Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

-Lo particular del caso es que junto al de las «ojotas» se vio un astil hecho añicos, pero sin rastro de moharra. Se supone que los vencedores se llevaron el hierro para que no sirviese a otro que tuviese un brazo parecido.

Luis María se acordó de don Anacleto, que iba armado de una lanza con cuatro medias lunas. Los datos, sin embargo, no arrojaban bastante luz. Aun en la hipótesis contraria, resultaría de ello que él no había perecido.

Con todo, apresurose a relatar el incidente que motivó la salida del viejo en seguimiento del miliciano sospechoso, desde San José.

Sus compañeros escucharon muy atentos; y Cuaró dijo:

-Mirá; el viejo no era baqueano y sacó un vecino. Al vecino, le hicieron estirar el garrón, y arrearon con el viejo. El que lanceó no jué él, sino el vecino, que había de ser hombre duro…

-¿Por qué, teniente?

-El viejo es blando, como cera de «camoatí»… No ruempe lanza ni en un tronco, porque el brazo se le hace junco.

Ismael se sonrió y Luis María se sintió más tranquilo. Cuaró había resumido en una frase toda una observación sico-fisiológica sobre la personalidad de don Anacleto; y a partir del aserto, las probabilidades de haber salvado la vida estaban a su favor. ¡A buen seguro que él se habría dado maña para librar la piel con la menor lesión posible!

La orden de seguir la marcha interrumpió la conversación.

A poco andar, súpose que no había enemigos en la villa. Cruzose el Santa Lucía por el paso del Soldado.

Siguió la fuerza avanzando a gran trote. En sus desviaciones frecuentes cortó un trecho largo de campo y pasó con el agua al pecho el arroyo Canelón grande.

A altas horas percibiéronse delante grandes sombras de arbolados y casas. Era la villa de Guadalupe con sus chacras, quintas y edificios de «quinchado» o teja en medio de tinieblas, que contribuían a aumentar en las calles las paredes sin blanqueo, el solado de tierra y la falta de reverberos.

La fuerza revolucionaria, formando una sola columna, atravesó la villa, como por en medio de una doble fila de sepulcros -tal era el aspecto de las viviendas, la soledad y el silencio que dominaban por doquiera.

El segundo cuerpo de paulistas se había retirado hacia muchas horas, abandonando algunos despojos, y siguiendo el camino de otra columna que había contramarchado del interior a marchas forzadas para guarecerse en Montevideo.

Según se supo, el coronel Pintos había tenido noticia de todo lo ocurrido, el día anterior por conducto fidedigno. Las nuevas se les trasmitieron por «chasque» expreso, que llegó aplastando caballos, y que lo sorprendió en la ignorancia más completa. Al principio, todo fue vacilación y zozobra, apremio y desorden. Después resolviose el repliegue sin demora, al paso precipitado, sin esperar instrucciones de la capital. Emprendida la retirada bruscamente, se arrastró lo que se pudo, llevose por delante las guardias destacadas envolviéndolas en el tumulto, cortáronse los tiros a los vehículos de andar torpe dejándolos en el medio o a los costados de la carretera a modo de estafermos que señalaban en la densa oscuridad el rumbo de la fuga; y como hicieran sin duda demasiado peso algunas armas blancas y de fuego, fueron con ellas sembrando el terreno hasta muy cerca del antiguo real de San Felipe, según los partes de la gran guardia que iba barriendo el camino como la primera ráfaga del viento de tempestad que debía rugir contra los muros ciclópeos.

Se agregaba que, bajo la impresión recibida, la tropa se había hecho un hacinamiento, al punto de ordenarse muy tarde en escalones. La voz de los jefes y oficiales tuvo que ser acompañada de la amenaza y de la espada para dar alguna corrección a las filas y mantener el paso uniforme en campo abierto. El coronel Pintos en un arrebato, había hablado de fusilar. Entonces la insubordinación y más que eso el pánico que iba tomando creces, fue dominado en parte a pesar de la hora, del aislamiento y del peligro cercano. El regimiento se alejó a tropezones, ocultando en las tinieblas el rubor de su desmoralización.

Venían las primeras luces del alba, cuando la división revolucionaria acampaba a orillas del Canelón.

Se habían adoptado resoluciones importantes. Los dos jefes principales con la masa de prisioneros, debían contramarchar al interior, y para distintos puntos otros subalternos, que gozaban de prestigio en sus respectivos distritos. La villa de San Pedro fue designada como punto céntrico de reuniones parciales, que debía presidir el brigadier Rivera; y las nacientes del Santa Lucía como sitios a propósito para el cuartel general de Lavalleja. De este modo la fuerza a la ofensiva quedaba reducida a cien hombres, escogiéndose al efecto cincuenta voluntarios al mando de Oribe y otros tantos de los ex-dragones de la provincia. Eran sus armas la carabina, la lanza y el sable, distribuidas convenientemente.

Acordose que, una vez frente a las murallas, Calderón dirigiría en jefe, quedando el comandante Oribe de segundo.

Se extrañó esta resolución. No se quería en las filas al ex-jefe de dragones. Pero, se dijo que había sido adoptada a sugestión del mismo Oribe; y este detalle, acentuando la personalidad del que hasta ese momento venía posponiendo las satisfacciones vanidosas y los egoísmos irritantes al bien de su causa y del país, selló todos los labios. Debía aquello ser hábil y acertado, desde que él así lo quería. Nadie quiso entonces investigar el móvil determinante del hecho, dándose así adaptación práctica a la regla de obediencia que debía en adelante ser la base de subordinación y del respeto a las órdenes superiores.

Al expirar el día, esos cien hombres eran los únicos que formaban campamento a los ribazos del Canelón.

Con las primeras sombras, se mandó ensillar.

-¿Vamos adonde la madriguera? -preguntó Cuaró.

-Así es -respondiole Luis María, que impartía la orden de fogón en fogón-. ¡Cuando asome la aurora, veremos a Montevideo!

Al pronunciar estas palabras parecía nervioso y febril. Embarazábale una emoción violenta de alegría mal reprimida, el desborde de un goce mucho tiempo ansiado; acaso el goce mayor a que pudo aspirar en sus largos días de aventura y de peligro. ¡Montevideo!… ¡Allí estaba todo lo que, con el ideal de la patria gloriosa y libre, amaba más en la vida!

Al verlo excitado, Ismael ceñudo y triste, que había empezado a quererlo con el afecto que crea la comunidad de sacrificio, díjole:

-Está contento porque va a su pago… donde está la novia.

Berón se encendió como una mujer; y cogiéndolo entre las suyas la mano, se la estrechó con vehemencia.

El capitán Velarde acercole torvo la cabeza, que oprimió con la de él, silencioso, en una caricia de amigo adusto y silvestre, como de quien nunca había conocido otro halago que el del sol del desierto.

Luis María se conmovió. La caricia de aquel valiente pareciole como el resuello de una herida dolorosa, que nadie había restallado, mal curada en la soledad de los bosques como las de un toro bravío.

Después, cuando se emprendía la marcha a la sordina, caída la noche, los dos iban juntos y callados mirándose a veces con extrañeza cual si recién hubiesen hallado el secreto de una recíproca simpatía.

La marcha fue dura. Como no se llevaban prisioneros, ni convoy, y el número de hombres era muy limitado, se caminó a trote largo sin otras treguas que las necesarias para dar un descanso a las cabalgaduras, o para recoger los restos abandonados por el enemigo en su retirada. Algunos de estos despojos, por su calidad, demostraban que aquel iba pávidamente impresionado. Encontráronse carros de provisiones de guerra y de boca, espadas, clarines, uniformes de oficiales, pistoleras, monturas; y en ciertos sitios, a las orillas de la carretera, desertores y rezagados con todo su arreo encima. Los vecinos del tránsito decían que los paulistas a su paso como fantasmas de media noche, iban alarmando uno por uno los apostaderos del trayecto, a punto de no dar tiempo a cargar con lo más indispensable a las guardias; sintiéndose en el silencio profundo de las altas horas gritos y galopes desenfrenados en todas direcciones, rodar de carros y estridor de armas, todo lo que dejó de oírse a los pocos minutos como un ciclón que pasa de súbito y se pierde a lo lejos.

Entonces, Oribe dijo a sus oficiales y soldados:

-Mañana enarbolaremos la bandera en el Cerrito, sitio de tantas glorias; y cambiaremos balas con los opresores de nuestra tierra.

La pequeña legión acogió estas frases llena de ardimiento; moviose al unísono venciendo al sueño, enemigo el más terrible; del soldado; atravesó campos, arroyos, cañadas, valles y asperezas, dio lugar en sus filas a nuevos continentes de hombres resueltos, y se puso en los lindes del distrito antes que despuntase la alborada.

Al pasar por las Piedras, Ismael extendió el brazo hacia la zona el nordeste, y dijo a Luis María:

-Ahí vencimos a los godos con el viejo Artigas… Enlazamos los cañones, ¡les quitamos todo!…

Nenguno escapó; ni el mesmo Almagro.

-¿Quién era Almagro? -preguntó Berón.

Ismael guardó silencio un rato. Después dijo:

-¡Otra vez he de contar!

Comprendió el joven que en esta frase iba envuelto el desenlace de una historia dramática que resumía quizás toda la vida de aquel hombre.

Por eso, a pesar de su interés, no quiso insistir. Esas cosas no debían ser escudriñadas.

Con todo, ¡cuán grato lo había sido oír las palabras de su compañero, al felicitarle a su modo por la vuelta «al pago», y al hablarle de una novia que él debía tener allí que le esperaba ansiosa tras una larga ausencia!

Sin intención de sondear en lo íntimo, Ismael había acertado, rozándole con suavidad un sentimiento oculto; que no se amenguó nunca en la existencia aventurera, sino que tomó creces como una necesidad imperiosa de su espíritu.

En realidad, él tenía una novia, cuya imagen venía reproduciendo desde mucho tiempo atrás en su cerebro; imagen más hermosa cada vez, a medida que el deseo enardecía su mente y se agolpaban a su memoria los gratos episodios del pasado.

Rubia, de ojos garzos, piel de rosa, esbelta, más expresiva en el dulce ceño que en la frase, retraída, resignada, erguíase su interesante figura a cada paso, como llamándolo cerca con un ademán de suave ruego…

La conoció en la hacienda de Robledo en momentos para él amargos, cuando huía de los dominadores de monte en monte. Pudo hablarla en horas de pasajero reposo. Después cultivó su amistad; cuando herido en una refriega oscura, ella y su hermana Dora lo atendieron en la casa de su buen padre don Luciano, dueño del campo… Esta amistad fue lejos; pasó a ardiente simpatía. Aún no estaba restablecido el día en que aparecieron en el campo los brasileños, que se llevaron a Robledo y a su hija Natalia; aquella Nata que había puesto vendas en sus heridas, velado su sueño, oído sus delirios, atenuado sus dolores y échole pensar en los deliquios de la ventura.

Se acordaba él bien. Con su padre preso, acaso por su culpa fue la hija. También la negra Guadalupe. El teniente Souza había usado, de una conducta correcta con todos, a pesar de los antecedentes que de él lo habían separado en la paz y en la guerra. Cumplió sus deberes de soldado con modales corteses, atento, sin rigor: y esto le hacía halagar la esperanza de que el viaje de la estancia a Montevideo se hubiese hecho sin tropiezos ni sobresaltos.

Desde aquel día nada había sabido…

Ahora que marchaban en ese rumbo, el de las manchas del sur, que tanto conocía, avivábanse sus memorias y latía con fuerza el corazón. Iba hacia donde estaban su hogar, sus padres y su amada; a los lugares de su niñez y juventud primera con sus caseríos de teja roja, sus calles de laberintos, sus plazuelas sombrías, su puerto sembrado de velas y de mástiles y su cinturón de granito lleno de almenas y cañones. Y pensando que era mucho su gozo por sólo volver del interior de la tierra después de tantas contrariedades, imaginábase que sería acaso mayor el de otros que habían luchado más que él y que llegaban de otro país, sin recordar en esta hora de sacrificio las comodidades que dejaban en la opuesta orilla.