Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

A este como discurso del capataz, habían prestado grande interés sargentos y soldados, quienes reían ruidosamente y aplaudían, distinguiéndose en la algazara el mismo Saldanha, que era alegre y socarrón, como veterano que había pasado varias veces por el aro de mandinga, -según su propia ocurrencia.

Acabando de apretar la cincha, contestó en buen español muy risueño:

-Lindo era para predicar don Cleto con esa labia y esa voz de bordona y esa pinta de cuervo de campanario… Pero, se lamenta al ñudo, y sino dígame: ¿le han puesto acaso «pie de amigo» para forzarlo y traerlo hasta aquí a juntarse con sus amigos después de tantos meses de servicio duro y parejo como ha prestado en la plaza? Sin pensarlo siquiera, se ve libre en estos campos, donde los pájaros no se ciegan porque no hay paredes, y se ve libre porque a rigor de disciplina aprendió a obedecer y a ir como murciélago de día; que a no ser esto estaría a esta hora penando en el hueco de la Cruz bajo la baqueta del cabo «ranchero» si no anduviera listo… ¡Deme las gracias, amigo viejo, que he ayudado un poco a la cosa, más que no fuese que para largar al ceñuelero adonde abunda el pasto!…

-Naide me forza a mí, ni me pone «pie de amigo» a dos tirones -replicó don Anacleto temblándole la borlilla del barboquejo por encima del labio;- ni tampoco soy güey que se lamba de puro goloso, ni me cuelgan abrojos en el rabo como a más de uno que creo que está limpio en todas partes: y no se desmande el sargento ajuera del pago, ni compare con murciélagos a la gente, porque aquí hay avechuchos que miran más lejos que el ratón y en un revoleo, ¡si te he visto no me acuerdo!…

-El sargento no ha dicho por tanto, -observó Esteban,- y no hay motivo para echar mano a la cintura.

-¡No! …Si yo lo entiendo al fanfurriña y sino fijáte, como se rasca la verija. Lo que yo quise decir es que los hombres donde quiera se encuentran a juerza de rodar como las piedras de los cerros; y que la que está encimada hoy, mañana la arrempuja el viento, o una bruja, y cae al playo al igual de otras, por correr la mesma suerte, aunque sea más grande y más pintada.

Seguían riéndose todos con el mejor humor al oír al capataz; y éste al montar, y apercibirse de la algazara, riose a su vez con tal gesto inofensivo y comadrero hasta mostrar los dientes barcinos que le quedaban, que la explosión no tuvo límites.

Bajo espíritu así retozón, reiniciose la marcha al galope con una pequeña partida exploradora al frente, la que se adelantó hasta una milla.

Y andando, dijo Esteban a don Anacleto:

-Desde que don Luciano y V. faltan de «Tres ombúes», la estancia ha de haber sufrido mucho. A la cuenta, las vacas y las yeguas no conocen ya rodeo; y si acaso, no se ha de meter en el corral más que la majadita del «tronco» por pastorear encima de las poblaciones. Si V. se aprovechase de quedarse aquí estos días, haría servicio a don Luciano, y yo había de disculparlo con el jefe… Antes de mediodía vamos a pasar cerquita, a una media legua.

-En esa rumia iba -respondió don Anacleto con gravedad-. No se juega con los entereses; y yo tengo en un potrero del monte un ganadito orejano que a la fija se han comido los «matreros», si no han matrereao ellos mejor por librarse de estos cimarrones.

-Si le han comido el suyo, no habrán precisado de las vacas del patrón.

-Asina es. Pero, en la virgen confío que mi terneraje no haiga mermao mucho porque al dirme lo metí en un playo de pasto de engorde de cuaresma, tan acortinadito y misturao con malezas, que nengún gaucho malevo ha de haber olido la madriguera. El de mi patrón se ha de haber resarcido con las crías aunque al principio lo haigan espigao en flor. Tengo gana de ver cómo sigue esta hacienda, por si hay que enderezar algo en el establecimiento que dejé al cargo de Calderón y de Nereo. No sería malo que me diera una güeltita por el campo antes que venga el tiempo de las quemazones o de la langosta, y todo lo encontrase arruinao y en «taperas». Si te parece, me corto al trotecito asina que nos acerquemos, aunque no juese más que pa bichear a esos mandrias.

-Se me hace bueno, -dijo Esteban sonriendo,- y no hay que estar entre si caigo o no caigo. ¡Caiga al campo, don Cleto!

-Por aviriguar, güelvo a decir; nada más que por aviriguar. Después me encorporo aunque sea en la sierra de los Tambores al grueso, con este solo compañero, que no preciso la garabina.

Y se golpeó el corvo con fuerza.

-¡Ya creo que no precisa! -observó el liberto con seriedad.

A trueque de un encuentro malo como podría acontecer en un refucilo, en que no quedase uno vivo, mejor es que primero V. vigile un poco el campo de don Luciano porque se lo ha de agradecer él, la niña, y también mi amo, por lo que los quiere…

-Por lo juicioso te hacía comandante amigo, si yo juese el jefe; y no es por lavarte la cara, que no necesita de jabón, sino por probarte que soy tu aparcero de alma, todo enterito pa el trance más duro después que te he pulsao la muñeca. Si mandás que cargue en la punta en cuanto los «mamelucos» asomen la trompa en la lomada por ahí me descuelgo como «carancho» sobre los güevos a todo lo que da el «flete»; si ordenás que vaya a cuidar el ganao de mi patrón por ser de conveniencia, aunque me aflija voy, porque la desciplina ha de respetarse más que al cura, dende que se parece a las mujeres que se han pasao de mozas sin marido y siempre están rezongando.

Limitose el negro a sonreírse sin objetar más palabra.

El galope duro no daba tampoco lugar a diálogos muy largos; y con ese galope llegaron al vado, que cruzaron sin novedad, siguiendo sin detenerse por la orilla del monte.

Al empezar a declinar el día, don Anacleto creyó llegado el momento de separarse, pues pisaban ya campo de Robledo, y así lo hizo, cambiando de rumbo para dirigirse a las «casas» y haciendo un cordial saludo con el brazo a sus compañeros.

Estos lo contestaron con una aclamación unánime y las armas en alto.

El sargento Saldanha le gritó:

-¡No se vaya a hacer perdiz en el pago, don Cleto, y mire por su fama!

-La cuida esta que va en la vaina -contestó el viejo con arrogancia-. ¡Ya ha de cortar más de una cola cuando toquen a rabonear!

Luego, entre risas y expansiones, la partida desapareció en un bajo, y don Anacleto en un abra del monte.

– XXVIII –

Muchas fueron las agitaciones en el campamento de los sitiadores desde la prisión de Calderón, hasta después de ocurridos los hechos de armas que habían apresurado la marcha de Bentos Manuel hacia el interior del país.

Luis María siguió con interés creciente los acontecimientos, examinándolos sin decaer un instante en su entusiasmo, ni preocuparse mucho de los giros extraños que a ocasiones les daba la política.

Se estaba a la naturaleza y al alcance del esfuerzo.

En su sentir, era muy difícil modificarlo sustancialmente, aunque la necesidad lo contrariase por la adopción de formas opuestas a la voluntad firme y constante de los nativos. Bien conocía él esta voluntad. Pero, asistíale también la convicción, en presencia del arduo tema de que no era rigurosamente cierto que «querer fuese poder», según el adagio que se estilaba en casos análogos como sentencia sacada de la misma experiencia. Lo que él y otros querían, no se podía realizar sin riesgo de que toda la obra se perdiese.

Hablaba muchas veces con su jefe en la tienda, en marcha, en los días de zozobra como en los de regocijo; siempre hallaba en él la misma actitud, igual reserva discreta acerca de asunto tan escabroso.

Eran, sin embargo, de importancia y dignos de una meditación profunda, los hechos que habían venido encadenándose hasta confirmar en sus extremos la conducta leal de los libertadores.

Estaba Luis María invadido del espíritu local, que era mezcla de virtudes y rabias; pero en su cerebro el buen sentido primaba sobre el arranque de la pasión, y le hacía condolerse de la suerte que cabía a uno de sus grandes y queridos ensueños.

Pensó sin soberbia.

Pasó revista al pasado, tan lleno de abnegaciones y recuerdos palpitantes.

La suerte de las armas se había mostrado propicia al intento de los buenos; pero, éstos estaban en el comienzo de una obra colosal; y no contando con más recursos que los propios, que eran muy escasos, sin apoyo directo ni indirecto de los gobiernos vecinos, empezaban a palpar los graves inconvenientes de la empresa y a comprender lo serio de la aventura, para cuyo complemento érales preciso el concurso del genio militar e ingentes sumas de dinero.

Sus reflexiones recayeron sobre los hechos fundamentales que se habían consumado con trabazón lógica, preparando acaso al país para una vida ficticia, o por lo menos agitada y turbulenta.

La representación convocada, ardiendo aquél en dura guerra, había nombrado, en uso de sus facultades, un gobierno efectivo y diputados al congreso argentino, -lo mismo que Artigas hiciera en otro tiempo y bajo el imperio de otras circunstancias.

Pero, antes de producirse este hecho y el de las declaratorias notables de la asamblea, súpose que el gobierno de Buenos Aires había dispuesto se formase un ejército de observación en la línea del Uruguay, al mando del general Martín Rodríguez.

Cuando este jefe pasó a recibirse de su puesto, una versión alarmante circuló en esos momentos, y subsistió mucho después.

Se dijo que el general Rodríguez llevaba órdenes para prender al brigadier Lavalleja, y remitirlo a Buenos Aires. Esta especie fue adquiriendo cada día mayor crédito, sin que el tiempo y los sucesos la desvanecieran.

Subsistía entre los orientales, y éstos se la explicaban claramente. La diplomacia argentina que había traído a Lecor, trataba de mantenerlo en el terreno conquistado.

Érales forzoso, para merecer el auxilio y provocar la conflagración, dar prueba segura de su lealtad; y aun asimismo, extender su acción y su poder en el territorio por una victoria ruidosa.

En caso feliz, el apoyo sobrevendría por el exceso mismo del mal que perturbaba profundamente el equilibrio de la vasta zona; si el éxito era desgraciado, los vencidos no debían esperar más que la prisión y el proceso.

A esta triste alternativa estaba condenado el ideal de la aventura por la política insensible y la fría diplomacia. Entre esos dos hielos se encontraba la aspiración ardiente de los débiles, que todo lo fiaban a los milagros del valor.

Diose la prenda.

El brigadier Lavalleja sometió la dirección de la empresa militar al ejecutivo de la república, ofreciendo así prueba eminente de espíritu de orden.

Este compromiso no fue aceptado. La resistencia del gobierno general a tomar cualquiera intervención explícita quedó excusada legalmente por preceptos que era preciso llenar de un modo solemne.

Contra esta resolución se habían estrellado todos los esfuerzos y los ruegos del pueblo oprimido, tanto como las vehementes insinuaciones del espíritu nacional, los argumentos de los tribunos y del patriotismo exaltado.

Era entonces necesario que el denuedo de los nativos, luchando solos con el enemigo común, rompiese aquella barrera, consagrando su afán constante con un triunfo memorable; y preciso era que ellos confirmasen los votos protestados por su libertador, por medio de un acto armónico con sus instituciones.

Lo primero se ansiaba día tras día, soñándose con la aurora de una jornada cruenta, pero fecunda, que despejase un poco los horizontes del porvenir; lo segundo se había hecho por una asamblea con mandato imperativo, que, en el fondo, no podía suplantar los efectos de un plebiscito necesario.