Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—Me temerás más que a tus amigos de la clandestinidad —siguió diciendo Lange sin levantar la voz y poniéndose los guantes—. ¿Será así, Etienne? ¿Verdad?

—Sí, señor Lange.

El gestapista se dio la vuelta y otra vez lo vimos transfigurado por el terror de Etienne, en un ser omnipotente. Ya no era una persona, sino un Nibelungo:

—Etienne no había cumplido su palabra, pues, efectivamente, no confiaban en él —afirmó—. Sin embargo, ¡cómo se esforzaba, cómo quería traicionar! ¡Y traicionó a la mujer que adoraba, a la mujer que amaba sin ser correspondido! ¡Cómo lo lamentó! Pero, no lamentó la traición que le hizo a ella, sino su propia incapacidad para traicionar a aquellos dos hombres que se escaparon. Bien, Etienne, enmendemos el pasado. Tenemos una buena oportunidad ahora. Yo fusilaré al ruso y al norteamericano en lugar de los pilotos escapados. Al otro ruso, simplemente, lo ahorcaré. ¡Llévenselos rápido a la Gestapo! ¡Patrulla! —gritó.

Tuve la impresión de que el hall polvoriento y oscuro estaba repleto de soldados. Me rodearon, ataron mis manos y me arrojaron de un puntapié a la oscuridad. Caí, haciéndome daño en una pierna y durante largo rato permanecí en el suelo sin poder levantarme. Mis ojos no veían nada, pero lentamente se iban habituando a la semioscuridad roja que los rayos de la lámpara apenas podían disipar. Los tres yacíamos en el suelo de una cámara estrecha desprovista de ventanas, o quizás, en una celda de castigo. La celda empezó a moverse, tirándonos de un lado a otro en las curvas, por lo que deduje que nos conducían en el furgón carcelario.

Martin fue el primero en sentarse. Yo flexionaba y extendía mi pierna magullada: por suerte no se había fracturado ni dislocado. Zernov yacía boca abajo con la cabeza descansando sobre sus manos.

—Boris Arkádievich, ¿no se ha golpeado?

—Hasta este momento no me ha sucedido nada —respondió lacónico.

—¿Cómo podría usted explicarnos todo este espectáculo?

—Esto es más bien una película —afirmó sonriente, y calló de nuevo como si no quisiera seguir hablando.

Pero yo no podía guardar silencio:

—Se está copiando el pasado de alguien —seguí diciendo—. Estamos en este pasado por pura coincidencia. Ahora bien, ¿por qué en este pasado nos tenían preparado este furgón?

—El pudo haber estado estacionado cerca de la puerta. Es muy probable que en el hayan venido los soldados —observó Zernov.

—¿Y dónde están ahora?

—Los de la escolta estarán ahora, probablemente, en la cabina del conductor. El resto se encuentra en el hotel esperando las órdenes de Lange.

Tal vez los necesitaba también en aquel entonces, puesto que sólo muy poco corrige el pasado.

—¿Piensa usted que éste es su pasado?

—¿Y qué piensa usted?

—A juzgar por nuestras vicisitudes, éste es también el pasado de Etienne. Etienne y Lange se están corrigiendo mutuamente. Aunque no acierto a comprender, ¿para qué los directores de esta película necesitan todo esto?

—Amigos, ustedes se han olvidado de mí —interrumpió Martin—. No entiendo nada de ruso.

—Perdónenos, Martin —se excusó Zernov pasando al inglés—. Realmente le hemos olvidado. Eso no debimos hacerlo, no sólo por los sentimientos de camaradería, sino por algo más poderoso que nos une con enorme fuerza. ¿Saben ustedes en lo que siempre pienso? —continuó él, levantándose un poco y apoyándose en los codos sobre el piso sucio del furgón—. Pienso, ¿es accidental o no lo es todo lo que nos ocurre? A mi mente llega la carta que usted, Martin, le remitió a Anojin, y, particularmente, la expresión suya: «marcados». Con lo que dejaba entrever que hemos sido marcados por los visitantes del cosmos. Y tal vez por eso nos permiten adentrarnos sin obstáculos hasta las entrañas mismas de su creación. Ahora bien, ¿es todo eso accidental o no lo es? ¿Por qué no fue copiado un aeroplano cualquiera de la ruta Melbourne-Jakarta-Bombay, en vez de nuestro avión «IL» que llevaba a bordo a todos los «marcados»? ¿Es todo eso accidental o no lo es? Supongamos que las «nubes», yendo hacia el norte, se hayan interesado por la vida provincial de Norteamérica. Admitámoslo como posible. Mas, ¿por qué eligieron justamente la ciudad relacionada con la vida de Martin, y en el preciso momento en que éste tenía que visitarla? ¿Es eso coincidencia o no lo es? ¿Y por qué de los cientos de hoteles baratos de Paris eligieron para sus experimentos de turno el nuestro «Au Monde»? ¿Por qué? ¿No habitan acaso en los hoteles de Paris y las casas Parisienses individuos con pasados interesantes? Entonces, ¿por qué se copia el pasado de individuos que viven junto con nosotros bajo un mismo techo? ¿Por qué? Repito de nuevo la misma pregunta: ¿Es coincidencia o no lo es? ¿Acaso está todo esto calculado de antemano con un objetivo determinado que hasta ahora desconocemos?

Me parecía que Zernov estaba loco. Si bien es cierto que la imposibilidad de explicar todo lo ocurrido, la realidad y la ilusión de estas traslaciones en el tiempo y en el espacio, el mundo místico de Kafka, que para nosotros era realidad, podían aterrar a cualquier ser humano, no es menos cierto que ninguno de nosotros había perdido el control de sí mismo ni la claridad habitual del pensamiento. Martin y yo nos mirábamos mutuamente en la semioscuridad, pero no cambiamos ninguna palabra.

Zernov se echó a reír:

—¿Creen que me he vuelto loco? ¿Conocen ustedes la hipótesis de Bohr que cataloga a la locura como una prueba de la veracidad de las hipótesis científicas? No pretendo tener razón, simplemente expongo una de las suposiciones factibles. Ahora bien, ¿es éste el contacto sobre el cual sueña ahora toda la humanidad pensante? ¿No tratan las «nubes» de explicarle al mundo a través de nosotros, precisamente, a través de nosotros, qué hacen y para qué lo hacen? Permitiéndonos adentrar en sus experimentos, ¿no se dirigen ellas a nuestro intelecto con la esperanza de que podamos comprender su esencia?

—Es un medio de comunicación bastante raro —repuse yo.

—¿Y si no hay otro? ¿Y si nuestros medios de comunicación les son extraños o inaccesibles? ¿Y si ellos no pueden recurrir ni a los métodos ópticos, ni acústicos ni otros empleados por nosotros para transmitir información? ¿Y si ellos desconocen la telepatía e ignoran nuestra lengua, así como el alfabeto Morse u otros medios de señales? Y como nosotros desconocemos los medios de información que ellos emplean, ¿qué hacer?

Fuimos lanzados nuevamente a un lado. Martin me apretó contra la pared, y yo a Zernov.

—No le comprendo —respondió iracundo Martin—. Ellos crean, copian, buscan contactos, y a nosotros nos envían al paredón o al cadalso. Esto no es más que un delirio endemoniado.

—Posiblemente ellos no lo sepan. Son sus primeras pruebas y sus primeros errores.

—¿Y eso consuela su propia inmolación?

—No pienso que eso sea posible —afirmó Zernov. Y antes de que le pudiese replicar, la máquina dio un salto y se rompió en dos. Una fulguración luminosa lo alumbró todo, seguida de una explosión infernal que duró una fracción de segundo; luego, imponderabilidad y sombras.

Capítulo 20 – La doble de Irina

Abrí mis ojos con dificultad, como si estuviesen pegados con cola, y sentí un dolor agudo en la nuca. Luces brillaban en la lejanía límite a guisa de luciérnagas insomnes. ¿Estrellas? ¿Cielo? Al divisar la Osa Mayor, comprendí que me encontraba en la calle. Empecé a mover lentamente mi cabeza de un lado a otro y cada movimiento se acompañaba de un dolor agudo en la nuca. Pese a ello, vislumbré la negrura desigual de las casas en el lado opuesto de la calle y sentí bajo mi cuerpo el pavimento mojado por la lluvia. Este brillaba levemente en la oscuridad y sobre su superficie yacían sombras de cosas indistinguibles. Al observar más detenidamente, reconocí los restos del furgón carcelario. Pedazos negros de algo —quizás del pavimento levantado o de sacos con harapos— rodaban por el suelo a corta distancia de mí.

Yo yacía cerca del tronco de un árbol apenas visible en la oscuridad y cuya corteza arrugada podía palpar con mis manos. Arrastrándome por el suelo, me acerqué a su tronco y apoyé mi espalda contra él. Sentí más libertad para respirar y el dolor aminoró. Por cuanto el dolor aparecía sólo cuando movía la cabeza, deduje que mi cráneo estaba intacto. Toqué mis cabellos cerca de la nuca y olí los dedos mojados de mis manos: el líquido no era sangre, sino petróleo.

Superando mi debilidad, me levanté abrazando el tronco del árbol como si fuese mi amada, luego permanecí de pie largo rato observando la sombra desierta que cubría la calle. A poco, moviendo a duras penas los pies y tropezando a cada paso, llegué al furgón destruido:

—¡Boris Arkádievich! ¡Martin! —llamé con voz velada.

Nadie respondió. Finalmente me aproximé a algo deforme que yacía extendido sobre el pavimento. Lo observé… era la mitad del cuerpo de un soldado alemán, sin piernas y sin rostro. Era todo lo que había quedado de uno de los soldados de nuestra escolta. A dos pasos de él, di con el segundo cadáver. Este apretaba contra su pecho con ambas manos el automático, en tanto que sus piernas dentro de las botas cortas se mantenían abiertas como las de un títere; pero no tenía cabeza. Todo lo que había quedado de nuestro furgón era un montón de hierro retorcido que parecía en la oscuridad un periódico gigantesco todo arrugado. Lo contorneé y cerca del borde de la acera opuesta encontré a Martin.

Le reconocí en el acto por su cazadora corta de gamuza y los pantalones estrechos: ningún soldado alemán usaba tales pantalones. Al acercar mi oído a su pecho, noté que éste se levantaba rítmicamente: Martin respiraba.

—¡Don! —grité. Tembló levemente y susurró:

—¿Quién eres?

—¿Estás vivo, amigo?

—¿Yuri?

—Sí, soy yo. ¿Puedes levantarte?

El asintió. Le ayudé a sentarse en el borde de la acera y me acomodé a su lado. Respiraba con dificultad y, por lo visto, no se había adaptado a la oscuridad: sus ojos pestañeaban. Permanecimos sentados y en silencio cerca de dos o tres minutos, hasta que, por fin, inquirió:

—¿Dónde estamos? No puedo distinguir nada. ¿Acaso estoy ciego?

—Mira hacia el cielo. ¿Puedes ver las estrellas?

—Sí, las veo…

—¿No tienes luxaciones?

—Creo que no. ¿Qué ha sucedido?

—Posiblemente lanzaron una bomba contra el furgón carcelero. ¿Dónde está Zernov?

—No lo sé.

Me levanté y contorneé de nuevo los restos del furgón, observando con atención los cadáveres de los soldados; pero Zernov no estaba por ningún lado.

—La situación es penosa —dije al regresar a su lado—: no hay señales de Zernov.

—¿A quién observabas?

—A los cadáveres de los soldados. Uno está sin cabeza y el otro sin piernas.

—Él debió salir ileso, porque nosotros estábamos con él y estamos ahora vivos. Probablemente se marchó.

—¿Sin nosotros? Eso es absurdo.

—O tal vez haya regresado.

—¿A dónde?

—A la vida real. De estas bodas de brujas. Quizás tuvo suerte. ¡Ojalá nosotros también la tengamos!

Lancé un silbido.

—Saldremos de aquí —afirmó Martin—. Debes estar seguro de que saldremos.

—¡Silencio! ¿Estás oyendo?

Una puerta masiva se abría crujiendo prolongadamente detrás de nosotros. Un rayo de luz fugitivo se escapó a través de la brecha de la puerta, pero fue cortado rápido por la cortina interior. Y, otra vez, nos rodeó la oscuridad. Sin embargo, en el pequeño rayo de luz yo había vislumbrado la figura de una mujer vestida con un traje de noche. Insinuábase ahora su sombra imprecisa. Por entre las cortinas de la puerta llegaban a nuestros oídos las melodías de un vals popular alemán.

La mujer, aún indiscernible en la oscuridad, bajaba por las escaleras de la puerta. Sólo la acera estrecha nos separaba ahora de ella. Continuábamos sentados.

—¿Qué les sucede? —interrogó ella—. Les ha sucedido algo?

—No, nada de particular —respondí—. Simplemente que nuestro furgón voló en pedazos.

—¿Su furgón? —preguntó asombrada.

—El furgón en el cual íbamos o, para ser más exacto, en el cual nos llevaban.