Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Una vez asentado en el centro del país, el movimiento revolucionario debía extinguirse en sus extremidades batido y disuelto el núcleo principal.

Otros negaban la posibilidad de esta táctica, teniendo en cuenta las vacilaciones del gobernador así como su exceso de prudencia; si bien el choque en el Águila, elevado a categoría de triunfo fructífero, había retemplado el espíritu de las tropas y predispuesto la opinión militar a una ofensiva sin demora.

-Son los apuros del que ve al enemigo en desbande -decía el señor Berón- o al toro en el suelo. ¡Ahí dé la gran lanzada!

Días después de la llegada imprevista de Ribeiro a extramuros, circuló un rumor grave que fue adquiriendo cuerpo, a pesar de las severidades empleadas para reprimirlo.

Corría la primera semana de primavera, el período de los retoños, de los jugos activos y de las flores con sus brisas suaves y su sol tibio; y con su vuelta parecían también retoñar con viva fuerza germinadora las esperanzas decaídas con la nueva del contraste.

El rumor era alentador.

Pronto vinieron detalles; la alegría de los dominadores se convirtió en despecho y cólera; la tristeza de los nativos en goce indecible. Charangas y clarinadas cambiaron de tono, y a trueque de fanfarrias hubo íntimos regocijos.

¿Qué había ocurrido?

Los informes aparecían contestes.

El vencido del Águila, rehecho a pocas leguas del sitio en que dejara alguno de sus oficiales y soldados muertos, había practicado una marcha de flanco hacia la zona del centro, permaneciendo en ella varios días; y de allí, arrancádose audazmente hasta el rincón de Haedo, donde pacían millares de caballos del enemigo.

Proyectaba un golpe de caudillo rampante y atrevido, una sorpresa de guardias y un botín de tropillas flor.

Era la táctica de caudillo -original y propia. Detrás de una derrota, efecto de la imprevisión o del desconocimiento de las reglas de escuela, rehacerse de cualquier modo; y apenas ordenadas las filas como quien recompone la formación de piezas en un damero por la sola tiranía de los dedos, acometer nuevamente, sin dilación, dando un golpe que no se espera, para retemplar por ese medio el espíritu de los subordinados y no dejar cercenado el prestigio con la nota de ineptitud o cobardía.

De ese modo había procedido Rivera en la época de Artigas; así obraba ahora, librándolo todo al atrevimiento con la colaboración de la casualidad.

La aliada natural de la táctica de caudillo, era la suerte; casi de igual manera que en el juego, o en la casa del tigre.

Como la astucia, por sutil que sea, no podía reemplazar con ventaja a la noción científica, iba Frutos jugando una partida desigual, pues él bien sabía que el enemigo dominaba poderoso allí donde era su empeño entrarse a salto de felino.

El rincón de Haedo, que toma su nombre de la «cuchilla» que allí termina, es un punto estratégico que domina la barra del Negro, y en el cual la entrada era peligrosa teniendo a un lado el Uruguay y al otro aquel río con su caudal engrosado por las lluvias.

Varios cauces tortuosos que a éste afluyen configurados por la propia naturaleza del terreno, forman una península caprichosa rodeada de inmensos bosques y espesas frondas, feraz, de un verdor eterno, escogida para engorde de ganados.

Accesible por su garganta, de una anchura de más de una legua, la retirada se hacía imposible cubierta esa especie de gola; y las fuerzas rechazadas a su salida tenían que chocar con las barreras opuestas por uno y otro río, y rendirse o perecer.

Rivera, encomendando al veterano Andrés de Latorre una diversión sobre el general Abreu, que estaba en Mercedes, atravesó el Negro con sigilo, sorprendió las guardias y dispuso lo necesario para el arreo de las «caballadas».

De pronto le anunciaron que una columna enemiga entraba en la península.

Era un encuentro fuera del cálculo y la previsión; la gola se cerraba, y era preciso abrirla aunque lo disputasen los contrarios a razón de tres contra uno.

El coronel Braz Jardim era el que los mandaba en jefe, sumando la columna más de ochocientos combatientes, en su mayor parte dragones aguerridos.

El general Rivera ordenó sus cortos escuadrones, saliole al frente y lo cargó con denuedo.

El choque fue terrible.

A pesar de su resistencia, el coronel Jardim volvió grupas, y acuchillado por la espalda, se arrojó sobre el grueso de sus tropas, que le abrieron camino para romper el fuego.

Quinientos dragones descargaron sus carabinas contra doscientas cincuenta atacantes, de los cuales sólo cayeron algunos; un escuadrón brasileño, acaudillado por un capitán intrépido, quiso penetrar por el flanco como una cuña de hierro, pero el esfuerzo escolló; el sable de Servando Gómez rompió la mole y sus lanceros sembraron el suelo de cadáveres, el jefe de los dragones imperiales fue arrancado entre moharras de la silla y triturado bajo los cascos y el tropel; y envueltos aquellos en la vorágine de esta carga furiosa, emprendieron la fuga dividiéndose en dos grupos, uno con Jardim a la cabeza, que no se detuvo sino allende la frontera, y otro que cruzó a escape el Negro, campos, arroyos, serrezuelas, sin dormir y sin comer, -según la propia versión brasileña,- hasta llegar a la Colonia y refugiarse detrás de sus baterías.

Quedaron sobre el terreno de la acción más de mil armas, gran número de muertos y heridos contándose entre los primeros veinte jefes y oficiales; prisioneros una cantidad mayor que la de los vencedores, y cerca de ocho mil caballos.

El general Rivera, que se había batido con bravura como otras veces, no abandonó los despojos a pesar de la inminencia del peligro que tenía bien cercano en la división de Abreu; salió de aquella especie de remanga, en que lo metiera su extrema osadía sin perder fruto alguno de la victoria, y repasó el Negro con el mismo aliento de fiereza que antes del contraste del Águila.

Su rasgo de intrepidez era, pues, el que se celebraba entre los amigos de los «insurgentes», a raíz de los últimos regocijos de los imperiales.

En vano se había querido ocultar la noticia.

Con motivo de ese suceso, una irritación sorda había cundido en sus filas, circulando voces sobre acciones decisivas y sangrientos desagravios.

Eran las que se comentaban ahora en el misterio, en el seno de la confianza, discutiéndose las iniciativas a emprenderse, las probabilidades, las complicaciones posibles, persuadidos todos, especialmente el señor Berón, de que el nudo de Gordium no habría sido más enrevesado que este lío.

Si alguna duda pudo suscitarse acerca de la veracidad del hecho de armas que se intentaba encubrir por todos los medios, sin excluir los represivos más duros con cualquier pretexto, esa duda se desvaneció al saberse en los días posteriores que se había determinado abrir campaña con poderosos elementos.

Don Carlos se cercioró de esto por boca de Souza, quien le dijo que había sido ascendido a capitán y destinado a uno de los regimientos de la columna de Bentos Manuel.

Como la marcha debería resolverse de un momento a otro, iba a despedirse.

El señor Berón mostrose un tanto conmovido, y estuvo con él más atento que nunca.

Esa tarde, Natalia había descendido del mirador con el mismo aire melancólico de los últimos días.

Revelaba no haber visto nada a lo lejos, ni la sombra de un jinete.

Cuando supo que Souza se marchaba, tuvo un sobresalto, sin darse cuenta del motivo. Su corazón latió con violencia; algo de aturdimiento pasó por su cerebro.

¿Era la presunción de peligros más graves, más fatales, la causa de su zozobra? ¿Existía alguna vinculación entre este hecho aislado de la ida de Souza y la memoria constante del ausente?

No lo sabía ella.

Tampoco don Carlos se explicaba porque él se sentía conmovido.

El capitán traía algo de interés para ella que revelarle. Su señor padre, detenido hacia tiempo a bordo de un buque de guerra, bajaría a tierra el día siguiente, con la ciudad por cárcel.

Por el hecho, quedaba colmado el anhelo filial, pues que ella lo tendría a su lado sin mayores zozobras.

Había sido ésta una gracia especial del barón de la Laguna; en atención a que nada resultaba del proceso seguido contra el señor Robledo, hasta ese momento, que le hiciese pasible de pena, y defiriendo al ruego de su humilde subalterno, a quien lo había correspondido el deber de conducirlo a la plaza a raíz del sangriento episodio ocurrido en su estancia de «Tres ombúes».

La joven le escuchó, con el ánimo en suspenso y húmedos los ojos, en cuyas pupilas reflejábase con la alegría una expresión de hondo reconocimiento.

Souza se sintió muy halagado, al apercibirse de aquella actitud; mostrose cortés como de costumbre, fino y oportuno, confirmando el dicho de don Carlos, de que él sabía aprovechar bien las lecciones de su maestro el general Lecor; escuchó palabras dulces, pidió órdenes, y al ofrecerse miró a Natalia con fijeza, casi con aire de súplica.

La hija de Robledo cogió llena de dignidad la mano que él le tendía, y se la estrechó en silencio.

Don Carlos dijo alguna cosilla -como lo repetía él después,- con un poco de carraspera y atragantándosele más de un vocablo.

En realidad, pareció pasar por una crisis violenta.

Cuando Souza se fue, él puso nervioso sus dos manos en los brazos de la joven, diciendo:

-Todo está bueno, hija: hay que agradecer. Pero, yo sé por dónde viene éste. Marchan mañana, seguramente, y es preciso avisar a los que andan por ahí a riesgo de ser sorprendidos, cuando ellos menos se lo imaginen. ¡Busca, hija, busca!…

-¡Ay, señor! ¿y qué he de buscar, pobre de mí? -exclamó Natalia llena de pesadumbre.

-Sí, tienes razón; pero ahí verás, doncella mía, es necesario inquirir, escudriñar… ¡No hay que hacerle! Es forzoso hallar el medio, porque éstos meditan alguna embestida entre sombras, algún plan diabólico por el que lo arrollen y aplasten todo de aquí a la Florida. Y éste que acaba de salir, muy meloso, untándonos el dedo, ¡como si no supiéramos lo que busca el belitre con más agallas que un dorado! A mí no me la pega. ¿No viste, hija, con qué ojos te miraba? ¡Se le salía la dulcinea por el lacrimal, y el gran socarrón la tenía delante! ¡Nada, esto me tiene crispado ha tiempo, por Cristo!

Así expresándose, descompuesto, casi iracundo, don Carlos abandonó a Natalia lanzándose a su escritorio.

Al cruzar el patio vio una sombra negra, firme e inmóvil con el morrión en la mano, junto a la verja.

El viejo escudriñó, echose el gorro atrás y dijo con aire risueño:

-¡Ah, eres tú, Esteban! Te creía ya fusilado, negrillo. ¡Entra, hombre, entra!

El liberto, pues él era en efecto, obedeció en el acto y penetró en pos de su amo al escritorio.

– XXVI –

Bastante confusa quedó Natalia con lo que Souza acababa de comunicarles; y en esta confusión de su ánimo entraban por mucho la satisfacción y la amargura. Lo relativo a su padre, que hacía meses sufría las consecuencias de un hecho que no le era imputable, constituía, a no dudarlo, un motivo de dicha, obligándola en cierto modo hacia un hombre que ella sabía la quería con una pasión naciente y silenciosa; y la ida de este hombre a campaña para tomar parte activa en la lucha, llenábala de congojas, sólo al pensar que su rivalidad lo arrastrase a ser cruel o inexorable en caso desgraciado con quien ella tanto amaba.

Recién se daba cuenta de sus emociones, así como de la que había experimentado don Carlos en el acto de la despedida. Por lo visto, coincidieron en el mismo presentimiento y fueron presas de la misma angustia. Las generosidades, las acciones caballerescas se explicaban sin esfuerzo cuando todavía no separaba a los dos jóvenes una tendencia personal, inflexible, de suyo egoísta hacia la posesión del mismo objeto; pero ahora, todo se había deslindado y definido, sabía el uno a que atenerse respecto del otro en materia de preferencias; eran enemigos, sin embargo, que iban a encontrarse en el terreno, a embestirse y a aniquilarse en nombre de hondos agravios. El mal sería menos si se tratara de un lance singular en que el éxito se relega al brío y a la pujanza; que en este caso ella envaneciese en la creencia de que «él» no sería herido, sin herir también. Pero, el peligro estaba en la superioridad del número y de las armas de los que dominaban, al punto de que fuera verosímil y hasta posible un desastre de parte de los menos aun cuando fuese muy grande su valor, que el heroísmo -como Souza lo había dicho- más que júbilo casi siempre aparejaba duelos. ¡Oh! Que ellos combatirían como buenos en tanto no los dejase la última esperanza, bien lo sabía, tan recientes y frescas estaban las leyendas de su tierra bañada en sangre, desde el día histórico en que los hijos de sus llanos y sus bosques sacudieron las melenas y se alzó su grito de guerra entre los silbidos del «pampero».