Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Capítulo 4 – ¿Substancia o ser vivo?

Y recibí como respuesta:

—Lo más importante de todo es que usted está vivo, Anojin. Hablando honradamente temía lo peor.

Levanté la cabeza: ante mí se encontraban Zernov y Anatoli. En tanto que Zernov me hablaba, Anatoli pisoteaba la nieve con sus esquíes y movía uno y otro bastón de esquiar. Desgreñado y grueso, con bigotes y vello en las mejillas, en vez de nuestras barbas hirsutas, Anatoli parecía haber perdido su escepticismo burlón y miraba ahora excitado y alegremente como un chiquitín.

—¿De dónde vienen? —inquirí.

Yo estaba tan agotado que ni tenía fuerzas para sonreír.

Anatoli chilló:

—Acampamos cerca de aquí: a un kilómetro y medio o dos. Allí instalamos nuestra tienda de campaña…

—Espere, Diachuk —le detuvo Zernov—, ya tendrá tiempo para hablar de ello. ¿Cómo se siente, Anojin? ¿Cómo logró salir? ¿Qué tiempo hace de eso?

—Me hace simultáneamente muchas preguntas —le dije. Mi lengua articulaba las palabras con dificultad, como la de un borracho—. Empecemos por orden, desde el final. ¿Cuánto tiempo hace que salí? No lo sé. ¿Cómo? Tampoco lo sé. ¿Cómo me siento? Más o menos bien, sin contusiones ni fracturas.

—¿Y moralmente?

Me sonreí al fin, pero mi sonrisa al parecer resultó falsa e insincera, porque Zernov inquirió rápido:

—¿Acaso cree que nosotros le abandonamos a su suerte?

—Jamás lo he pensado —repuse—. Por otra parte, quiero decirles que mi destino está lleno de fantasías.

—Yo lo veo —contestó Zernov, observando nuestra desdichada «Jarkovchanka»—. Después de todo, este aparato resultó sólido: sólo se abolló levemente. Pero, en resumidas cuentas, ¿quién le sacó?

Me encogí de hombros.

El continuó:

—Por cuanto aquí no hay volcanes capaces de presionar el aparato desde abajo y expulsarlo, por tanto debemos presumir la intromisión de alguien. ¿Quién fue?

—No sé nada —respondí—. Volví en sí cuando me encontraba ya en la meseta.

—¡Boris Arkádievich! —gritó de repente Anatoli—. Aquí hay una sola máquina. Lo que significa que la otra simplemente se fue. Ya le dije que era un cruzanieves o un tractor. A nuestro aparato, lo amarraron con un cable y ¡para arriba!

—Lo sacaron y se fueron —repitió dudoso Zernov—. Y no se llevaron a Anojin. Ni le ayudaron. ¡Qué raro! ¡Sumamente raro!

—¿Y si no pudieron volverle en sí y creyeron que pereció? Tal vez estén estacionados cerca y decidan regresar junto con el médico…

Me fastidiaban estas fantasías idiotas de Anatoli. Si se le daba cuerda, no se detenía.

—¡Cállate, profeta! —dije ceñudo—. Aquí, ni diez tractores hubieran podido hacer algo positivo. Esos cables de los cuales hablas, existieron sólo en tus sueños. Además, el segundo cruzanieves no se fue, sino que desapareció.

—Entonces, ¿hubo un segundo cruzanieves? —preguntó Zernov.

—Sí, lo hubo.

—¿Qué quiere usted insinuar con la palabra «desapareció»? ¿Que se perdió?

—Hasta cierto grado, sí. Es difícil relatarlo en dos palabras. Este era un doble de nuestra «Jarkovchanka». No era una copia en serie, sino un doble. Un fantasma. Una ilusión. Pero un espectro real, material.

Zernov me escuchaba atentamente, con interés y en silencio. En sus ojos no se leían palabras de reprobación: ¡Loco! ¡Psicópata! ¡Debes hacerte un tratamiento psiquiátrico!

Anatoli, en cambio, sin escatimar en su fuero interno los epítetos correspondientes, afirmó en voz alta:

—Estás igual que Vanó. Los dos ven milagros. Vanó llegó corriendo a nuestra tienda de campaña gritando desaforado: «¡Allá hay dos máquinas y dos Anojin!» Sus dientes tiritaban…

—Tú, en su lugar, habrías corrido a cuatro patas de espanto —le repliqué—. Ni Vanó ni yo vemos visiones, porque, en realidad, ¡hubo dos «Jarkovchankas» y dos Anojin!

Anatoli movió sus labios y, sin proferir palabra alguna, miró a Zernov; éste esquivó su mirada y en vez de responder hizo un ademán con la cabeza, señalando a la puerta situada a mi espalda:

—¿Está todo incólume ahí dentro?

—Así creo, aunque no lo he averiguado —respondí.

—Bien; desayunemos. ¿No te opones? Nosotros no hemos comido nada desde entonces.

Comprendí la maniobra psicológica de Zernov: quería atenuar mi extraña inquietud, y de ese modo crear la atmósfera apropiada para la conversación. Sentados a la mesa, en la cual devorábamos apetitosamente las malísimas tortillas de huevos hechas por Anatoli, el jefe de la expedición fue el primero en relatar lo ocurrido después del accidente en la meseta.

Cuando el cruzanieves cayó a la grieta, rompiendo la engañosa capa de nieve y se detuvo a una profundidad relativamente no muy grande, retenido por los escalones de la hendidura helada, sufrió solamente el rompimiento del vidrio exterior de la escotilla. En la cabina no se apagó ni la luz. Anatoli y yo, sin embargo, perdimos el conocimiento. Zernov y Vanó se mantuvieron en sus sitios; afortunadamente no sufrieron más que leves contusiones y en el acto trataron de que Diachuk y yo recobrásemos el conocimiento, Diachuk volvió en sí rápidamente, aunque su cabeza le daba vueltas y las piernas estaban blandas como el algodón. «Es una leve conmoción cerebral» afirmó. «Pasará pronto. Será mejor que veamos cómo está Anojin». Hacía ya el papel de médico. Lo arrastraron hasta donde yacía yo y los tres juntos esforzáronse en que yo volviera en sí; pero ni el amoníaco, ni la respiración artificial pudieron lograrlo. «Creo que ha sufrido un shock» indicó Anatoli. Vanó, a través de la escotilla superior, logró ya llegar al techo del cruzanieves y comunicó que era posible salir fácilmente de la grieta. Sin embargo, la proposición de sacarme del cruzanieves recibió firme rechazo por parte de Anatoli, quien señaló: «Debemos cuidarle del frío. A mi juicio, ya el shock está concluyendo y llegará pronto un estado de sueño que liberará las defensas naturales de su organismo». A la sazón Anatoli estuvo a punto de perder el conocimiento; la tripulación decidió comenzar la evacuación por él y dejarme a mí cierto tiempo en la cabina. Entonces, tomaron los esquíes, el trineo, la tienda de campaña, el horno portátil, las briquetas de calefacción, la linterna y parte de las provisiones. Pese a que el cruzanieves se atascó firmemente y no había peligro de más caídas, ellos no deseaban proseguir al borde del precipicio. En ese momento Zernov les hizo recordar el hueco en la pared helada, semejante a una gruta natural, no lejos del sitio del accidente y se decidió llevar primeramente a Anatoli hacia ese lugar, levantar allí la tienda de campaña y luego regresar por mí. Así lo hicieron. En treinta minutos llegaron a la gruta. Zernov, junto con Anatoli que ya se había restablecido completamente, se quedaron a fin de arreglar la tienda de campaña, en tanto que Vanó, con el trineo vacío, regresaba por mí. Luego sucedió lo que ellos pensaban que era una locura pasajera de Vanó. No había transcurrido ni una hora desde el momento de su partida, cuando regresó corriendo con los ojos dementes, en un estado de excitación febril. El cruzanieves, según sus palabras, en vez de estar en la grieta, se encontraba en la meseta; además, a su lado había otro idéntico con la misma abolladura en el vidrio delantero y en cada cruzanieves me encontraba yo sin conocimiento, acostado en el suelo. Al ver eso dio un grito de terror creyendo que había enloquecido y huyó de vuelta; al regresar bebió de golpe un vaso lleno de alcohol y renunció categóricamente a volver por mí, declarando que estaba acostumbrado a tener asuntos con personas, pero no con Reinas de las Nieves. Entonces, Zernov y Anatoli salieron en mi busca.

Como respuesta, empecé a relatarles mi historia, la cual era más asombrosa que el delirio de Vanó. Me escuchaban crédula y apasionadamente, como escuchan los niños los cuentos de hadas. Ni una sola sonrisa escéptica asomó a sus labios, a excepción del farfulleo insistente de Diachuk: «¿Y luego? ¿Y luego?». Los ojos de ambos brillaban de tal modo que, en mi opinión, tanto Diachuk como Zernov debían repetir lo que hizo Vanó con el vaso de alcohol. Cuando concluí, ambos permanecieron en silencio un rato muy largo, prefiriendo, por lo visto, escuchar mis explicaciones.

Pero yo también callaba.

—Yuri, no te enfurezcas —dijo por fin Diachuk y comenzó a mascullar—. Leí el diario de Scott o algo por el estilo; no lo recuerdo ahora. A decir verdad, esto no es más que autohipnotismo. Alucinaciones del hielo. Sueños blancos.

—¿Y qué me dice de Vanó? —inquirió Zernov.

—Bien, yo, como médico, considero…

—Usted es un matasanos —replicó Zernov—; así que, lo mejor sería que no hablara. En todo esto hay demasiadas incógnitas que nos impiden resolver a la ligera la ecuación. Comencemos por la primera incógnita. ¿Quién sacó el cruzanieves? Este estaba a una profundidad de tres metros y apresado por tenazas que ni las fábricas pueden construir. Además, su peso es de treinta y cinco toneladas. Ni un tractor-tren hubiese tenido fuerzas para hacerlo. ¿Con qué lo sacaron? ¿Con cables? ¡Absurdo! Los cables de acero hubieran dejado huellas en el cuerpo de la máquina. Ahora bien, ¿dónde están esas huellas?

Se levantó en silencio y caminó hasta su puesto de mando.

—Pero, Boris Arkádievich, ¡esto es una locura! —exclamó Anatoli a su espalda.

Zernov se dio la vuelta:

—¿De qué habla usted?

—¿Cómo que de qué? De las aventuras de Anojin, un nuevo Münchausen. «Dobles, nubes, flor vampiro, misteriosa desaparición…»

—Anojin, si no me equivoco, usted tenía su cámara de filmar en la mano cuando nosotros llegamos —recordó Zernov—. ¿Logró filmar algo?

—Sí, fotografié todo lo que pude fotografiar: la nube, la máquina doble y el acompañante similar a mí. Tomé películas durante unos diez minutos.

Anatoli pestañeó, dispuesto a continuar aún la discusión. No quería entregarse.

—Ignoramos lo que veremos en esas películas después de ser reveladas.

—Ustedes lo verán ahora mismo —llegó a nosotros la voz de Zernov desde el puesto de mando—. Miren por la escotilla.

En dirección a nosotros, a medio kilómetro de altura volaba un largo buñuelo morado. Se destacaba claramente sobre el fondo del cielo cubierto de cirros y no tenía el aspecto de una nube. Asemejábase a una vela encarnada o a una enorme cometa de papel. Diachuk lanzó un grito y se abalanzó hacia la puerta. Nosotros seguimos en pos de él. La «nube» cruzó por encima de nosotros sin cambiar su curso y se dirigió hacia el norte, en dirección al recodo de la pared de hielo.

—Van hacia nuestra tienda de campaña —susurró Anatoli—. Perdóname, Yuri —y, extendiéndome su mano, agregó—: he sido un pobre idiota todo el tiempo.

No quise celebrar mi victoria.

—Esto no es una nube —continuó él pensativo, sopesando ciertas ideas que le inquietaban—, o sea, no es la condensación ordinaria del vapor de agua. No está constituido de gotas ni de cristales; por lo menos, a primera vista. Además, ¿por qué se sostiene tan cerca de la tierra y tiene un color tan raro? ¿Acaso es un gas? Lo dudo. Tampoco es polvo. Si hubiésemos tenido un avión, yo habría intentado tomar una muestra.

—Si te hubiesen dejado aproximar —señalé, recordando el obstáculo invisible y mis intentos por atravesarlo, llevando conmigo la cámara de filmar—. Esa «nube» presiona hacia abajo, como en los virajes cerrados. Y hasta con más fuerza. A la sazón, yo creía que mis botas eran magnéticas.

—¿Crees que es algo animado?

—Es muy probable.

—¿Crees que es un ser vivo?

—Es difícil aseverarlo. Podría ser una sustancia —recordé mi conversación con mi doble y agregué—: es probable que sea una sustancia controlada.

—¿Cómo?

—Debes saberlo mejor que yo: eres meteorólogo.

—Pero, ¿tienes la convicción de que esto guarda relación con la meteorología?

No respondí. Y cuando regresamos a la cabina, Anatoli expresó una idea completamente descabellada:

—¿No podrían ser habitantes del continente polar desconocidos para la ciencia?

—Brillante idea —le dije—. Tiene el espíritu de Conan Doyle. Exploradores valientes descubren un mundo perdido en la meseta antártica. ¿Y quién es Lord Roxton? ¿Tú?

—No digas sandeces. Propón tu hipótesis, si acaso la tienes.