Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Levantó el brazo convulso, exclamando presa de indecible rabia:

-¡Aparcero nunca, ahijao de Frutos!… ¡Amadrinando traidores!…

-A la cuenta le has dao muchos besos al «chifle», enfiel sin entrañas -contestó Ladislao colérico, empujando su caballo a la ladera.- ¡Te he de tarjar la lengua!

-¡Venite al «playo»! -repuso el teniente breve y ronco como quien concentra energías.- ¡Aquí verás si te chupo la sangre, ladrón!

Luna se puso en el bajo a brincos de su overo, que azuzó con la «nazarena», al punto de hacerle doblar los remos delanteros en el declive.

Traía lanza, sable y trabuco.

Ismael quiso intervenir dos veces, poniendo su astil por medio.

Pero, convencido de la inutilidad de su esfuerzo, dada la índole de aquellos dos hombres que él conocía bien, apartose; y púsose a observar la terrible escena mudo, impasible, indolente.

Sería esto un poco de sangre más, de aquella sangre brava que tanto se derramaba por lujo en su tierra.

En el hondo valle, fiera fue la lucha de los dos centauros.

Ninguno habló.

Por tres veces se chocaron los astiles de «urunday», produciendo el ruido de los cuernos de dos toros, y al cuarto ludimiento saltó el rejón de Ladislao arrancado a su diestra por un golpe en la sangría.

Luna empuñó el trabuco, e hizo fuego.

Todos los balines y «cortados» dieron en el pecho y cuello del redomón de Cuaró; mas, al mismo tiempo el overo vino de manos, y la moharra enemiga encontró a Ladislao en descubierto, sepultose cuan larga era en su vientre, le sacó de la montura tendiéndolo en tierra de costado, revolviose en la ancha herida hasta hundirse en el suelo, y cuando Luna se enroscaba al astil como un reptil con el tronco y brazos, y el semblante desencajado, el caballo de Cuaró se desplomó muerto.

El teniente quedó de pie, y largó el lanzón.

Este se cimbró por un momento bajo las convulsiones del herido, hasta que Luna cayó de espaldas. Entonces el astil quedose en posición oblicua, trémulo, cual si a él se trasmitiesen las palpitaciones del moribundo.

-Ya sobra, hermano -dijo Ismael.

Cuaró tiró un manotón de tigre al overo de Ladislao, saltó en sus lomos, arrancó la lanza al cuerpo de un revés; y se fue en silencio sin volver el rostro.

Ismael se apeó.

Allí cerca veíase un charco.

El agua estaba clara y transparente, inmóvil en su lecho de gramillas de un color de esmeralda. En los tronquillos de juncos colgaban sartas de gránulos de un rosa vivo a modo de rosarios que eran hueveras de batracios; y al mojar su pañuelo de algodón Ismael rozó alguna de esas sartas, brotando de ella entonces un liquido de carmín subido, que le manchó la mano.

-¡Aonde quiera sangre! -murmuró.- No parece sino que hemos de ahogarnos en ella, como decía el viejo don Cleto.

Aproximose en seguida al herido, puso una rodilla en tierra, y separándole las ropas hasta rasgarlas en pedazos, lo volvió sobre el costado opuesto.

La espantosa desgarradura quedó a la vista. Por ella asomaban las entrañas y se oía un soplido de fuelles. La culebra de hierro había penetrado ondulando en las carnes, dividiendo tejidos, músculos y una costilla, cuyas puntas saltaban hacia afuera.

Ismael lavó los labios de la herida, moviendo la cabeza, en tanto susurraba dando suelta a una expansión largo rato sofocada:

-¡Parece arco de barril rompido!

Al sentir el roce del pañuelo mojado, Ladislao se contrajo dolorosamente y reprimiendo un alarido que estranguló en su garganta, dijo jadeante:

-¡No te tumés pena, que pronto he de acabar… ¡La encajó lindo ese bárbaro!

Recubriole el capitán la herida, sin decir palabra, diole al cuerpo la mejor posición con cuidado, e hizo beber a Luna un trago de su «chifle».

Luego, otro.

Esto lo reanimó visiblemente.

Miró a Velarde, y prorrumpió:

-Mirá, hermano: cuando yo me haiga muerto, sacáme este escapulario que aquí llevo, en el pecho, y dáselo a Mercedes, si la llegas a ver. Me lo regaló un día de mi santo, diciéndome que nenguna chuza me había de entrar en el cuerpo, porque estaba bendito por el cura… ¡A la cuenta la chuza me entró de costado con miedo al santo, dende que todavía respiro!

-No ha de morir tan pronto, aparcero, -le interrumpió Ismael, rompiendo su taciturnidad con una sonrisa.- ¿Dónde ha visto que asina no más se acabe la yerba mala?

El herido tentó reírse, y lo encogió el dolor.

Replicó, sin embargo, entro quejidos;

-También se seca, y ya siento adentro que me grita la hoya. Nunca me asustó el morir… pero, ¡quién juera vos para ver al pago libre, a la tierra libre, después de tanto pelear!

Se me hace que columbro los ranchos, el arroyo, el monte, las laderas, el ganao matrero…

Aquí se detuvo, con los labios trémulos.

Sus ojos, semi-apagados, se quedaron fijos en el espacio, como si en verdad contemplase algo de todo aquello que revivía en su cerebro.

Clavando luego los ojos en el rostro de Ismael, volvió a decir:

[-Cuando yo haiga muerto dejá mi cuerpo entre estos yuyos, que no precisa de tierra encima para que el cuervo o el gusano se lo coman.] El sol y el agua lo harán guiñapos, y después las hormigas negras dejarán lustrosos y blancos los huesos como costillas de bagual. Naide los ha de llevar, ni la vizcacha, cuando no tengan grasa nenguna; que no vale más que la de un toruno la osamenta de cristiano…

Mirá, valiente: guardáte mi sable que es hoja de confianza. Lo afilé una mañanita en una piedra de la sierra, y si está un poco mellao no es de cortar leña…

-De juro -dijo Ismael pálido y cejijunto.- A ocasiones se criba la guampa al toro, y no es de cornear al ñudo.

El herido dio un resuello, y murmuró muy bajo:

-¿Me prometés?

-Llevar el escapulario y el sable, prometo.

¿Dónde está la moza?

Ladislao le cogió la mano, tomando alientos.

Luego dijo:

-Allá en San Pedro, en un ranchito arrimao al río.

-He de caer…

Pasaron largos instantes de silencio.

De pronto, la herida resolló ruidosa y silbadora y algunas gotas gruesas de sangre negra aparecieron en las ropas.

Ladislao se estremeció, lanzando un ronquido; y ya no volvió a hablar.

Ismael lo cubrió en parte con su «vichará».

Después le acercó a la boca el «chifle», humedeciéndosela con un poco de «caña», que él ingurgitó a medias.

A poco, expiró.

En los aires, sobre el matorral, empezaba a girar un ave negra con las alas muy abiertas, inmóviles. Tenía la cabeza calva y el pico uncirostro. Por momentos arrojaba una nota ronca, con la mirada fija en el suelo.

Ismael se sentó, y permaneció impasible.

Sólo una vez inclinó ligeramente la cabeza, para mirar de un modo siniestro por debajo del ala del sombrero con una ojeada de buitre.

– XXXIII –

No fue Esteban más afortunado que Cuaró en su aventura de acorrer a Luis María, cuando era éste acometido en la loma por los dragones de río Pardo.

Separado del sitio a rigor de sable, y como envuelto en una malla de acero en que su cuerpo y su caballo no tenían para moverse más espacio que el de una jaula, el liberto se creyó seguramente perdido cuando rodaba al llano entre los anillos de aquella especie de tromba; y sólo allí donde la tierra a nivel no ofrecía tropiezo ni doblaba al potro los corvejones, pudo al rato acariciar la esperanza de sustraerse a los hierros apelando a sus recursos de gran jinete.

Formando con su montura un solo bulto a fuerza de encogerse y disminuirse, arremetió por dos ocasiones el cerco sin resultado pero en la tercera embestida, poniendo el alma en Dios, y en Guadalupe, suelto, ágil, intrépido, con una risotada bestial de negro cimarrón, logró abrir brecha, la daga en alto y el torso sobre las crines, arrancando a sus adversarios un grito de rabia y de sorpresa.

Ya fuera del remolino aturdidor, sin miedo a las armas de fuego, que estaban vacías y se cargaban por la boca en múltiples tiempos y movimientos, Esteban se lanzó al simple galope a una cuesta que trepó sujetando, para evitar una rodadura, y desde allí hizo un ademán de desprecio.

Ellos continuaron su carrera enardecidos, y no hubiesen dado grupas, si por un flanco no surge inesperado uno de los escuadrones de la reserva que corría uniforme e inflexible como un rodillo, a lo largo del llano.

Pero, si bien cambiaron rienda, fueles corto el tiempo y el espacio; porque apenas castigaron librando la vida a la rapidez de sus caballos, en vez de proyectiles silbaron por detrás las «boleadoras», en número tan crecido, que algunas de ellas, golpeando en cráneos y pulmones, dieron en el suelo con buena parte de los fugitivos.

El liberto espoleó sin tregua, hasta llegar al sitio en que dejara a Luis María.

Miraba con atención al suelo, examinando uno a uno los rostros de los muertos.

No pocos tenían las cabezas partidas por el medio, con una masa blanquecina en borbollón a la vista; a otros, las cuchilladas les habían agrandado las bocas hasta el pómulo; muchos presentaban hundidos los temporales como a golpes de clava; algunos exhibían tajadas las gargantas de una a otra oreja; los menos, boca abajo, mostraban en los riñones el estrago de las moharras y medias lunas.

Esteban escudriñó bien.

Llamole un cadáver la atención.

Era este el de un hombre joven, esbelto, de figura distinguida, que vestía el uniforme de capitán y ceñía todos sus arreos, por lo que el liberto dedujo que debía haber muerto en lance aislado pues que no lo habían dejado en ropas menores los soldados menesterosos.

Desmontose rápido y desprendió una de las presillas que en los hombros llevaba el difunto.

Notó entonces que un sablazo, dado por una mano de hierro, le había levantado casi por completo el coronal en forma de casquete, y que por la cisura enorme salía como una crespa caballera colorante.

-Este sablazo no lo dio mi amo -se dijo el liberto.

El pelo negro caía en mechón sobre la cara, oculta en los tréboles.

Esteban lo separó, y enderezó la cabeza del muerto, mirándolo un instante fijamente.

Estaba tan lívido y desfigurado, que tardó en reconocerle, aunque ya había sospechado que aquel difunto no le era desconocido.

¡Oh, sí! Aquel era el capitán Souza, el rival de su amo, a quien él sirvió alguna vez y de quien fue servido.

Pues que estaba tendido, allí, donde su señor se había batido solo contra muchos, no tenía porque sentirle. El montón de cuerpos que cubría el sitio denunciaba una lucha espantosa; él no presenció todo en su entrada rápida y más rápida salida del círculo de hierro; pero, tantos contra uno, ¿quién pudo haberlos impulsado?

El negro, al hacerse en su interior esta pregunta, se acordó de muchas cosas; miró otra vez al muerto, y movió la cabeza con aire de quien da en la clave de un enigma.

Siguió andando luego a pie, con su cabalgadura del cabestro rodeó la colina, siempre investigando; se paró muchas veces para cerciorarse de que no iba descaminado; y por último volvió al lugar de que había partido con la intención de recorrerlo esta vez en sentido opuesto.

A uno y otro lado del terreno que había ocupado la línea, situada ahora varias cuadras adelante, precipitando la derrota, había tendidos más de quinientos muertos. Aparecía el suelo sembrado de sables, carabinas, pistolas y morriones.

Esteban sabía bien que no era entre aquellos restos que debía buscar su señor, puesto que él se había batido en la loma del centro.

Quizás, tratando de salvarse, hubiese retrocedido hacia donde entonces formaba la reserva, que era en una falda, inmediatamente detrás de la colina.

No había abandonado aún la altiplanicie, cuando apercibió entre las matas, acostado boca arriba, el cuerpo de un hombre de talla gigantesca, cuyos ojos negros, fuera de las órbitas, conservaban todavía un reflejo de cólera y de dolor.

Sin duda estaba agonizante.

Acercose el liberto, y vio que tenía clavada de lado en el vientre una lanza, cuya medialuna invertida asomaba uno de sus extremos por debajo de la costilla final, formando la herida como una hoya en las entrañas que hubiesen abierto las garras y colmillos de un «yaguareté».

Un trecho más allá, a su izquierda, yacía otro cuerpo con los brazos en cruz, y el semblante lleno de sangre hasta el cuello, donde el líquido se había estancado en coágulos espesos.

Dejó Esteban que el moribundo acabase en paz, y fuese al que ya parecía muerto de veras.

Lo estaba, en realidad.

Pero al observarlo con detenimiento, el negro lanzó una voz.

No era el despojo de un hombre aquél, sino el de una mujer, que por el traje lo parecía.