Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Las notas partieron agudas, vibrantes, atropellándose como escalones en la carga a toda brida.

Los dos escuadrones sintieron el toque a retaguardia, y temiendo ser cortados, retrocedieron revueltos sobre la columna.

Pero el toque terrible los perseguía a lo largo de la carretera, lanzado de atrás de los árboles y de las breñas e introduciendo la pavura; y cuando ya los «insurgentes» estaban a punto de caer sobre ellos, el eco de aquel clarín fatídico oyose más cerca, casi ronco, y en pos de su última nota un jinete o un hipogrifo saltó por un portillo la zanja que circuía la «chacra» dando su caballo un brinco gigantesco.

Un grito unánime acogió al recién venido; quien puesto a la encabezada el clarín y sable en mano, acometió la retaguardia enemiga, en cuyas filas se entró con la violencia del toro que se arroja a romper el cerco.

El prisionero, que iba montado en el caballo del paulista caído al pie de la loma, fue separado por la oleada contra la cerca.

En seguida se vio entre los suyos, que emprendían la retirada, desplegando una guerrilla.

Junto al rescatado iba un jinete macizo, de botas de piel de tigre, quien le dijo alegre:

-¡Te cayó la china, hermano!… Todos vinimos a la uña por salvarte; pero lo debés al capitán Mael.

-Ya sé, teniente Cuaró, -respondió el joven lleno de emoción-: a todos les debo mi gratitud… al capitán Velarde un abrazo.

-Aquí está la espada, que yo alcé de entre las matas.

Luis María tomó trémulo su acero, con un gesto de agradecimiento que conmovió al teniente.

-¡Ahí lo tenés al guapo! -exclamó este estrechando la mano que el joven le tendía.

Ismael llegaba al trote, todavía lívido y sudoroso, como si hubiese salido de la faena del «rodeo». Traía su caballo algunas cintas rojizas en la piel, allí donde habían pasado veloces las puntas de los sables en el entrevero.

Las balas seguían silbando. Rehechos los escuadrones, disparaban de lejos.

La columna, temiendo acaso un movimiento envolvente, contramarchaba hacia el recinto al son de las charangas y paso de camino.

Viendo llegar al capitán Velarde, el ex-prisionero le tendió los brazos, y estrechados los dos siguieron el paso de sus cabalgaduras por un momento.

La tropa aclamó al comandante Oribe, a Velarde y a Berón, por cuyo rescate se había puesto a prueba el denuedo de todos.

-¡Por siempre hemos de ser amigos! -dijo Luis María a Ismael.

-Aparcero hasta la muerte -respondió el capitán.

Berón le oprimió con fuerza la mano, añadiendo con entusiasmo:

-Bien me dijo V. allá en al paso del Rey, que ese clarín era un gran compañero; y de esta proeza nunca me he de olvidar. Cuando V. lo hizo sonar yo mismo llegué a creer que un regimiento venía flanqueando al enemigo; los paulistas se sorprendieron, ya no hubo voz de mando que se oyese. Un sargento fue el primero en dar la espalda; los soldados siguieron su ejemplo sobrecogidos por el pánico; y al correr, me envolvieron en el torbellino. Yo estaba aturdido todavía y maltrecho con la caída, allá en la falda; de modo que ni atiné a escapar en medio del desorden. Gracias a V…

Por el pálido rostro de Ismael pasó un estremecimiento.

Luego se sonrió encogiéndose, de hombros, y dijo:

-Hoy churrasqueamos juntos para festejar esto ¿no lo parece?

-¡Sí, con el mayor placer! Será el churrasco que con más gusto haya probado en la campaña junto al valiente compañero.

En ese momento llegaban a la loma, pasando cerca del sitio del primer choque. Allí estaba su caballo muerto, con un grande agujero cerca de la oreja. Los paulistas no habían tenido tiempo de despojarlo de su «apero». Al frente, en el llano, un hombre boca arriba; a pocas varas, otro acostado en el «albardón» con la cabeza entro las manos como si durmiese. Este, a mas de una bala en la clavícula, había recibido una lanzada en el vientre dada por un brazo terrible.

Una de las balas que todavía venían de lejos, rebotó en su cuerpo con un chasquido seco.

Cuaró, que marchaba al paso un poco apartado de Luis María e Ismael, lanzó como flecha una escupida hacia atrás, murmurando:

-El que tiró esa ha de ser tuerto.

Delante de ellos replegábase al trote una pequeña fuerza.

Era la de reserva, que no llegó a entrar en la carga, al mando del comandante Calderón, jefe de la línea.

Los patriotas, que regresaban alegres a su campo, sintieron a su vista un enfriamiento; el efecto que produce la aparición de un ave negra después del combate.

Cuaró alzó la cara, mirando con mucha fijeza el rumbo como mastín que olfatea, y refunfuñó:

-¡Carancho sarnoso!

Formó la tropa sobre la loma, a excepción de la que había quedado de avanzada en guerrilla, y de una pequeña protección.

Las descargas habían cesado.

Los escuadrones paulistas, después de un alto cerca de un antiguo saladero, había seguido el movimiento de la columna dejando partidas de observación casi a tiro de fortaleza.

Debía darse por terminada la faena del día, que ya declinaba sensiblemente.

El cielo se había cubierto de nubes por completo; el sudeste aumentaba en violencia y tendíase una llovizna fría sobre los campos a manera de ceniciento tul.

No existía bosque alguno por aquellas inmediaciones, salvo uno que otro grupo de arbustos ya en deshoje, y dispersos «ombúes» de cabeza calva.

Se acampó en una «tapera» -restos de vieja población incendiada en tiempos de Artigas por los portugueses, según informes de los vecinos,- y a la que habían dado sombra dos de aquellos gigantes de la flora indígena, que junto a ella se elevaban, plantados acaso por su primitivo dueño en los comienzos del siglo.

A falta de otra, recogiose «leña de vaca» para los fogones, aparte de algunos arbustos secos. El «cañadón» corría por el bajo sobre un fondo de cantera, y un agua tan pura como la del mejor manantial.

Saciose allí la sed, y llenáronse las calderas de asa que debían recostarse al fuego para el «mate» de yerba misionera.

Con los juncos, de un pequeño «estero» de allí poco distante, construyéronse sin demora los armazones de los «ranchos» de abrigo; asilos del largo de un hombre cubiertos por el poncho, en cuyo interior, sobre una capa de ramitas verdes de saúco, tendiéronse las prendas del «recado» que servirían de lecho.

Recién en estas faenas la tropa, Luis María, que acababa de recibir las felicitaciones de su jefe, apercibiose ya en el fogón de Ismael que Esteban no se encontraba en el campo.

Como hiciese notar en voz alta esta falta, un soldado se apresuró a decir:

-Ha de estar en la avanzada.

-No -repuso otro con acento de seguridad-. Para mí, cayó prisionero en el camino.

-¿Lo vio V.?

-¡Lo vide! Montaba un lobuno medio potro que rodó en el entrevero, en las encajaduras de carretas. Pudo montar otra vez… Pero los «mamelucos» hicieron rueda y al juir se lo llevaron en el borbollón como guasca lechera, cuando el teniente era apartao por el capitán. Dejó el sombrero, ¡y aquí está!…

El soldado, efectivamente, enseñaba a mas del suyo otro que llevaba colgado sobre el dorso, cogido al cuello por el «barbijo». Era un chambergo negro.

-Es el mismo -observó Luis María-. ¡Pobre Esteban!

-Por saber lo que aquí pasa, lo han de llevar vivo.

-A mas, el negro es de linda pinta -añadió un tercero.

Esta noticia contrarió bastante a Berón en los primeros momentos; pero la sociedad del fogón lo distrajo.

Ismael estuvo más comunicativo que otras veces con él; hizo una excursión al pasado en su estilo conciso; y después de esa expansión, como agriado por las mismas memorias, se recogió grave y huraño, sumiéndose en un silencio profundo.

Así que Luis María se retiró, asaltole de nuevo el recuerdo de Esteban. Esta vez, sin embargo, no fue para aumentar su aflicción.

Llegó a creer que aquella pasajera desgracia, porque tal la consideraba, podía serle de utilidad; siempre que el negro se desempeñase con el ingenio de que había dado pruebas en muchas situaciones delicadas. ¿Quién mejor que él podía servirle de intermediario con su familia? Acaso lo volviesen a su antigua condición de esclavo, bajo otros amos. Pero lo más probable era que lo obligasen al servicio militar como a tantos libertos, dado que había revistado en filas y poseía aptitudes necesarias.

En estas y otras cosas iba pensando, camino de su «rancho», que le había sido hecho por un soldado de Ismael próximo a la loma, cuando una sombra se interpuso y oyó una voz conocida que lo interpelaba, -la voz de su jefe.

La noche había caído oscura, y proseguía más densa la llovizna acompañada del viento recio.

Luis María contestó:

-El mismo, ¡comandante!

-Pues si no lo rinde el sueño, -repuso Oribe- véngase un rato a mi vivac. Hablaremos tranquilos; no hay novedad en el campo… Los «mamelucos» se han ido lejos.

-Seguiré sus pasos, mi jefe.

-La claridad del fogón es buena guía. ¡Vamos derecho, por la falda!

Luis María marchó detrás.

Por un instante sólo se sintió el ruido de sus espadas en las vainas y el trinar de las espuelas. Después, todo quedó en silencio.

– XVIII –

Ya en el vivac, que estaba cerca del cañadón y de una isleta de sauquillos, Luis María notó muchas sombras que se movían por las inmediaciones, y que ora se acercaban al fogón o se alejaban, como vigilando. Cuaró andaba por allí, a pasos lentos, taciturno. Los «tapes» de Ismael en grupo, atizaban el fuego, volvían un asador con medio cordero ensartado, y cebaban «mate». Jefe y ayudante pusiéronse al abrigo bajo un «ranchejo» bastante espacioso para los dos.

Oribe, que conocía bien a la familia del joven patriota, y tenía de éste una idea elevada, solía explayarse con él sobre lo que interesaba a la causa, sintiéndose complacido ante los arranques de su entusiasmo y de su fe. Creía que aquel mozo era de un molde nada común por su carácter, la solidez de su criterio y la abnegación extrema que revelaba en las horas del peligro, y de este concepto partía para estimarle de veras y reposar tranquilo en su lealtad.

Explícase así la razón de aquella carga valerosa que en la tarde se llevó a los paulistas, cuando éstos hicieron a Berón prisionero.

Ahora, el comandante sentía una gran satisfacción; y recordando el episodio, decíale:

-Acaso hubiese V. deseado llegar al recinto aunque fuese en esa condición después de tanto tiempo que no ve a sus padres; pero nosotros no queríamos perder a tan excelente compañero.

-¡Gracias, mi comandante! -contestó Luis María-. Aquel anhelo, por ardiente que sea nunca igualaría al que tengo de contribuir con todo lo que soy al triunfo de nuestra causa.

-¡Ya lo sé!… Hemos de conseguirlo con la ayuda de los que así sienten, y del tiempo… Ya la obra va tomando forma. Seguimos recibiendo elementos de guerra; nuestra venida no podía ser de más provecho.

Sin embargo, una parte del plan ha fracasado.

-¿De qué se trataba, señor?

-De atraernos cierto contingente de tropa, en el que revistan algunos orientales. La imprudencia de un sargento descubrió la trama, sospechada antes sin duda por Lecor, a juzgar por lo ocurrido hoy. La salida de esa columna, su alto en el saladero, sus vacilaciones y su retirada en presencia de nuestro pequeño grupo, indican la desconfianza de sus propias fuerzas.

A pesar del incidente desgraciado de que hablo, está en nuestro interés el seguir fomentando la desmoralización en los cuerpos que defienden el recinto; siquiera sea para que el espíritu de nuestros amigos se levante, cuanto se relaje la disciplina del enemigo, y podamos conservar la superioridad adquirida.

-¿Y es posible hacer eso de un modo práctico?

-Todo consiste en disponer de dinero… Ya lo han dado en Buenos Aires; también algunos en Montevideo, y no sé hasta qué extremo nos sería lícito llegar en exigencias de esta naturaleza. Preciso es, no obstante… sin el dinero no se mueven moles.