Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Mas por eso se sentía triste. Aquella convicción constituía el primer anillo de una cadena de incertidumbres y de sobresaltos cuyo fin no era fácil preveer.

Fue a transmitir las nuevas a la madre del ausente, prometiéndose a sí misma ahogar dentro del seno todas sus angustias. ¡Entre las dos, el pesar era menos y holgaba la ilusión!

Hallábase la señora en el aposento contiguo al escritorio de don Carlos, ocupada en una nueva carta para su hijo.

Si bien se ignoraba la residencia actual de Luis María, por cuanto se tenía noticia de que las fuerzas sitiadoras habían cambiado varias veces de campo y alejádose hacia rumbo desconocido a la aproximación de la columna de Bentos Manuel Ribeiro, con la cual no les hubiera sido posible competir, la madre cariñosa escribía, a pesar de todo, confiada en que no faltaría oportunidad para un buen envío de la carta y en que la persecución constante de su amor, sería siempre más eficaz y certera que la otra persecución a muerte.

Natalia la sorprendió en esa tarea dulce y solitaria, puestos los dobles ojos, y en la mano la pluma, en actitud de reflexión profunda. Había en sus párpados huellas de lágrimas.

Abrazáronse sin esfuerzo, con esa espontaneidad adorable que nace del afecto sincero y de la comunión del dolor, calladas, suspirantes.

Después, la anciana, con el codo apoyado en la mesa, dejó colgar la mano en que tenía la pluma y puso los ojos en el pavimento en actitud meditabunda.

Por encima de su hombro, y rozándole la sien con su fresca mejilla, Natalia deletreaba con acento bajito y trémulo el encabezamiento de la carta que ella concluía de escribir…

Así pasaron largos momentos.

Pero, esta situación de ánimo cambió de pronto, con la entrada de Esteban; que a paso furtivo atravesó el patio y se detuvo ante la puerta del escritorio.

Oyose en el acto la voz de don Carlos, que le mandaba entrar, notándose en su eco una impresión de sorpresa y complacencia que no pareció esforzarse en ocultar mucho.

Efectivamente, el señor Berón experimentó verdadera alegría al ver al liberto, presintiendo que las cosas convenidas estuviesen ya en su punto.

Esteban entró sonriéndose, con una de aquellas sonrisas que le eran peculiares y dejaban a la vista todas sus encías cuando lo agitaba alguna idea útil y provechosa para sus amos.

Guadalupe lo había atisbado desde el fondo, y hechole una cortesía que él contestó desde la verja cuadrándose, con una venia de ordenanza garbosa y correcta.

En presencia de don Carlos, éste preguntó con cierta ansiedad sin darle tiempo a explayarse:

-¿Cuándo te marchas Esteban?

-Creo que será cosa de horas, señor. Le oí decir a mi jefe que mañana a la noche nos incorporaríamos a Bentos Manuel, que está en extramuros con la tropa que trajo de Río Grande. Se han repuesto los aperos y se han cambiado algunas carabinas y sables por otros nuevos en mi escuadrón… A más, se nos ha dado licencia por una hora, con orden de volver en lo justito, para quedar acuartelalos hasta el momento de salir.

-¡Hum!… ¿y qué piensas hacer?

Don Carlos se rascaba cabizbajo la frente, que había arrugado hasta el casco, como absorbido por una idea fija.

Al oír la pregunta, el liberto volvió a sonreírse con aire de confianza.

-¿Lo que he de hacer? Su mercé ya sabe -respondió-. Todo está listo.

-¿Cómo que está listo todo? Explícate, ¡hombre! sin ambages ni redundancias, claro y derecho.

-Digo que su mercé sabe que me voy con los compañeros en cuanto pasemos el Cerrito, cortando campos, a tomar el rumbo del Sauce y de allí de un buen galope hasta el paso de la Arena.

-Ahí ¿y por qué a ese paso, Estebanillo, y no al del Soldado?

-Por ahí va a cruzar la columna, señor, según mi capitán, para ver de darle golpe al comandante Oribe, que aseguran se ha puesto en observación en ese punto para no descuidar la barra.

Don Carlos se restregó las manos.

-¡Bien! Pero en el caso no problemático sino muy posible de que Oribe esté por esas alturas, debe tenerse en cuenta que lo primero será prevenirle del movimiento a fin de que no le cojan en un renuncio del diablo, lo que importaría un verdadero desastre.

-El comandante sabe siempre a qué hora el enemigo monta a caballo, y adónde va.

-¡Ya es mucho! Sí, ¡por San Diego! Con todo, no puede haber seguridad en lo que afirmas, porque no sé yo dónde demonios has aprendido tú tanta milicia para venirme así no más a soplar absolutas como quien sopla bodoques por una cerbatana… ¡Vamos al caso!

Y dando una palmada lleno de gravedad, siguió diciendo:

-Es necesario que combines con maña el medio de comunicar a Oribe lo que le va encima como una avalancha.

-Sí, señor; y si su mercé me permite yo diré que, por si acaso, hemos convenido con otro compañero de confianza que él siga con la gente hasta el paso de la Arena, y que yo me corte hasta subir bien a vanguardia de la columna aunque fuese reventando el mancarrón y caiga antes del alba en el campo de los amigos.

-¡Así me place! Entonces: dando por de contado que tú te subleves al comienzo de la jornada, que tus camaradas tiren como la cabra al monte, que tú te separes de ellos para llevar el aviso a Oribe aplastando el caballo si preciso fuese, -con cuya promesa pruebas que antes de sufrir tus posaderas, se quiebra el lomo del cuadrúpedo;- dando, digo, por suficientemente probado y alegado todo esto, voy a encomendarte una misión de alguna importancia, que podría comprometerme si te matan y, como es consiguiente, te registran y despojan.

-No me mataron ya, ahora no es fácil.

-Muy engreído estás… Me gusta, a fe mía, hijo; ¡me gusta!

Y dándole la espalda para sacar algo de un cajón de su escritorio, añadió alegremente:

-Estoy asombrado de oír a este negrillo calavera… ¡Bien se ve que le ha tomado los puntos al amo, sin perderle mueca!

Sacó enseguida del cajón que acababa de abrir un cinto de badana con agujetas, lleno al parecer de monedas que habían sido perfectamente envueltas y distribuidas en el ancho hueco.

Tomole el peso y enseñándoselo a Esteban, dijo:

-Aquí van trescientas onzas, que darás a quién bien tú sabes. Hay que agregarle las cartas; está la mía dentro.

En ese momento abriose la puerta que daba al aposento en encontraban la señora y Natalia, apareciéndose éstas en el umbral.

Sin duda lo habían oído todo, porque la madre de Luis María enseñó dos cartas exclamando risueña:

-Estas son las otras, Carlos. Vengo también a recomendárselas mucho a Esteban, segura de su lealtad.

El liberto, que no podía ver sin conmoverse a la madre de su señor, dijo balbuciente:

-Verá, su mercé, que llegan… Me voy a atar el cinto sobre la carne.

-Eso mismo te iba a indicar, -repuso don Carlos,- y si es que no te desnudas sino entre cristianos, el secreto pegado a tu piel se conservará ileso. Bien creo que para violarlo, primero han de acabar contigo.

-Dile muchas veces que sólo pensamos en él -murmuró la madre blanda y cariñosamente;- pero muchas, Esteban, ¿has oído?

Y como Natalia lo mirase al mismo tiempo de una manera fija e intensa, apoyada la cabeza en el hombro de la señora, cual si a sus ojos hubiesen asomado en tumulto todas las tiernas confidencias que guardaba en su seno, el negro, tembloroso, se limitó a inclinarse como de costumbre en los casos graves, sin pronunciar palabra.

-Ahora, -dijo don Carlos,- déjennos ustedes solos un momento.

Apenas se retiraron las señoras, hizo Berón que Esteban se abriese las ropas y el mismo le ciñó el cinto casi a la altura del pecho examinando una por una las hebillas y agujetas por si estaban flojas.

Puso en él las cartas, y en tanto practicaba sesudamente la diligencia, murmuraba un poco sofocado;

-Así irá bien. Pero, no hay que desnudarse en toda la jornada… No es éste un cinto de Brión o de Perseo, no… ¿y qué sabes tú, negro, de esas cosas? ¡Bah!… si a veces uno desatina. Con todo, has de saber que esta cinto puede desviar cualquier proyectil traidor y librarte el pellejo bonitamente porque va bien preñado de amarillas más duras que el plomo… Te lo apreto bien para que no olvides que debes velar por él como si fuese cosa tuya y que lo que está más cerca de las carnes vale más que la casaca. ¿Estás listo?

-Sí, señor.

-Bueno, entonces no perder tiempo… Mucho ojo y mucha destreza, Estebanillo de mis entrañas; ¡y que Dios te ayude!

El viejo se volvió a pasos precipitados, entrándose al despacho del negocio, y el liberto salió al patio.

Junto a la verja estaban la señora, Natalia y Guadalupe, como esperándole. Se detuvo ante el grupo, en actitud de quien pide órdenes, muy abrochado y tieso.

-¡No te olvides! -díjole su antigua ama con el pañuelo en los ojos.

-¡Dile que nos escriba siempre -añadió Natalia- porque el saber de él con frecuencia, es toda nuestra dicha!

Hasta Guadalupe se permitió recomendarle, no pudiéndole expresar otra cosa, que «no confiase nada a don Anacleto, hasta que no estuviesen libres y salvos al lado de su señor.»

El liberto prometió cumplir todo fielmente, pidió la bendición a su ama y fuese aprisa, sintiendo que empezaba a enternecerse demasiado.

– XXVII –

En las horas de esa noche y en el siguiente día notose mayor movimiento que otras veces en el recinto.

Súpose que el general Lecor en persona había visitado los puestos y cuarteles, trasmitido órdenes terminantes, apresurado preparativos de marcha y tenido una larga conferencia con el coronel Riveiro. Decíase que, a pesar del celo y actividad desplegados para integrar la columna de aquel jefe con infantería y artillería, el equipo no podría hacerse sino de allí a dos días; lo que había visiblemente contrariado al fogoso guerrillero río-grandense, cansado de una quietud que iba en pugna con su carácter emprendedor y atrevido.

El desastre del Rincón de Haedo, llamado vulgarmente «de las gallinas», lo tenía irascible. Había oído decir que el nombre de la estratégica península del Uruguay y el Negro, había sido justificado en un todo por la imprevisión y desidia de Braz Jardim y de Barreto, pues que sus numerosos y aguerridos dragones, en masa triple a la de los dragones de Rivera, habían caído en sus propias redes cazados como gallináceos en un tercio; en un tercio muertos; y en otro tercio dispersos a chasquidos de «rebenque», perdiendo en la fuga mil y quinientas armas.

La irritación de Bentos Manuel era extrema. Aunque reconociendo la bondad de los planes de Lecor, obstinábase en abrir operaciones con sus elementos propios sin esperar los constitutivos de cuerpo completo de ejército que aquél le ofrecía.

La nueva recientemente llegada, que se hizo difundir sin reservas, de que por horas atravesaría la línea divisoria otra columna de más de mil jinetes a las órdenes del coronel Bentos Gonzalves para obrar de acuerdo con el general Abreu, que vivaqueaba sobre el Negro, exaltó la impaciencia de Ribeiro, y lo decidió a tomar la iniciativa.

Los que observaban atentamente las cosas, en primera línea los contertulianos de don Carlos, que por una u otra causa tenían ciertas afinidades con los jefes del recinto, bien se penetraron de que la combinación era otra que aquella.

Gonzalves, de análoga talla a la de Ribeiro, hombre de manotada y de arranque, propio para el médium de lucha donde había caudillos capaces de manotear más recio, debía venir a grandes marchas buscando su junción con el gemelo, a fin de realizar el único plan racional y fáctico, una vez que quedaba en suspenso el ideado por Lecor: el de batir en detalle, cargando sobre Lavalleja, antes que Rivera se quitase a Abreu de encima y pudiese robustecerlo.