Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

-Así es -repuso Berón lentamente, como absorbido por algún cálculo mercantil-. Dinero… Es la fuerza motriz, ¡el secreto de vencer las resistencias sórdidas!

-No ignora V. -prosiguió el jefe- que estamos rodeados de peligros… En este mismo campo, hay de qué sospechar.

-¡Sí, comprendo!

-De ahí que redoblemos la vigilancia. Nuestra causa es como un buque entregado a vientos adversos.

Si el Brasil fuese vencido, habríamos alcanzado el puerto… para embicar enseguida en la anexión.

-Verdad.

-¿Y qué otro remedio?… La misma fuerza de las cosas así lo determina. Ya se está en las preliminares de la formación de una junta de gobierno y de la reunión de una asamblea que declare la independencia de la provincia y su incorporación a las del antiguo virreinato… La autonomía completa sin recatos ni compromisos, el país solo y libre, tal como lo soñamos los que mantenemos la lucha, es una ilusión hermosa que se desvanece a poco de medir el alcance de nuestro esfuerzo.

-Cierto, también pero quién sabe, comandante, si al fin de ésta que parece muy larga jornada, resulta que ninguno de los poderes rivales se quede con el cardo…

-Cardo es, y muy espinoso en efecto -replicó riéndose Oribe-. En este caso quedaríamos únicos dueños del terrón. ¿Quién podría negarnos ese derecho, después de regarlo una vez más con nuestra sangre? Pero no podemos saber lo que ha de ocurrir en definitiva… Tenemos por delante un campo que ha de sembrarse primero de combates, acaso de catástrofes; ¡nadie puede adivinarlo! Por el momento, nos preocupan las cosas pequeñas… esas que acompañan siempre a las grandes y las traban, sin que lo evite el más previsor.

-Piedras en el camino… La mano militar puede disminuir sus efectos, comandante.

-Se ha de hacer sentir cada vez que sea oportuno. La fuerza tiene su razón respetable cuando está al servicio del derecho. Estas rosas pequeñas a que me refiero tendrán su término…

-¡Lo creo, señor!

Y luego, como luchando con una preocupación dura y tenaz de su espíritu, Luis María, siguió diciendo en voz suave, pero llena de unción:

-El país solo y libre… ¿Quimera?… No hay duda que por ahora es un problema el de la independencia absoluta. Somos pocos y pobres; esos pocos, desangrados… ¡Pero cuántos sacrificios! Bien valían ellos una autonomía completa.

El país pequeño, población reducida, rivales poderosos que se lo disputan; todo eso es cierto. Sin embargo, mañana… Vea V., mi comandante. ¿hay aquí grandes riquezas inexplotadas, aparte del pastoreo y de otras industrias, que darían envidia a los más fuertes el día que salieran a la superficie?

¿No hay pasión por la tierra, lujo de valor y de heroísmo; no hay conciencia de lo que se anhela de un modo constante?… Yo he soñado alguna vez que esas riquezas eran descubiertas, que el país se henchía de vida, y que venían de otros lejanos a sus puertos numerosas gentes, que se esparcían luego a la orilla de sus ríos sin semejantes, sembrándola de ciudades orgullosas. Y veía en sus campos feraces, llenos de luz y de verdor eterno, treinta millones de toros; en sus canales escuadras enteras con todas las banderas del mundo; un mar de espigas y de viñas en sus vegas; emporio de comercio en sus playas admirables; solidaridad nacional, leyes justas, historia gloriosa, culto por los mártires y los héroes… Era mi sueño, no se ría V.; un sueño acaso de niño, la ilusión enardecida al calor de la sangre, exagerada por la fiebre de los grandes y queridos amores. ¡Yo bien sé que es sueño! Me halaga, por eso vive en mi memoria… Cuando V. me habló de cosas pequeñas; de esas ambiciones personales que se agitan, de esas felonías que se traman entre algunos que aceptan la lucha como un medio de primar, no pudiendo conjurarla o deprimirla por completo, he vuelto a la realidad y pensado en un porvenir de aventuras.

-Si todo lo que V. ha dicho es hermoso; ¡pero nada más! El encanto se desvanece con sólo pensar en lo incierto de nuestro destino. Y si del presente seguimos hablando, si concretamos hechos convendrá V. en que estamos muy lejos de ese ensueño patriótico. Parte de nuestros elementos responde a medias…

-Me consta, comandante. El brigadier Rivera ha tomado a pecho el papel que le obligan a desempeñar, seguirá en el movimiento mientras abrigue la esperanza del predominio por la jerarquía, y se saldrá de él cuando así se lo aconseje su interés. Está eso en su índole y en sus hábitos: será héroe si así lo quiere, o «matrero» taimado si se encona. Calderón conspira, aquí en este mismo campo sus dragones preparan cazoletas…

-No han de dar chispas las piedras -repuso Oribe con acento tranquilo-. Tenemos que esperar, un poco, horas tal vez. Pero… ¡estas son las cosas pequeñas! Para fortalecer la acción, se va a constituir un gobierno.

-Como se proyectó en tiempo de Artigas.

-Se va a elegir una asamblea, que designará delegados al congreso.

-La fórmula de Artigas, que fue repudiada.

-¿Qué quiere V. significar con eso?

-Que los medios son únicos y se repiten y que ahora se piensa como entonces por la ley de la necesidad. ¿Darán al presente mejores resultados? Nosotros los aceptaremos en nombre de la causa. Otros, quizás no…

-Es posible. ¡Habrá entonces que imponerse, para la suprema salvación!

En tanto así hablaban, la noche hacía camino. A altas horas la llovizna empezó a ceder y a aclararse un poco el cielo. Lucían algunas estrellas.

Luis María, que necesitaba de reposo, se despidió de su jefe, diciéndolo al irse:

-Voy a escribir a mi padre, apenas venga el día.

Aquel le oprimió en silencio la mano.

Berón se fue a su vivac.

Una vez a cubierto, descalzose las espuelas y se acostó vestido, echándose encima el «poncho» de paño.

No pudo dormir bien. Tenía dolorida una parte del cuerpo, la que sufrió el peso del caballo en la caída en la loma. Una especie de sopor invadió su cerebro durante largo rato; y aquello que no era vela ni sueño, reparó poco sus fuerzas, agitándolo en febriles pensamientos.

Divagó horas enteras su mente sobre temas confusos, en los que se entremezclaban los recuerdos de familia, el nombre de Natalia balbuceado varias veces por sus labios, la idea, de la fortuna que él nunca había acariciado con ardor en sus tristezas, unido al amor de la causa; los mirajes extraños de un presente lleno de peligros y de un porvenir preñado de tormentas. Sus pasiones cerebrales de consuno con el malestar físico lo hicieron sufrir, al punto de obligarle a abandonar el duro lecho antes del alba.

Arregló sus ropas ligeramente, fuese al cañadón, donde se lavó de un modo minucioso, y después de esto se sintió bien, despejado, ágil, dispuesto a los fuertes ejercicios de costumbre.

Volviose a su «rancho»; y allí tendido boca abajo, se puso a escribir, cuando ya se anunciaba serena la mañana.

Una carta era para sus padres; otra para Nata.

En la primera, tuvo el pulso firme, seguro; en la segunda, trémulo. Los afectos del hogar hablaron sin reservas; el amor, con miedo. ¡Qué lenguaje, sin embargo, lleno de sinceridad y de ternura!

Releyó, enmendó, volvió a escribir con una pluma oxidada que cogía a cada instante pelos; con una tinta resuelta en su frasquillo por el continuo vaivén del tubo de metal que lo encerraba; y en un papel tosco, moreno, como fabricado con corteza de «molle», y con tantas arrugas que parecía piel reseca de cabritillo.

Al fin concluyó; la encontró aceptable, doblola con cuidado y le puso cubierta, encerrándola luego bajo la de la otra, y después en el bolsillo más oculto de su casaquilla.

Sentía un grande alivio. Sus padres, Nata, sabrían de él. Tenía derecho a una contestación más pronta que antes, ahora que las distancias se habían acortado y que la comunicación era más fácil con el empleo de medios ingeniosos.

¡Cuánto anhelaba una respuesta! ¡Oh! su madre, que era tan buena, no podía haberlo olvidado; debía amarlo como en otro tiempo, cuando a la menor dolencia acudía solícita y le curaba con sus besos más que con las drogas, haciéndole creer que eran así todos los amores -acendrados, profundos, perdurables…

– XIX –

Salía, con ánimo de aproximarse al fogón de Ismael, cuando el teniente Cuaró se presentó a caballo, y sin apearse, díjole:

-Te convido a venir conmigo a visitar las guardias… Por allá tomaremos «mate». Puede ser que al pasito y a lo zorrino, entreveraos con los ñanduces nos pongamos a tiro de pistola de los muros para bichear. ¿No te gusta, hermano?…

-Sí me agrada, teniente. Pero antes tengo que ir a recibir, órdenes del jefe.

-No tenés que hacerlo. Él acaba de montar, y no sé donde va. Me dijo que te convidase a vigilar las avanzadas.

-¡Entonces, vamos!

Montó a caballo al momento, y partieron.

Ya fuera de vivacs, pasaron lejos el cañadón en una de sus curvas hacia el este, traspusieron un pequeño llano y una «cuchilla» y bajaron al trote a la planicie arenosa en donde brotan diversos manantiales que dan alimento a un estero lleno de cortaderas y totoras.

El sol se levantaba algunas líneas sobre el horizonte bañándolos de frente con una luz sin ardor que arrancaba reflejos pálidos a las infinitas gotas de la llovizna de la noche, colgantes de los cardos y de las «chilcas». En el campo, muy herboso, veíase dispersa una «caballada» de la tropa; más lejos dos o tres carretones con sus pértigos en tierra; y junto a ellos otras tantas mujeres que atizaban fuegos hechos con troncos de un saúco; a la izquierda un «rancho» sobre una aspereza del terreno, en plano inclinado, como enorme terrón que parecía desplomarse al valle; al lado opuesto, un corral de palos a pique unidos; detrás de una sucesión de lomas, la línea azulada del «mar dulce» donde busca su confluencia con el océano.

Los dos jinetes, sin salir del trote, llegaron pronto hasta el sitio de los carretones.

Notando Luis María qua uno era de víveres, echó recién de menos su bolsica con monedas, que los «mamelucos» le habían arrebatado en los cortos instantes que estuvo prisionero.

Pero Cuaró le dijo que no se diese cuidado por eso.

Una de aquellas mujeres vestía de «bombacha» gris y «poncho» de paño burdo, un sombrero de paja gruesa con barboquejo, bajo el cual se alcanzaba a ver un pañuelo a cuadros amarillos y rojos con que ceñía bien al casco la cabellera. Estaba descalza, y eran sus pies pequeños, regordetes y duros poco sensibles a la escarcha y a las breñas, a juzgar por la rapidez con que iba y venía transportando leña.

Otra llevaba chiripá a listas, perfectamente aliñado, medias de lana cruda y encima botas de piel de puma con su pelaje dorado. Una blusa larga le resguardaba el tronco, plegada por un cinturón de soldado de cuero negro con hebilla de bronce, a más de un vichará a bandas blanquinegras cruzado por el hombro, y cuyos extremos ceñía un «tiento» sobre la cadera izquierda.

El cabello formábale fleco muy negro sobre la frente y sienes, aumentando su largo en gradación hasta la nuca, donde caía lacio, abundoso y brillante como el de un mocetón cambujo. Sin duda había sido cortado a cuchillo y sin ningún esmero, pues uno que otro mechón le caía largo, ya sobre la mejilla redonda y carnuda, ya más abajo de la oreja chica y muy plegada al cráneo. Un sombrero de panza de burro, colgado a la espalda por el barboquejo puesto a modo de collar, y un pañuelo de algodón cruzado a la garganta, completaban la vestimenta de esta bizarra moza, que no cifraba en los veinticinco años.

Tenía los ojos color del pelo, las caderas amplias, las manos cortas, macizos los brazos, la boca de labios hinchados y encendidos, un lunar oscuro en la barba, el aire desenvuelto y atrevido.

Veíasele detrás de la oreja un medio cigarro de hoja de Bahía, a manera de cañoncito en su cureña, y en el pliegue del pañuelo dos flores de junquillo de una fragancia sutil y capitosa.