Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Mongeusseau se sonrió cortésmente, aunque con cierta picardía:

—Yo, en su lugar, habría declinado también la proposición. Pero no deje de venir a verme a Rívoli, como amigos. Practiquemos allí la esgrima. No se asuste, el combate será realizado de acuerdo con las reglas de la esgrima, con máscaras y coletos. Me intriga sólo una cosa, cómo pudo sostenerse tanto tiempo. Cuando estemos juntos probaré con mi izquierda.

—No, gracias por la invitación —dije, sabiendo que no le vería jamás.

Capítulo 25 – Destino: Groenlandia

Cuando el director de cine y el floretista se alejaron, imperó un silencio embarazoso. Yo, exasperado por esta visita innecesaria, trataba con dificultad de retener mi furia. Zernov se sonrió, en tanto que esperaba mis palabras. Irina, notando lo importante que era esta pausa, hizo mutis también.

—¿Estás furioso? —quiso saber Zernov.

—Sí —repuse—. ¿Crees acaso que se puede galantear con el individuo que te asesina?

Inconscientemente, sin acuerdo mutuo, empezamos a hablarnos de «tú»; pero ninguno lo notó.

—Yuri, Mongeusseau no es culpable. No es culpable ni indirectamente —continuó Zernov—. Lo he acabado de comprender ahora.

—Presunción de inocencia —dije con malicia. Zernov no se inmutó:

—La culpa fue mía. Los traje a los dos intencionadamente, porque quería confrontar la copia y el original. No te enfurezcas. Para mi informe necesitaba comprobar exactamente qué se copiaba, la psiquis de quién. Y lo que es más importante, qué se copiaba: la memoria o la imaginación. Ya lo sé. Ellos examinaron la una y la otra. Mientras, Gastón simplemente quería dormir, pensando amodorrado en la proposición de Carresi: ¿no es un trabajo muy duro para mí? ¿son aceptables los honorarios? Y Carresi estaba absorto en el proceso de creación, ideaba conflictos y situaciones dramáticas, o sea, creaba una vida ilusoria. Esta ilusión fue copiada por las «nubes», y bastante bien. ¿Recuerdas el paisaje? ¿Recuerdas el viñedo a la orilla del mar? Lo copiaron mejor que una fotografía.

Me toqué involuntariamente la garganta:

—¿Y esto? ¿Es también una ilusión?

—Eso fue un accidente. Probablemente al hacer sus experimentos no se dieron cuenta del peligro que éstos encerraban.

—No comprendo nada de esto —dijo Irina pensativa—. Pienso que esto no es vida, sino otra cosa. Biológicamente, esto no puede ser vida, incluso si la reproducen, porque es imposible crear la vida de la nada.

—¿Por qué de la nada? Probablemente poseen para esto su material de construcción, algo así como la materia primaria de la vida.

—¿La niebla roja?

—Tal vez. Hasta el momento nadie ha podido hallarle una explicación ni ha podido exponer una hipótesis al respecto. —Zernov suspiró—: Mañana, no esperen de mí hipótesis, pues sólo expondré una suposición mía con relación a lo que se copia y al porqué de esa copia. En cuanto a cómo se realiza esa copia, perdónenme, pero no lo sé…

Me reí y afirmé:

—Alguien encontrará la explicación. Ya veremos.

—¿Dónde?

—¿Cómo que dónde? En el Congreso, naturalmente.

—No lo verás —afirmó y se alisó su pelo lacio y rubio. Siempre hacía esto antes de decir algo desagradable.

—No creas que me podrás retener aquí —dije con malicia—, pues no lo lograrás. Yo estoy sano ya.

—Lo sé. Pasado mañana te darán de alta y por la tarde tendrás que arreglar las maletas.

Dijo esto tan firme y decididamente que me hizo saltar y sentarme en la cama.

—¿Es que nos hacen regresar?

—No.

—¿Tendremos que ir de nuevo a Mirni?

—No, a Mirni no.

—Entonces, ¿adonde?

Zernov, sonriéndose y mirando de reojo a Irina, mantuvo silencio.

—Bien, ¿y si no acepto? —inquirí.

—Sí que lo aceptarás. Y saltarás de alegría.

—No me atormentes, Boris Arkádievich. ¿Adonde tendré que ir?

—A Groenlandia.

En mi rostro se dibujó una desilusión tan profunda, que Irina soltó una carcajada.

—Irina, él no salta.

—No, no salta.

Demostrativamente, me acosté:

—No he tomado drogas para saltar. Además, ¿por qué tengo que ir a Groenlandia?

—Ya verás —afirmó Zernov, en tanto que le guiñaba un ojo a Irina.

Esta, imitando la voz de un locutor, empezó:

—Copenhague. Nuestro corresponsal especial informa, que pilotos observadores de la estación polar norteamericana Soenre Stremfjord (Groenlandia) detectaron un curioso fenómeno natural o artificial al norte del paralelo 72, en el área de la expedición de Simpson…

Me levanté levemente sobre la almohada.

—…sobre una meseta de hielo extensa han sido observadas protuberancias azules de varios kilómetros de longitud. Algo así como una Aurora Boreal disminuida. Tiene la forma de una enorme elipse rodeada por una cinta de fuego azul, cuyas llamas se elevan a la altura de un kilómetro, formando un octaedro inmenso. ¿No es así, Boris Arkádievich?

Me senté en el borde de la cama.

—Anojin, ¿vas a saltar?

—Parece que sí.

—Bien, escucha ahora —dijo Zernov—: Los informes relacionados con esa «Aurora Boreal» han aparecido en todos los periódicos del mundo. La fulguración de este octaedro se nota a la distancia de cientos de kilómetros y no se puede acercarse a él ni a pie ni en tractores, porque lo impide aquella fuerza invisible que conocimos en la Antártida. Los aviones tampoco logran acercarse, porque son rechazados. Se supone que esto es un campo de fuerza poderoso de los visitantes del espacio. ¿Saltarás?

—Sí, Boris Arkádievich; eso significa que ya están en Groenlandia.

—Hace ya tiempo. Pero tienen algo nuevo en el interior de la meseta. Allí hay fuego y, sin embargo, los instrumentos colocados en las cercanías no registran ningún aumento de la temperatura. La presión atmosférica no se eleva, la ionización no aumenta, la comunicación por radio no se interrumpe ni a unos metros de las protuberancias y los contadores Geiger callan y nadie sabe por qué. Es un camuflaje extraño al estilo del calidoscopio infantil: fulguran los cristalitos abigarrados y nada más. Si se mira la foto se ve el cielo claro de un día soleado que se refleja en las enormes caras de un cristal. Y los «jinetes» atraviesan esas caras como las aves las nubes. Las aves, en cambio, son rechazadas como pelotas de tenis. Los científicos intentaron probar con las palomas, pero los resultados fueron para reírse.

Envidié con amargura la suerte de mis colegas por haber filmado ese espectáculo fantástico.

—Nadie sabe si es una función feérica o una farsa —afirmó Zernov— o, tal vez, algo peor. Tomarás las películas necesarias, si no pereces en la acción. ¿Sabes cómo se llama esta operación? La «operación T»: por la primera letra del apellido de nuestro amigo Thompson. El asegura que ésta es su búsqueda personal para establecer el contacto con los visitantes del cosmos. Afirma que antes de esta operación lo habían probado todo: señales lumínicas, ondas de radio, códigos matemáticos y todo tipo de figuras simbólicas trazadas en el cielo por un avión; pero, hasta ahora, sin resultados. Los «jinetes» no reaccionan. Thompson, sin embargo, estima que establecerá contacto con los visitantes. Nadie sabe de qué modo lo logrará y él continúa sin informar absolutamente nada. El cuerpo de la expedición ya fue enviado a Upernivik, lugar que fue el punto de partida de la expedición de Koch-Wegener en el año 1913. Disponen de un avión «Douglas» de carga-pasajeros, un helicóptero con base en Tule, dos cruzanieves y un trineo con hélice. Como puedes ver, la expedición no está muy mal equipada.

Yo seguía sin comprender, qué tipo de contacto podía realizar Thompson con la ayuda de un helicóptero y un trineo con hélice. Zernov se sonrió enigmáticamente y continuó:

—Los periodistas tampoco lo pueden comprender. Thompson no es un individuo tonto, pues no confirmó ninguna declaración atribuida a él por la prensa respecto a los objetivos de la expedición y a los medios con que cuenta. Por lo demás, ni una sola firma de las que lo equiparon ha respondido a las preguntas de los periodistas. A Thompson le interpelan: ¿Es cierto que la expedición dispone de botellas llenas de un gas desconocido? ¿Con qué objeto serán utilizados los instrumentos cargados hace poco en un barco en el puerto de Copenhague? ¿Se dispone él a explotar, taladrar o perforar el campo de fuerza de los visitantes? Y sus réplicas son, que el equipo de su expedición fue revisado por los controladores de la aduana y que éstos no encontraron nada prohibido para la importación a Groenlandia. Y que no sabe nada respecto a los instrumentos especiales cargados en el puerto de Copenhague. «Los objetivos de la expedición son de investigación científica. Y por lo demás, no le llamas grano hasta que esté encerrado».

—¿Dónde obtuvo el dinero?

—¡Quién sabe! En esta aventura nadie invierte grandes sumas. Ni los «rabiosos», pues no lucha contra comunistas o contra negros. Aunque, naturalmente, alguien corre con los gastos de la expedición. Dicen que el que ayuda es un sindicato de periodistas, como ocurrió con la expedición africana de Stanley. La sensación es mercancía vendible, ¿por qué no arriesgarse?.

Quise saber si la expedición estaba relacionada, con alguna recomendación o decisión del Congreso.

—No, Thompson rompió con el Congreso —aclaró Zernov—. Anunció en la prensa, aún antes de su apertura, que no se consideraba dependiente de las resoluciones futuras que se tomaran en las reuniones del mismo. A propósito del Congreso, se me había olvidado que tú no sabes lo que sucedió allí.

Zernov tenía razón. Yo ignoraba que, en los momentos en que las enfermeras me conducían de la mesa de operaciones a mi sala de la clínica, el Congreso iniciaba sus debates.

Después de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas decidió no discutir el fenómeno de las «nubes» rosadas, dando prioridad a la resolución del Congreso de Paris y considerando con razón que la primera palabra les pertenece a los científicos, la atmósfera alrededor del Congreso se caldeó más aún.

Este se inauguró como si fuese un campeonato de fútbol: trompetas, banderas de las diversas naciones y saludos de todas las asociaciones científicas del mundo. Los participantes más sensatos prefirieron callar, pero no así los menos cautelosos, quienes afirmaron que el esclarecimiento del misterio de las «nubes» rosadas estaba en vísperas de su realización. Como es sabido, no se realizó ningún esclarecimiento, con la excepción del informe preliminar del académico Osovets, quien al exponer y argumentar la tesis de que las intenciones de los visitantes son amistosas, contribuyó a encauzar el trabajo de los científicos por una ruta determinada. Empero, como se dice, la omnisciencia es una y las sabidurías son muchas. Al hablar de estos debates Zernov apenas pudo ocultar su decepción. Hubo colisiones de ideas y choques de hipótesis. Algunos participantes del Congreso hasta consideraron a las «nubes» como una variedad de los platillos voladores.

—¡Ah, Yuri! ¡Si tú supieras cuántos torpes hay aún dentro de las ciencias, que perdieron hace tiempo el derecho de llamarse científicos! —exclamó Zernov—. Hubo, naturalmente, discursos serios, hipótesis originales y conjeturas audaces. Pero Thompson se retiró después de las primeras sesiones. Declaró a los corresponsales que le esperaban: «Miles de ancianos tímidos no pueden idear algo que valga la pena».

De todos los participantes en el Congreso, los únicos invitados por él a tomar parte en la expedición fue el grupo de la «Jarkovchanka» e Irina. «Nosotros empezamos juntos y continuaremos juntos», le dijo a Zernov.

—Yo no empecé —le interrumpió Irina.

—Pero usted continuó —respondió Zernov.

—¿Dónde?

—Aquella noche en el hotel «Au Monde».

—No comprendo.

—Pregúntele a Anojin; él se lo podrá contar.

—¿Qué? —inquirió intrigada Irina.

—Que usted no es usted, sino su copia, creada por las «nubes» en aquella noche aciaga.

—No bromee, Boris Arkádievich.

—No bromeo; el caso es que Anojin y Martin le vieron a usted en St. Dizier.

—A ella no —le interrumpí—. ¿Lo olvidó acaso?

—No lo olvidé. Simplemente consideré que sería mejor no hablar de ello.

Una pausa nerviosa se apoderó de todos. Irina se quitó los espejuelos, los cerró automáticamente y los abrió de nuevo: primera señal de su gran inquietud.

—Ahora me he convencido —dijo ella reprochando a Zernov— de que usted y Martin me ocultaban algo. Pero, ¿qué?