Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Pudimos notar claramente que dentro de ella no había nada. Vimos sus entrañas color rosa y sus delgados bordes que se expandían con delicadeza. Ahora se transformará en una nube rosada y desaparecerá tras las nubes verdaderas, y en la tierra quedará tan sólo un avión y un piloto. Eso fue exactamente lo que sucedió.

Zernov y Martin estaban de pie rígidos, taciturnos y conmovidos, justamente como yo cuando aquella mañana lo viví por primera vez. A mi parecer, Zernov se estaba acercando ya a la resolución del enigma. Yo, por el contrario, tenía ante mis ojos sólo una pequeña lucecita de posibilidad para comprender. Esta lucecita no alumbraba, sino que me insinuaba los contornos fantásticos, pero lógicos, de un cuadro admisible. Martin estaba simplemente oprimido por el terror, terror infundido, no tanto por lo que había visto, como por el pensamiento de que lo visto había sido fruto de su imaginación desordenada. Posiblemente anhelaba preguntar algo: su mirada espantada se detenía en mí y en Zernov; finalmente Zernov sonrió como invitándole a preguntar. Y Martin preguntó:

—¿A quién maté?

—Admitiremos que no mató a nadie —respondió Zernov sonriendo.

—Pero, éste era un hombre, un hombre vivo —repitió Martin.

—¿Está usted seguro? —inquirió Zernov. Martin estaba confuso:

—No lo sé.

—Vaya, vaya. Yo diría que él es un ser de vida temporal. La misma fuerza que lo creó, lo destruyó.

—Pero, ¿por qué? —pregunté cauteloso.

El respondió con una exasperación que no le era habitual:

—¿Cree que yo sé más de lo que sabe usted? Revele usted la película y veremos lo que ésta nos dice.

—¿Y cree usted que de ese modo podremos comprenderlo? —quise saber, sin ocultar la ironía.

—Es posible —respondió pensativo. Y echó a andar sin invitarnos a seguirle.

Nos miramos mutuamente y echamos a andar tras él.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Martin con familiaridad, tomándome por el brazo. Debió de haber notado que éramos de la misma edad.

—Yuri.

—Yuri, Yuri —repitió el—. Se recuerda fácilmente. Mi nombre es Don. Yuri, ¿piensas que aquello era un ser vivo?

—Sí.

—¿Es un ser de esta región?

—No lo creo. Ninguna expedición ha visto cosa igual.

—Entonces, un forastero. ¿De dónde vino?

—Pregúntale a alguien más inteligente que yo.

Ya me cansaba su palabrería. Sin embargo, él no se ofendió.

—¿Qué crees que era aquello, un gas o una jalea?

—Deberías saberlo mejor que yo, porque ¿quién fue el primero en tratar de coger la muestra?

Se rió.

—No le aconsejaría a nadie hacer tal cosa. A veces pienso por qué aquella nube no me tragó. Ella sólo me retuvo en su boca y luego me escupió.

—Creo que la nube no te encontró muy sabroso.

—Sin embargo se tragó al otro.

—No lo sé —repuse.

—Tú lo viste, pues.

—Yo sólo vi que lo cubrió, pero no vi que se lo tragara. Diría más bien que lo disolvió… o lo volatilizó.

—¿Qué grado de temperatura se necesita para eso?

—¿La mediste tú?

Como fulminado por una idea que cruzó por su mente, Martin se detuvo.

—¿Para derretir un avión como ése? ¿En tres minutos? A propósito, éste fue construido de duraluminio superresistente.

—¿Estás completamente seguro de que aquel aparato fue construido de duraluminio y no del vacío?

Martin no me comprendió. Le dejé en la incertidumbre. Marchamos en silencio hasta la tienda de campaña. Al llegar a ella notamos que allí también había sucedido algo extraño. Quedé sorprendido por la postura extraña de Anatoli: encogido sobre el cajón de briquetas y castañeteando ruidosamente los dientes de terror o de frío. El horno se había apagado ya; sin embargo, dentro de la tienda todavía se sentía el calor que despidió.

—¿Qué le sucede, Diachuk? —preguntó Zernov—. Encienda el horno si es que tiene frío.

Anatoli no respondió; se sentó en cuclillas ante el horno como hipnotizado.

—Estamos jugando a los locos —dijo Vanó desde su refugio de piel, quien parecía bastante vivaz y alegre.

—Nosotros también hemos tenido visita —agregó e hizo un gesto en dirección a Anatoli.

—¡No he tenido a nadie! ¡Mejor sería que hablaras de ti mismo! —chilló Anatoli, y se volvió hacia nosotros. Su rostro estaba crispado, distorsionado, como si quisiera llorar.

Vanó se puso un dedo en la sien y le dio un giro, insinuando que Anatoli había enloquecido.

—Los sentidos de este individuo están estropeados —afirmó, y dirigiéndose a Anatoli agregó—: No arrugues el rostro; me callo. Cuenta tú mismo la historia si quieres —y se dio la vuelta hacia nosotros—: Yuri, a mí se me desordenaron también los sentidos cuando te vi duplicado. Fue demasiado terrible para mí y corrí de regreso. ¡Pero qué terrible! A poco bebí alcohol, me acosté y abrigué con la cazadora. Quería dormir, pero no podía. Dormitaba y no dormitaba; sin embargo, veía un sueño, un sueño largo, cómico y terrible. Tenía la impresión de que bebía jalea, una jalea obscurísima, no roja, sino violeta. Tanta era la cantidad de jalea, que me llenaba hasta la cabeza y casi me ahogaba. No acierto a precisar el tiempo que duró todo eso. Pero tan pronto como abrí mis ojos, noté que todo estaba en orden, solitario, frío y sin ustedes. Entonces, de repente, entró él. Mi propia fisonomía, como si me viera ante un espejo, aunque sin cazadora y sin botas.

Martin escuchaba atentamente, a pesar de que no entendía nada del idioma ruso. Su rostro mostraba gran interés, como si adivinara que el relato de Vanó se refería a algo muy importante para él. Yo, apiadándome de él, empecé a traducirle. Se mantenía a mi lado mientras Vanó relataba su historia, y me tocaba continuamente la mano exigiendo que continuase. Pero no pude traducírselo todo y sólo posteriormente le relaté en pocas palabras el relato de Vanó. A diferencia de nosotros, Vanó apreció en seguida la diferencia entre él y el visitante. Su estado de embriaguez había pasado, su miedo también, sólo su cabeza le daba vueltas por la poca costumbre de beber alcohol. El hombre que entró en la tienda le miró con ojos sombríos y turbios: «¡Deja esas locuras!» le gritó a Vanó en georgiano. «¡Yo no temo a las Reinas de las Nieves! ¡Con ellas preparo pasteles de carne!». Lo cómico de eso era que Vanó había pensado en lo mismo y en idénticos términos cuando Zernov y Anatoli lo dejaron solo. Si alguien hubiese estado a su lado, Vanó se habría abalanzado sobre él sin vacilar. El visitante se dispuso a saltar sobre Vanó, mas éste, ahora en sus cabales, tomó la cazadora y salió corriendo de la tienda de campaña, pensando en seguida que lo más apropiado era mantenerse alejado de tales huéspedes. Vanó, sin detenerse a meditar que esta aparición contradecía las leyes de la naturaleza por él conocidas, deseaba sólo más espacio para maniobrar en la batalla inminente. Su doble sostenía en la mano el famoso y maravilloso cuchillo de Vanó (objeto de envidia de todos los choferes de Mirni). El cuchillo original se encontraba en el bolsillo de Vanó, y él, sin pensar que todo esto era muy extraño, lo sacó del bolsillo justamente en el momento en que el fantasma borracho le lanzaba la primera cuchillada. Vanó escapó de ser herido gracias a la protección de su cazadora. La tiró a los pies de su contrario y llegó tan pronto como pudo al recodo de la pared de hielo, donde ésta se dirigía hacia el norte. La segunda cuchillada le alcanzó aquí, pero felizmente resbaló hacia arriba, al ser obstaculizada por el suéter. La tercera la rechazó al lograr tirar al suelo al que era su contrario. Lo que sucedió después, se borró de su mente: una sombra sangrienta se abalanzó sobre él y una fuerza desconocida, como una onda explosiva, lo tiró a un lado. Cuando abrió los ojos, se hallaba en la tienda de campaña forrado con pieles y completamente sano. Pero los milagros prosiguieron. Ahora fue Diachuk quien se duplicó…

Vanó no tuvo tiempo de terminar la frase, porque Anatoli, tirando la briqueta (estaba encendiendo el horno) y saltando hacia él, gritó histéricamente:

—¡Cállate! ¿Me oyes?

—Estás loco —afirmó Vanó.

—Bien, estoy loco, ¿y qué? ¿Crees que soy el único loco? Ustedes están locos también. ¡Todos están locos! Aquí no hubo nadie, a excepción de mí. Y nadie se duplicó. ¡Han perdido la razón!

—¡Basta, Diachuk! —le detuvo Zernov—. ¡Condúzcase con más decencia! Usted es un hombre de ciencia y no un payaso. Si no es capaz de dominar sus nervios, no debió haber venido en la expedición.

—Me iré de aquí —afirmó Anatoli en un tono más bajo: las palabras de Zernov le calmaron un tanto—. Yo no soy Scott ni Amundsen. Me bastan esos sueños blancos y no deseo ir a parar a un manicomio.

—¿Qué le sucede? —me preguntó Martin. Cuando se lo expliqué me dijo:

—Yo también habría abandonado este lugar, si hubiera tenido combustible. Aquí hay demasiados milagros.

Capítulo 7 – Sinfonía de hielo

No supimos lo que le sucedió a Anatoli, pero por lo visto fue más cómico que extraño. Vanó se negó a contárnoslo y afirmó:

—Si él no quiere relatarlo, no le pregunten nada. Ambos nos aterramos por lo sucedido… pero yo no soy chismoso. —Él no se burlaba de Anatoli, sin embargo, éste quería discutir:

—Tienes la dicción parecida al sonido de una máquina de escribir —dijo con rabia.

Vanó sólo se sonrió y calló: estaba trabajando.

Martin y yo, bajo la dirección de Vanó, cambiábamos el vidrio abollado de la escotilla. Vanó no podía hacerlo solo porque le molestaba el brazo vendado. Se decidió que Martin y yo le ayudaríamos por turno a conducir el aparato. Ya nada nos detenía aquí. Zernov consideraba concluida la expedición y se apresuraba por llegar a Mirni. Yo creo que él simplemente quería huir de su doble, ya que era el único que había logrado escapar de ese encuentro. A poco de instalarnos en la cabina del aparato, Zernov, violando el estricto régimen de trabajo y descanso que él mismo había impuesto, no durmió en toda la noche. Me desperté más de una vez y cuantas veces lo hacía, tantas veces veía la lucecita de su lámpara en el compartimiento superior: estaba leyendo algo y se ponía a temblar al oír susurros sospechosos.

No hablamos más sobre los dobles. Y por la mañana, después del desayuno, cuando emprendimos ya el camino rumbo a Mirni, el rostro de Zernov dibujó una expresión de alivio. Martin conducía el aparato, mientras Vanó, sentado a su lado en una sillita plegable, le daba instrucciones por medio de señas. Yo envié un radiograma a Mirni y cambié algunas bromas con Nikolái Samóilov que se encontraba de servicio en la estación de radio; además, hice unas anotaciones relacionadas con el boletín meteorológico. El tiempo favorecía nuestro retorno: claro, apenas sin viento y con temperatura de dos o tres grados bajo cero en la escala de Celsius.

El silencio de la cabina pesaba tanto como el disgusto de un pleito, y sin poder contenerme dije:

—Boris Arkádievich, quisiera hacerle una pregunta. ¿Por qué no enviamos un radiograma informando detalladamente de todo lo ocurrido?

—¿Qué desearía usted informar?

—Todo. Lo que le ocurrió a Vanó y lo que me sucedió a mí; lo que hemos averiguado sobre las «nubes» rosadas y lo que filmé con la cámara.

—¿Y de qué modo se debería transmitir una historia como ésa? —inquirió Zernov—. ¿Con matices psicológicos, con un análisis de las sensaciones, con insinuaciones e intríngulis? Desafortunadamente no tengo talento para ello; no soy escritor. Por lo demás, no creo que usted lo lograría, pese a que tiene una imaginación frondosa y una gran viveza en la exposición de hipótesis. Si lográsemos poner todo lo sucedido en un código telegráfico, resultaría «el diario de un loco».

—Podríamos explicarlo científicamente —insistí.

—¿A base de qué dato experimental? ¿Qué tenemos nosotros como prueba, a no ser las observaciones visuales? ¿Su película? Esta aún no ha sido revelada.

—Pero, podríamos suponer algo.