Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Cuando retorné, Anatoli, bostezando a toda boca, se encontraba sentado sobre el trineo y Zernov salía lentamente de su saco. Este último echó una mirada rápida a mi cámara y a mí y, como siempre, no dijo nada. Anatoli, a través de su bostezo, dijo:

—¡Qué sueño más extraño vi, compañeros! Como si durmiera y no durmiera. Yo quería dormir, pero era incapaz de hacerlo. Me encontraba desvanecido y no veía nada, ni la tienda de campaña ni a ustedes, como si sobre mí hubiera caído algo viscoso, espeso y denso, parecido a la jalea. No era ni frío ni caliente: era intangible. Y esa cosa me llenó por completo, dándome la impresión de que me disolvía. Me sentía como en un estado de imponderabilidad en el que nadara o flotara. Y no me veía a mí mismo ni me sentía. Yo estaba aquí, y no existía. Es cómico, ¿verdad?

—Es bastante curioso —señaló Zernov y se dio la vuelta.

—¿No vio usted nada? —le pregunté.

—No. ¿Y usted?

—Ahora no, pero en la cabina, justamente antes de despertarme, sentí lo mismo que ha sentido Anatoli hace unos minutos. Imponderabilidad, intangibilidad, ni sueño, ni realidad.

—Es muy misterioso —afirmó entre dientes Zernov—. Anojin, ¿a quién ha traído?

Me di la vuelta. Apartando la lona impermeabilizada de la entrada, detrás de mí, entraba un hombre robusto, llevando sobre la cabeza un gorro de piel artificial y abrigado con una cazadora de nylon forrada con la misma piel y cerrada por una cremallera. Era alto, ancho de hombros; en su rostro notábase la barba de varios días y parecía estar terriblemente asustado. Era difícil tener una idea de lo que podía atemorizar a este atleta.

—¿Habla alguien de ustedes inglés? —inquirió, masticando y alargando las palabras al hablar.

Ninguno de mis antiguos maestros de inglés tenía una pronunciación como ésta. «Sureño —pensé—. Probablemente de Alabama o de Tennessee».

Zernov, que hablaba inglés mejor que nosotros, respondió:

—¿Quién es usted y qué desea?

—¡Soy Donald Martin! —anunció en voz alta—. Piloto de la base de MacMurdo. ¿Tienen ustedes algo para beber? Cuanto más fuerte sea, mejor. —Se pasó la palma de la mano por la garganta—. Lo necesito…

—Anojin, dale de beber alcohol —pidió Zernov.

Llené el vaso con alcohol y se lo entregué al joven. Pese a su rostro barbudo, él no era probablemente mayor en edad que yo. Bebió de un trago el contenido del vaso y perdió el aliento, su garganta se contrajo y sus ojos se llenaron de sangre.

—Gracias, sir —dijo finalmente, y dejó de temblar—. He hecho un aterrizaje forzoso, sir.

—Deje el «sir» a un lado —le rogó Zernov—. Yo no soy su jefe. Mi nombre es Zernov. Zernov —repitió silabeando—. ¿Dónde ha aterrizado?

—No lejos de aquí. Muy cerca.

—¿Sin averías?

—Sí, sin averías, pero no tengo bencina y la radio falla.

—Entonces, quédese aquí. Usted nos ayudará en el traslado hasta el cruzanieves. —Zernov se detuvo tratando de encontrar la palabra apropiada en el idioma inglés, y, notando que el norteamericano seguía sin entenderle, aclaró—: Vaya, esto se parece a un autobús con orugas. En él hay lugar para usted y tenemos radio.

El norteamericano se retrasaba en responder como si no se decidiera a decir lo que tenía en la mente, luego se puso rígido y militarmente dijo:

—Le ruego que me arreste, sir. He cometido un crimen.

Zernov y yo cambiamos las miradas: en nuestro cerebro apareció lo que le sucedió a Vanó.

—¿Qué clase de crimen? —inquirió Zernov poniéndose en guardia.

—Creo que he matado a un hombre.

Capítulo 6 – La segunda flor

Zernov dio unos pasos en dirección a Vanó, que se encontraba forrado de los pies a la cabeza, apartó la piel que protegía su rostro y dirigiéndose al norteamericano preguntó severo:

—¿Es éste el hombre?

Martin, cauteloso y por lo visto bastante asustado, se aproximó a Vanó y repuso indeciso:

—Nnnoo…

—Obsérvele mejor —dijo Zernov con mayor severidad.

El piloto movió la cabeza con irresolución.

—No se parece a él, sir. El mío está junto al avión. Además… —agregó inseguro—, ignoro si él es un ser humano.

En este momento Vanó abrió sus ojos, observó al norteamericano que estaba a su lado, levantó la cabeza sobre la almohada y la dejó caer de nuevo.

—Este… no soy yo —susurró y cerró sus ojos.

—Sigue delirando —afirmó Anatoli.

—Nuestro compañero está herido. Ha sido atacado por alguien, pero ignoramos quién lo hizo —explicó Zernov al norteamericano—. Por esa causa, cuando usted dijo que… —Se calló por delicadeza.

Martin se sentó en el trineo de Anatoli cubriéndose el rostro con las manos y tambaleándose como si sufriera de un terrible dolor.

—No sé si ustedes me creerán, pero lo que les relataré es algo único e increíble —empezó diciendo Martin—. Yo volaba en un avión monoplaza Lockheed, que era antes un avión de caza. ¿Lo conocen? Está armado con un par de ametralladoras para fuego circular. Aquí no son necesarias, naturalmente, pero por las reglas se deben tener siempre listas para el combate: por si acaso. Y ocurrió ese caso… pero no me sirvieron de nada. ¿Han oído hablar de las «nubes» rosadas? —inquirió de pronto, y sin esperar la respuesta, continuó con un rictus amargo—: Tuve un encuentro con ellas hora y media después de mi despegue…

—¿Con ellas? —pregunté absorto—. ¿Eran muchas?

—Una escuadrilla completa. Volaban muy cerca de la tierra, unas dos millas por debajo de mí. Eran como medusas grandes y rosadas; quizás no eran rosadas, sino moradas. Yo conté siete de formas diferentes y tonos variados, desde el rosado pálido de un morado débil hasta el granada encendido. Al mismo tiempo, sus colores cambiaban constantemente, se ensombrecían y se aclaraban como si se lavaran con agua. Disminuí la velocidad de mi avión y empecé a descender con la intención de tomar una muestra en el container especial que llevaba debajo del fuselaje. Pero no pude lograrlo: las medusas huyeron. A poco las alcancé, empero ellas se escaparon nuevamente sin dificultad, como si jugaran conmigo. Cuando aumenté la velocidad, éstas se elevaron y pasaron por encima del avión. Eran ligeras, semejantes a los globos infantiles, sólo que planas y grandes. Podían cubrir no sólo mi pequeño canario, sino hasta un Boeing cuatrimotor. Se movían como seres animados. Sólo un ser vivo habría podido actuar de ese modo ante el peligro. En aquel momento pensé que si tenían vida, podían ser peligrosas. Por mi mente pasó la idea de huir. Pero ellas adivinaron mi maniobra y tres medusas moradas, a velocidad increíble, volaron en mi dirección y se lanzaron sobre el avión. No tuve tiempo de gritar, porque el avión de súbito fue envuelto por una niebla de origen desconocido. No era una niebla, sino más bien una mucosidad espesa y resbaladiza. En ese momento perdí la velocidad, el control y la visibilidad. Era incapaz de mover mis piernas y mis manos. Creí que había llegado mi hora final. Mas el avión no caía de golpe, sino que resbalaba hacia abajo como un planeador. Y aterricé, sin saber cómo ni cuando lo hice. Yo tenía la sensación de que me hundía, de que me ahogaba dentro de la mucosidad morada; pero que continuaba viviendo. Miré a mi alrededor: la nieve lo cubría todo, y cerca de mí se encontraba otro avión Lockheed similar al mío. Salí de la cabina y eché a correr en su dirección. Desde su cabina salió un piloto tan alto como yo. Ignoraba si lo había visto antes. Entonces, le pregunté: «¿Quién eres tú?». «Yo soy Donald Martin», me respondió. «¿Y tú?». Me parecía estar ante un espejo. «No mientas. Donald Martin soy yo» le dije. El trató de pegarme. Incliné la cabeza haciendo que su derechazo se perdiera en el aire y le envié un izquierdazo a la mandíbula. Cayó y se golpeó la sien contra la puertecita del avión produciendo un sonido seco. Quedó inmóvil. Le di una patada, pero no se movió. Lo agité, mas sólo la cabeza se movió sin control. Lo arrastré hasta mi avión, con la intención de conducirlo a la base para ayudarle, pero al comprobar el combustible, me di cuenta de que no tenía ni una gota. Probé comunicarme con la base por la radio, empero, ésta no trabajaba. Entonces me turbé, di un salto y eché a correr sin dirección, lo más lejos posible de este circo satánico. Olvidé todas las oraciones y no tuve tiempo de persignarme, sólo susurré: ¡Jesucristo! Y de pronto vi vuestra tienda de campaña y aquí estoy.

Al escucharle, recordaba mi propia experiencia y tribulación y entonces empecé a comprender lo que le había ocurrido a Vanó. Era difícil adivinar el pensamiento de Anatoli con sus ojos desorbitados; él probablemente comenzaba a dudar y comprobar cada palabra de Martin. Empezaría ahora a hacer preguntas en su inglés escolar; pero Zernov se le anticipó:

—Usted se quedará con Vanó, Anatoli; Anojin y yo nos iremos con el norteamericano. Vámonos, Martin —le dijo en inglés.

El instinto o el presentimiento —ignoro cómo lo llamaría un psicólogo— me obligó a tomar conmigo la cámara de filmar, lo que agradecí luego. Hasta Anatoli, según me pareció, me miró sorprendido: ¿qué intentaba yo filmar? ¿La posición del cadáver o la conducta del asesino ante el cuerpo del asesinado?

Pero me vi en la necesidad de filmar algo distinto, cuando todavía caminábamos hacia el sitio del accidente de Martin. Allí no había dos aviones, sino uno, el canario plateado de Martin, su veterano polar de alas en forma de delta. Pero a su lado se encontraba la colina color frambuesa que yo ya conocía y que lanzaba espumas. Esta humeaba, cambiaba sus tonos y pulsaba, como si respirara. Llamaradas blancas corrían por su superficie como las chispas de los trabajos de soldadura.

—¡No se acerquen! —les advertí a Zernov y Martin cuando ellos trataron de aventajarme.

El cáliz invertido ya había extendido su barrera de protección invisible. Martin, quien se había lanzado hacia adelante, se encontró con ella y empezó a aminorar el paso; Zernov, simplemente, hizo una genuflexión de rodillas. Pese a ello, ambos esforzábanse por moverse hacia adelante y vencer la fuerza que los aplastaba contra el suelo.

—¡Demonios! ¡La sobrecarga es por lo menos de diez «g»! —exclamó Martin, dándose la vuelta hacia mí y sentándose en el suelo.

Zernov retrocedió, secándose el sudor de la frente.

Sin detener el rodaje de la película, contorneé la colina y tropecé con el cuerpo muerto, o quizás herido, del doble de Martin. El llevada puesta, igual que Martin, la misma cazadora de nylon de piel sintética y estaba cubierto por una fina capa de nieve, a unos tres o cuatro metros del avión adonde lo había llevado Martin asustado.

—¡Vengan acá! ¡está aquí! —les grité. Martin y Zernov se acercaban corriendo en mi dirección, o más bien resbalaban por el patinadero, balanceando los brazos como el que por primera vez camina sobre el hielo sin patines. Aquí también, la nieve granulosa y blanda cubría someramente la capa lisa de hielo.

En ese instante ocurrió algo completamente nuevo para mi visor y para mí. Un pétalo morado se separó de la flor vibrante, se elevó, se ensombreció, transformándose en un cartucho purpúreo, se extendió, y una serpiente viva de cuatro metros de longitud con la boca abierta tapó el cuerpo rígido que yacía ante nosotros. Por un minuto o dos el tentáculo, a guisa de serpiente, chisporroteó y burbujeó, luego se separó de la tierra sin que se pudiera ver nada dentro de su bocaza de casi dos metros de longitud: solamente un vacío color violeta. Parecía una campana sumamente alargada que cambiaba de forma ante nuestros ojos: ahora era un cartucho, a poco un pétalo que vibraba por los embates del viento, y que se pegó finalmente al cáliz. Lo único que quedó sobre la nieve fue la huella, la silueta deforme del hombre que yacía allí.

Yo continuaba filmándolo todo, esforzándome por captar la transformación final. Ya ésta empezaba. La flor se separó de la tierra y comenzó a elevarse, invirtiéndose hacia arriba. Esta campana, inflándose en el aire, estaba vacía.