Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—¿Quiénes les acompañaban?

—¿Quiénes podían ser? Los soldados de la escolta, por supuesto —repliqué rabioso.

—¿Sólo soldados?

—¿Desea recogerlos por pedazos?

—No se enfurezca. Le pregunto porque debió ir con ustedes el jefe de la Gestapo.

—¿Quién? ¿Lange? —inquirí sorprendido—. El se quedó en el hotel.

—Eso fue lo que debía ocurrir —afirmó ella pensativa—. Justamente eso. Aunque aquella vez hicieron volar un furgón vacío. ¿De dónde han venido ustedes? ¿Es posible que Etienne haya ideado también a ustedes?

—A nosotros no nos ha ideado nadie —repliqué—. Estamos aquí por pura casualidad, sin que nuestra voluntad haya tomado parte en ello. Excúseme, pero es que yo no hablo muy bien el francés; me es difícil darme a entender. ¿Habla usted inglés?

—¿Inglés? —dijo asombrada—. Pero, de qué modo…

—Eso no se lo podría explicar ni en inglés. Tanto más que no soy inglés.

—Hello, madam —me interrumpió Martin—. Yo soy de los Estados Unidos. ¿Conoce usted la canción «El yanqui Doodle en el infierno… exclamó: ¡Qué frío!»?. Le aseguro, madam, que este infierno es más caliente.

Ella se rió:

—¿Qué podría hacer yo por ustedes?

—Quisiera mojar mi garganta seca —afirmó Martin.

—Vengan detrás de mí. En el guardarropa no hay nadie y yo dejé libre al portero. Ustedes son afortunados, señores.

Seguimos en pos de ella hasta dar con un guardarropa iluminado pobremente. Lo primero que noté fueron las capas y los quepis militares alemanes. Próximo al guardarropa había un cuarto pequeño sin ventanas con las paredes cubiertas por las páginas de revistas de cine. En su interior había dos sillas y una mesa con un libro de registro.

—¿Qué es esto? ¿Un hotel o un restaurante? —quise saber.

—Es un casino para oficiales.

Le miré el rostro por primera vez… y quedé helado, más bien, paralizado, petrificado como la mujer de Lot. Ella se puso tensa y en guardia:

—¿De qué se asombra? ¿Me conoce acaso?

—Esto es interesante —dijo Martin.

Yo seguía encerrado en mi mutis.

—Señores, ¿qué significa todo esto? —preguntó asombrada.

—Irina, no comprendo nada —dije en ruso.

¿Por qué Irina se encontraba aquí, en el sueño de otras personas y con un vestido de los años cuarenta?

—¡Dios mío, es ruso! —exclamó ella también en ruso.

—¿Qué haces aquí?

—Irina es mi seudónimo de la clandestinidad. ¿Cómo lo sabe?

—Yo no conozco ningún seudónimo de la clandestinidad, ni sé si tú lo tienes, solamente sé que hace una hora cenamos juntos en el hotel «Au Monde» en Paris.

—Se ha equivocado usted —afirmó ella, extraña y fría.

Me enfurecí:

—¿No me reconoces? Entonces, frótate los ojos.

—Pero, ¿quién es usted?

Yo no notaba ni la palabra «usted», ni el vestido antiguo, ni la situación revivida por recuerdos ajenos.

—Uno de nosotros se ha vuelto loco. ¿Olvidaste que llegamos juntos desde Moscú? —Yo empezaba ya a tartamudear.

—¿Cuándo llegamos?

—Ayer.

—¿En qué año?

Al oír su pregunta, quedé frío y con la boca abierta. ¿Qué podía responderle, si ella preguntaba una cuestión como esa?

—Yuri, no te sorprendas —me susurró Martin por detrás. El no comprendía nuestra conversación, pero suponía el origen de mi intranquilidad—. Esta no es ella, sino una bruja.

Ella nos seguía mirando, pensativa y taciturna.

—Es la memoria del futuro —afirmó ella con cierto misterio—. Es muy probable que él haya pensado en esto alguna vez. Posiblemente les haya visto a usted y a ella. ¿Se parece ella a mí? ¿Y se llama Irina? ¡Qué extraño!

—¿Por qué? —interpelé curioso.

—Porque tuve una niña que se llamaba Irina. Cuando ella tenía un año, en el 1940, Osovets se la llevó a Moscú. Ocurrió eso antes de la caída de Paris.

—¿Qué Osovets? ¿El académico?

—No, él era a la sazón un simple científico y trabajaba junto con Paul Langevin.

Una chispa de comprensión cortó las tinieblas de mi mente. Como ocurre a veces cuando uno, después de romperse la cabeza pensando en un problema, ve de pronto un rayo que insinúa, aunque débil e indefinidamente, la posibilidad de una solución.

—¿Y qué me puede decir sobre usted y su esposo?

—Mi esposo se trasladó con la embajada para Vichy. El abandonó Paris un poco más tarde y sin acompañantes. En la carretera que conducía a Vichy, detuvo su automóvil junto a una granja provincial, porque el agua del radiador hervía o porque simplemente quería beber agua, no lo sé. Lo que sí sé es que en ese mismo momento los alemanes bombardeaban la carretera y él fue fulminado por una bomba de aviación… —Ella se sonrió tristemente: por lo visto ya se había resignado a su muerte—. Soy así, porque Etienne me imagina de ese modo; pero todo fue más terrible que lo que podía suponer.

Todo coincidía. Osovets no era todavía académico, pero trabajaba ya con Langevin. De eso yo estaba enterado. Posiblemente él educó a Irina y le dio a conocer la vida de la madre y la similitud física entre ambas. Lo que yo no comprendía era una cosa: ¿qué tenía que ver con todo esto el portero del hotel? Sin poder contenerme le pregunté sobre el particular. Ella se rió y repuso:

—Porque yo soy su imaginación. El seguramente está pensando en mí ahora. Estuvo enamorado de mí con locura; pero, a pesar de ello, me traicionó.

A mi recuerdo llegaron las palabras de Lange: «Traicionó a la mujer que adoraba, a la mujer que amaba sin ser correspondido». ¡Cómo quería traicionar! De ser así, todo esto sucedía antes de nuestro encuentro con la Gestapo, lo que significaba que en esta vida el sistema de referencia del tiempo era completamente diferente a la vida real. El tiempo de esta vida estaba mezclado como las cartas de la baraja.

—¿Desean comer algo? —preguntó igualmente que un humano.

—Quisiera beber algo —dijo Martin. Ella asintió, entornando levemente los como Irina, y sonrió. Hasta sus sonrisas idénticas.

—Espérenme aquí. Nadie vendrá, pero si osan entrar… Ustedes naturalmente no tienen armas. —Ella corrió una tabla de debajo de la mesa y sacó una granada de mano y una pequeña pistola browning—. No se rían, no es un juguete, es un arma real, efectiva; particularmente a corta distancia.

Y se retiró. Yo tomé la pistola browning y Martin, la granada.

—Ella es la madre de Irina —le dije a Martin.

—Cuanto más tiempo pasa, tanto más difícil se pone la situación. ¿De dónde salió ella?

—Juzgando por su afirmación, Etienne la ideó. Ella tomó parte en la Resistencia junto con él.

—Otro brujo —profirió Martin y escupió disgustado—. Yo les haría volar a todos. —Y se tocó el bolsillo.

—No te sulfures. Ellos son personas reales y no muñecos. Esto no es como Sand City.

—¡Personas! —repitió sarcástico Martin—. Estas saben que repiten la vida de alguien y hasta conocen el futuro… de las personas que duplican. ¿Viste la película «Drácula»? Es una película sobre los vampiros, que de día están muertos y de noche reviven. He ahí a tus personas. Temo que después de esta noche me tengan que poner la camisa de fuerza; si es que antes no me rompen la crisma. Sería interesante saber qué informarían los periódicos: «Fueron asesinados por individuos que vivían en el pasado del señor Lange. Fantasmas con armas». O algo por el estilo. ¿Qué opinas…?

—No hables tan alto —le interrumpí—; nos pueden oír. Hasta ahora el asunto no está tan malo: ya tenemos armas. Viviremos y veremos, como decimos en ruso.

Irina retornó. Seguía llamándola mentalmente Irina, por cuanto desconocía su nombre.

—No puedo traerles bebidas a este lugar —afirmó—, porque podría provocar sospechas. Mejor es que vayamos al bar. Todos están borrachos y dos huéspedes más no llamarán la atención. El camarero está ya prevenido. Pero dígale al norteamericano que no hable ni una sola palabra en inglés y que responda a todas las preguntas con las siguientes palabras en francés: «Me duele la garganta y no puedo hablar». ¿Cómo se llama usted?

—Martin.

—Bien, Martin, repita: «Me duele la garganta y no puedo hablar».

Martin repetía las palabras, en tanto que ella le corregía.

—Bien, así está mejor. Durante cuarenta minutos no les amenazará ningún peligro, pero luego vendrá Lange con su zapador y soldados. El bar tiene una escalera interior que lo une con una habitación superior donde juega ahora al bridge el general Baer. Debajo de su mesa hay una bomba de tiempo, y dentro de cuarenta minutos este edificio volará en pedazos.

—¡Mama mía! —exclamé—. Entonces debemos apresurarnos.

—No volará en pedazos —afirmó ella riéndose tristemente—. Etienne le informó de todo a Lange, yo seré atrapada arriba en la habitación de Baer, el zapador desarmará la bomba y Lange será ascendido a Sturmbahnführer. Después que él llegue, ustedes deben esperar aquí dos minutos y luego alejarse con calma.

Abrí la boca y la cerré de nuevo. Esta era la conversación digna de un manicomio. Pero ella continuó:

—No se sorprendan. Etienne no estaba aquí en aquellos momentos, pero Lange lo recuerda todo. El me buscó por todos los rincones e interrogó a todos los presentes. Tiene una memoria magnífica. Todo ocurrió tal como lo verán ahora.

La seguimos, esforzándonos por no mirarnos y no razonar nada. En todo esto no había nada racional.

Capítulo 21 – Cambiamos el pasado

En la primera habitación jugaban a las cartas. Se sentía el olor penetrante de las cenizas y el tabaco, y tanto era el humo disperso que no se distinguía nada. A ratos el humo se hacía más denso, luego se aclaraba, pero aun en aquellos momentos más traslúcidos todo vislumbrábase extrañamente deformado. Las cosas perdían la forma, diluíanse, contraíanse como si la configuración de este mundo no se sometiera a las leyes geométricas de Euclides. Aparecía una mano larga como un esquí sosteniendo entre los dedos la carta, en tanto que voces roncas gritaban: «Cinco y cinco más… paso… abro…». De repente esa imagen era cortada, bien por una bandeja en la que se balanceaba una botella de coñac y cuya etiqueta —que se extendía como las imágenes de la televisión— mostraba un rostro con bigotes, o bien tomaba posteriormente el aspecto de un cartel abigarrado con las letras: «VERBOTEN! VERBOTEN! VERBOTEN!». En el cartel empezaron a surgir cabezas grises sin rostros, mientras que una voz repetía en medio del humo: «Treinta minutos… treinta minutos…» Las cartas susurraban como hojas al viento. La luz se hizo más densa y el humo hería los ojos.

—¡Irina! —llamé. Ella se dio la vuelta.

—Yo no soy Irina.

—Da igual. ¿Qué es esto? ¿La habitación de la risa?

—No le comprendo.

—¿No recuerdas la habitación de la risa en el parque de cultura de Moscú? ¿Los espejos que distorsionaban las imágenes?

—No —respondió sonriéndose—. Lo que ocurre es que ninguna persona puede recordar las situaciones con toda la exactitud y con todos sus detalles. Etienne trata de recordarlos. Lange, por otra parte, sólo tiene visiones discontinuas y no piensa en los detalles.

Yo seguía sin comprenderla. Más bien, discernía de su pensamiento pequeñas ideas, aunque no completas.

—Esto parece un sueño —afirmó Martin confuso.

—Están trabajando las células de la memoria de dos personas. —Yo trataba de encontrarle alguna explicación—: Las representaciones de esas dos personas se materializan, entran en conflicto y se suprimen una a otra.

—Eso es un buen embrollo —manifestó él.

Entramos en el bar. Este se encontraba separado de la sala por una cortina de bambú colgada del techo. Los oficiales alemanes, de pie ante la barra, bebían sombríamente. No había sillas. Unas parejas se besaban en el largo diván junto a la pared. Pensé que Lange debió de recordar muy bien esta escena. Ninguno de sus personajes nos miró. Irina le susurró unas palabras al camarero y desapareció tras el alféizar en donde se notaba una escalera que ascendía al otro piso. El camarero, en silencio, colocó ante nosotros dos copas de coñac y se alejó. Martin probó el coñac.

—Es real —dijo y se lamió los labios.

—Shh… —le susurré—, no eres norteamericano, sino, francés.

—»Me duele la garganta y no puedo hablar» —repitió él y me guiñó un ojo.