Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Capítulo 32 – ¡Por los siglos de los siglos!

Después de su salida, nadie tuvo la osadía de hablar. El aliento de la muerte que rondaba sobre el camino helado parecía haber llegado hasta nosotros. Pese a la copia y a la sintetización, ¡él era un ser humano!

—¡Qué lástima! —suspiró finalmente Anatoli—. Seguramente que ellas vuelan ya…

—No hables, por favor —le pidió Irina, no es necesario.

Pero ya no queríamos seguir guardando silencio.

—Si esto ocurriese de nuevo, uno se enloquecería otra vez —afirmó Vanó, arrugando el rostro, quizás al recordar las aventuras de la Antártida, y agregó turbado—: Yuri, no te reconocí en el primer momento. El otro me pareció más inteligente.

—A todos nos pareció así —afirmó Anatoli con un tono irónico o de admiración en su voz—. ¡Posee la memoria de una biblioteca! ¡Esa es la memoria con que yo desearía vivir!

«Él de seguro que tenía muchas ganas de vivir».

Este fue mi pensamiento, y él respondió:

—¿Qué crees que soy un leño? ¡Claro que quería vivir, desde el primer momento! ¡Y ahora también!

Su voz sonaba en un lugar de mi conciencia. Yo no componía, no inventaba, ni imaginaba nada, sólo lo oía.

—¿Dónde estás ahora? —le pregunté mentalmente.

—En el camino de hielo. Todo a mi alrededor está blanco; pero no hay nieve. ¿Cuál es la diferencia? ¿Verdad que es igual?

—¿Tienes miedo?

—Un poco. Después de todo no soy de plástico. Yuri, te pido sólo que no me tengas pena ni pienses en esa forma tan ampulosa: ¡el aliento helado de la muerte! ¿Por qué te lo pido? Porque ésa es una frase muy común y porque no es cierta.

—Pero, desaparecerás de todas las formas.

—Eso no es la muerte, sino la transición a otro estado.

—A un estado en que ya no existes.

—¿Por qué no? Uno simplemente no siente ningún tipo de sensación, como en el sueño.

—El sueño pasa, pero, ¿y tu caso?

—También pasará.

—¿Crees que regresarás?

—Sí, algún día.

—¿Y si no te vas ahora?

—No puedo quedarme.

—Rebélate.

—Lo que experimento es más fuerte que yo, viejo amigo.

—¿Qué clase de hombre eres tú, pues? Tú no tienes libre albedrío. No tienes, ¿verdad?

—Por el momento, no.

—¿Qué quieres decir con las palabras «por el momento»?

—Yuri, ¿qué estás susurrando? ¿Un poema? —preguntó Irina.

Posiblemente que yo movía mis labios al conversar con mi doble.

—El está rezando —afirmó Anatoli—. Está implorando a Dios que reviva al doble. Cuando el sacristán que vivía en nuestra casa se emborrachaba, hablaba del mismo modo.

—¡Implorando a Dios! —repitió con burla Irina—. Que sea el almirante el que reza. Yuri es poeta. Yuri, ¿de quién son esos versos?, ¿son tuyos…?

Tuve que mentir.

—De Blok. «¡Te reconozco, vida, te recibo y saludo con el sonido de mi escudo!».

—¿La vida de quién?

—¿Y acaso no es igual? Cualquier vida, hasta la sintetizada.

—Esa es una formulación inexacta —se entrometió él inmediatamente—. Los ortodoxos podrían meterse contigo y decir que afirmas que un perro vivo es mejor que un león muerto y que tú sostienes este lema colaboracionista y llamas a la colaboración con una civilización hostil.

—Eso lo diría Thompson. Ya estoy cansado de él.

—Ellos también. Ya le comprendieron.

—¿Lo supones?

—No lo supongo, lo sé.

—¿Qué querías decirme?

—Que te veré de nuevo.

—¿Por qué me lo dices a solas?

—Porque fue programado así. Tu deber es pensar y pensar, simplemente. No creo que por el momento sea necesario precisar los detalles.

—¿Quieres que te sea sincero?

—Sí, como no, ¿que sucede?

—No me gusta todo esto, de ningún modo me gusta.

—Viejo, eso es una descortesía de tu parte.

—Escucha, ¡ya estoy harto de todos estos milagros y trucos! ¡Estoy hasta el gollete!

—¿Qué está susurrando otra vez? —quiso saber Irina.

—Se siente agobiado —afirmó Anatoli—. Si yo hubiera estado en el lugar de Yuri, habría gritado de terror.

Zernov, sin que nadie lo notara, guardaba silencio. No, ya lo han notado.

—¿Por qué calla usted, Boris Arkádievich? ¿Está cansado de nuestra cháchara? —le preguntó Anatoli.

—No, no, simplemente estaba pensando —respondió Zernov con diplomacia—. Pero, en verdad, ¡qué experimento más interesante! Es asombroso por su idea: recibir por medio de Anojin toda la información que ellos necesitan; crear una especie de memoria duplicada. Por lo visto, ellos aún no son capaces de percibir la información lingüística y semántica directamente, por medios acústicos y ópticos. Hasta ellos no llega ni la palabra hablada ni la escrita. La única información que ellos pueden percibir es la elaborada por la mente humana: las ideas y las imágenes mentales.

—Pero, ¿por qué escogieron a Yuri y no a cualquier científico? —preguntó Anatoli con naturalidad—. ¿Será posible que haya sido simplemente por ser él el primer sintetizado? ¿Qué importancia puede tener el número uno?

—El número uno, sin lugar a dudas, no tiene ninguna importancia. ¡Pero el primer experimento sí! También puede ser porque Anojin posee una capacidad extraordinaria para percibir imágenes. Cada persona tiene esa capacidad, pero manifestada de diferentes maneras. El matemático, por ejemplo, ve el mundo de un modo muy diferente que el pintor o el músico; y, naturalmente, el poeta tiene su propia visión de las cosas. A guisa de ejemplo tomemos la palabra «palo». Cada individuo creará su propia imagen de esa palabra, ya sea consciente, ya subconscientemente. Un individuo recordará vagamente el dolor que experimentó una vez; otro, el bastón que vio en el escaparate de una tienda; el tercero, el asta de una bandera. ¿Y tú, Anojin, qué has recordado?

—La pértiga que utilizaba para saltar en el estadio.

Todos se rieron.

Él también. Percibí al instante su risa. Pero no el mismo sonido de la risa, sino el estado de las células nerviosas del cerebro que la generan.

—¿Te ríes? —inquirí yo.

—Claro. ¡La pértiga! —Se rió de nuevo—. ¡Cómo sufrí con ese palo!

—¿Por qué tú?

—No hagas preguntas tontas. A propósito, Zernov tenía razón al referirse a la necesidad de percibir la información por medio de imágenes.

—¿Estás oyendo nuestra conversación?

—Sí, a través de ti. Yo percibo toda la información elaborada por tí, por cuya razón estoy presente, invisiblemente, en todas tus conversaciones.

—Pero ahora yo no escucho todo.

—No escuchas, pero oyes. Y yo acumulo todo eso en la «alcancía» de mi memoria. Presta atención ahora. Boris Arkádievich está hablando de ella.

—…en esta «alcancía» se acumulan muchas cosas y una memoria entrenada extrae inmediatamente lo necesario. A decir verdad, la «supermemoria» no es un milagro como tal. Recuerden a Arago. ¡Qué fenómeno! ¿Y los ajedrecistas? Estos poseen una memoria profesional asombrosa. ¡Ay, si nosotros supiésemos el código y el mecanismo del recuerdo…!

—¿Y ellos lo saben? —inquirió Irina incrédula y con cierta ironía. Pero Zernov no nota la ironía y sigue muy serio:

—No tengo la plena convicción de ello. Tal vez, Anojin es nada más que un experimento exitoso. De lo que sí estoy seguro es de que ellos descubrirán este mecanismo, allá, en sus parajes.

—¿Cree usted en esa hipótesis?

—¿Y por qué no? ¿Por qué piensa usted que esta hipótesis puede ser peor que otras? ¿No se ha dado cuenta que hay la misma cantidad de argumentos en su favor que en su contra? Por lo demás, esta hipótesis no le hace ningún daño a la humanidad; por el contrario, hasta le infunde respeto. Es el último eslabón para el contacto, para el estudio mutuo y, como consecuencia, para el cambio de información entre dos civilizaciones cósmicas.

—¿Escuchaste? Nuestro Boris Arkádievich es un hombre muy inteligente. El último eslabón. ¡Cuánta verdad! Es el eslabón que faltaba.

—¿Crees también en esa hipótesis?

—Por el momento, me callaré.

—¿Por qué?

—Porque es demasiado temprano para hablar de ella. Aún no tengo libre albedrío, pero llegará el día…

Me da risa:

—Empiezas ya con tu misticismo. Yo no creo mucho en tu vida de ultratumba.

—¿Y no crees en el salto del reino de la necesidad al reino de la libertad? Podría formularse del modo siguiente: libertad de voluntad, libertad de pensamiento y libertad de creación. ¿Por qué nosotros no repetimos ese camino?

—¿Entonces, resulta que el escritor de novelas fantásticas tenía razón? ¿Piensas que aparecerá en un lugar un planeta copia de nuestra Tierra, con nuestra agua, nuestro aire y nuestras ciudades?

—Puedes burlarte si lo deseas. Por lo demás, nadie sabe qué ni dónde aparecerá. El estudio de algo no encierra siempre una repetición, con más frecuencia es una búsqueda.

—¿Búsqueda de qué? ¿De sueños sintetizados? ¿De supermemorias?

—Todo esto es un ensayo, amigo, nada más que un ensayo. Vivimos en un mundo de constantes. Y por cuanto la naturaleza creó para las condiciones de la Tierra y para la vida albuminoidea parámetros y formas óptimos, ¿para qué necesitan cambiar las constantes?

Tal vez repetí estas últimas palabras en voz alta, porque Zernov respondió, sonriéndose:

—Claro, no tiene sentido.

Me puse rojo: ¿cómo explicar a mis compañeros mis «pensamientos en voz alta»? Vanó me sacó del apuro.

—Boris Arkádievich, ¿no cree usted que deberíamos partir? —propuso él—. El motor está ya arreglado y el camino podríamos decir que es una pista de carreras. Zernov me miró con atención:

—¿Y tú, Yuri, qué crees? ¿Ha llegado la hora de partir?

«¿Por qué me pregunta de esta forma? ¿Será posible que haya comprendido?».

—Sí, hace ya tiempo que ha comprendido, y tú ya sabes que él lo comprendió. No finjas. Dile que sí, que podéis partir. Dile que Anojin-segundo está preparado para la partida.

—No me tortures.

—Te estoy hablando en serio. Es ya hora. Por el momento, tendré que partir. Yo estoy lejos, y ellos están cerca.

De pronto, sentí una pesadez horrorosa, como si se me hiciera un nudo en la garganta y no pudiera respirar. No veía ahora a nadie, sólo al compañero solitario parado en el campo blanco.

—Entonces, adiós.

—No te digo adiós, te digo hasta el próximo encuentro.

—¿Y tendrá lugar?

—Sin duda alguna.

—¿Aquí o allá?

—Lo ignoro, Yuri. Lo que no sé, no lo sé. Así pues, no nos encontraremos solamente tú y yo, sino dos mundos: nosotros, los hombres, y ellos. ¿Recuerdas las palabras finales del escritor de ciencia-ficción en el Congreso? El dijo:

—…y si regresaran, entonces volverían ya comprendiéndonos, enriquecidos por esa comprensión de que supieron tomar algo de nosotros y con el conocimiento seguro de lo que nos deben dar, a fin de marchar juntos por la senda del progreso». ¡Esas fueron palabras inmortales!

De repente, sentí una libertad absoluta de pensamiento.

—Sí, Zernov, podemos partir —le dije con un ligero temblor de voz y tratando de que él no lo notara.

—¿Y por qué es Yuri el que decide? —inquirió intrigado Anatoli.

Zernov respondió, porque yo me sentí completamente exhausto:

—Porque de los tres mil millones de habitantes de la Tierra, solo uno, Anojin, está en contacto con la civilización extraterreste; tal vez con una civilización extragaláctica. Siendo así, Yuri, ¿qué le diremos a la humanidad? ¿Habrá contacto y por cuánto tiempo?

—Por los siglos de los siglos —respondí.

FIN