prevé esta posibilidad en un futuro lejano, pero muy lejano.

Después de escuchar el relato de Martin, todo me pareció rutinario y común, hasta el momento en que observé y filmé las protuberancias azules y la «mancha» violeta: esta maravilla de los visitantes del espacio cósmico era tan extraordinaria y tan inexplicable como todas las que le precedieron. Estos eran los pensamientos que rodaban por mi mente cuando retornaba al campamento.

A mi encuentro venía corriendo Irina, alarmada:

—Rápido, Yuri, rápido. Thompson te quiere ver. Ha llamado ya a todos los miembros de la expedición. Habrá un consejo de guerra.

Capítulo 29 – El rompecabezas

Nosotros fuimos los últimos en llegar al campamento y en el acto notamos una atmósfera de curiosidad y precaución. El carácter urgente y hasta de emergencia de la reunión, convocada inmediatamente después del experimento, evidenciaba que Thompson estaba indeciso. Él, que había sido partidario de las decisiones unipersonales, ahora quería oír la opinión de la mayoría de los miembros de la expedición.

En la reunión se hablaba en inglés. Los que no comprendían escuchaban la traducción de sus colegas.

—El experimento ha sido un éxito —empezó diciendo Thompson sin ninguna palabra de apertura—. Ellos se han puesto ya a la defensiva, al trasladar la entrada violeta a la parte superior de la cúpula. En vista de eso, probaré usar algo nuevo; desde arriba, desde el aire.

—¿Una bomba? —inquirió alguien.

—Y si fuese una bomba, ¿qué sucedería?

—Usted no tiene bombas nucleares —observó Zernov con frialdad—, ni tampoco bombas de demolición. Lo único que podría tener sería la bomba plástica empleada para el rompimiento de cajas de caudales o automóviles. ¿A quién desea asustar con esos petardos de papel?

El almirante, lanzándole una mirada rápida, objetó:

—No me refiero a las bombas.

—Martin —dijo Zernov—, le ruego que relate todo lo que vio.

—Ya conozco todo eso —le interrumpió el almirante—. Conozco esas alucinaciones dirigidas y esos hipnoespejismos. Probaremos con otro individuo y no con Martin.

—Sólo tenemos un piloto, sir.

—Yo no me dispongo a arriesgar el helicóptero, sólo necesito paracaidistas. Y no sólo paracaidistas, sino… —movió sus labios en busca de la palabra apropiada— …sino individuos que se hayan encontrado anteriormente con los visitantes.

Cambiamos las miradas. Zernov estaba fuera de la elección porque no era deportista. Vanó se había herido en la mano durante el último viaje. Yo había saltado en paracaídas solamente dos veces, pero sin sentir placer alguno.

—Me gustaría saber —siguió diciendo Thompson— si Anojin podría realizar esta operación.

Me enfurecí:

—El asunto no radica en la destreza, sino en el deseo, señor almirante.

—¿Quiere usted decir que no tiene deseos?

—Usted es un adivino, sir.

—¿Cuánto desea, Anojin?

—Ni un solo centavo. Yo no recibo sueldo por el trabajo que realizo en la expedición, señor almirante.

—Sea como fuere, usted se encuentra subordinado a las órdenes de su superior.

—Sí, señor almirante, pero sólo en el trabajo corriente. Yo filmo lo que considero necesario de filmar y le entrego a usted la copia de las fotos. Tanto más que entre las obligaciones del camarógrafo no entra la habilidad en el salto con paracaídas.

Thompson, lamiéndose de nuevo los labios, inquirió:

—¿Desea alguno de ustedes probar?

Anatoli, mirándome con reproche, dijo:

—Sólo he saltado desde una torre del parque de Moscú; pero me atrevo a saltar ahora.

—Yo también —afirmó a su vez Irina.

—No te metas en este asunto —la detuve—. Esta no es una operación para muchachas.

—Ni tampoco para cobardes.

—¿De qué hablan ustedes? —preguntó Thompson después de esperar pacientemente que nuestro diálogo terminara.

Entonces yo, adelantándome a la respuesta de Irina, respondí:

—Estamos hablando sobre la formación de un destacamento especial, señor almirante. Saltarán dos de nosotros: Anatoli Diachuk y Anojin. Anojin será el jefe del destacamento. Eso es todo.

—No me equivoqué con respecto a usted —afirmó sonriente el almirante—. Usted es un hombre con carácter, justamente lo que nosotros necesitamos. Okay. Martin será el piloto del avión —y mirando a todos los presentes agregó—: Por hoy basta, señores.

Irina se levantó de su asiento y ya cerca de la salida se dio la vuelta para decir:

—No sólo eres un cobarde, sino también un provocador.

—Gracias —repuse, sin deseos de discutir con ella, pues era muy probable que nos esperase un nuevo St. Dizier.

Antes del vuelo Thompson nos dio las instrucciones necesarias:

—El avión ascenderá hasta una altura de dos mil metros. Se aproximará desde el noreste y descenderá en dirección al objetivo hasta una altura de doscientos metros. En este momento no corren ningún peligro. La única cosa que encontrarán debajo será un tapón de aire. Guando lo atraviesen, habrán llegado al objetivo. Martin no experimentaba frío y respiraba libremente. En cuanto a lo que será después, nadie lo sabe.