Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Estuvo en todo discreto, y para terminar añadió:

-En la casa de los amos el tiempo todo es poco para acordarse de su mercé.

Esa última frase puso a Luis María cabizbajo, abstraído. Gran tropel de pensamientos mezclados a sensaciones íntimas se agolparon sin duda alguna a su cerebro, sustrayéndolo por largos instantes a los ecos de afuera.

Siguió su marcha como enclavado en la montura.

La noche vino con un cielo oscuro; cerró por completo; transcurrió el tiempo y el paso de la columna era el mismo, con pequeñas treguas.

Por dos veces se detuvo a altas horas; en una de ellas contramarchó, hizo un zig-zag en un terreno de asperezas y luego los cascos de los caballos resonaron en un suelo duro de carretera.

-Camino al Durazno -dijo Ismael.

Luis María le oyó, y repuso:

-Entonces vamos sobre el rastro del enemigo.

– XXX –

Íbase en efecto por el camino real al paso del Durazno, en medio del cual, a cierta hora, se mandó hacer alto y echar pie a tierra.

Luis María e Ismael supieron entonces por Cuaró, incorporado recién, después de repetidos viajes, que Lavalleja venía a marchas forzadas desde La Cruz, y que había ordenado a Oribe lo esperase en la carretera, precisamente a esas horas. No debía demorar sino momentos, porque él lo acababa de dejar a corta distancia.

Bentos Gonzalves bajaba hacia el Yi con su columna en busca de Bentos Manuel, que a su vez iba a su encuentro, tras una marcha hábil y rapidísima.

De este modo en contadas horas estarían a la vista, unidos y fuertes y bien previsto este hecho, se había dado orden al brigadier Rivera para que, abandonando la posición que ocupaba en la zona de Mercedes, viniese a situarse con su división en la noche en las vertientes del arroyo Sarandí, sitio escogido para la conjunción de todas las fuerzas revolucionarias.

Inmóviles a un costado del camino, Luis María, que acababa de cumplir una orden, dijo a su jefe:

-Por lo visto, comandante, se trata de librar mañana un combate de caballería contra caballería.

-Un combate, exactamente -contestó Oribe- como en Junin, el combate silencioso. En Junin sólo lucharon caballerías; la batalla, en riguroso tecnicismo, requiere la acción de las tres armas, y ni en Junin sucedió eso, ni sucederá, hoy por hoy, entre nosotros mientras no dispongamos de infantería y artillería. Sin embargo, en mi opinión hay combates que valen más que batallas por sus efectos; y si se libra el que anhelamos, los resultados serán los mismos dadas las condiciones actuales de la lucha. El número de combatientes de una y otra parte, será el que en Junin, más o menos.

-De todos modos, el general Lecor ha conseguido su deseo de que sean elementos similares, como él los cree, los que vengan con nosotros al choque.

-Eso opinó él al principio de la lucha; pero ahora su manera de ver las cosas era distinta, y aprestaba infantería y caballería para robustecer a Ribeiro. Según parece, contra los buenos consejos del cauto portugués, éste jefe ha partido de extramuros inopinadamente en su impaciencia de ganar el lauro.

Respecto al día de mañana, acaso fuese el del combate. Algunos vecinos me han informado que Ribeiro, a su paso, llegó a decir que siendo el de mañana 12 de octubre, aniversario de su emperador don Pedro, ansiaba llegar a las manos con «os revoltosos».

-¡Cuanto antes mejor!

-Veremos.

Luego, Oribe se apartó del sitio sin más compañía que el clarín de órdenes.

A los pocos momentos circuló la voz de la llegada de Lavalleja e inmediatamente se emprendió la marcha hacia el arroyo de Sarandí punto designado para la reunión con las fuerzas del coronel Rivera.

Esa marcha fue dura. Cuando se hizo alto al amanecer en la vertiente misma de Sarandí, donde ya se encontraban aquellas fuerzas, las descubiertas anunciaron la aproximación del enemigo, que venía en dirección al punto escogido y se hallaba apenas a una legua de distancia.

Se mandó entonces cambiar caballos y poner las divisiones en orden de pelea.

En medio de esta agitación, precursora del combate tan ansiado, Esteban, apartado un tanto de la línea y al caer a un bajo al trote, dio con los carretones del convoy, que se habían estacionado en la ladera.

Al contrario de los demás, Jacinta había desenganchado sus dos caballos del vehículo, que era bastante liviano, y aderezado bien uno de ellos, que tenía sujeto del cabestro a una rueda.

Jacinta estaba junto a un fogón que acababa de encender, y en el que, con la destreza y diligencia que le eran peculiares, calentaba el agua para el «mate» y asaba un pedazo de carne de novillo.

En rededor del vehículo veíanse una porción de botellas y botijos vacíos, pequeños cajones destrozados y otros desechos de vivac.

Jacinta había dado salida a todos sus artículos de comercio ambulante, al menor precio, para sentirse ágil y pronta a las consecuencias.

En cuanto vio a Esteban, le dijo:

-¡Ni llamao con corneta! Aquí tiene una mitad de «churrasco» para su oficial, y le pido se lo lleve porque ha de precisar de juerzas hoy más que nunca… Digale que yo se lo asé.

¡Y V. sírvase de un mate, si gusta!

-¡Gracias! Ya tocan a formar y falta tiempo -contestó el liberto, desmontándose con rapidez.- No venía más que a un encargo de mi señor, doña Jacinta. Él me dijo que le estaba a V. muy agradecido por tanta voluntad en servirlo, pero que no era regular que no la ayudase cuando podía; y que pudiéndolo hacer ahora, fuese V. servida de aceptar esto, nada más que para reponer en el carretón lo mucho consumido por su mercé en la campaña desde que comenzó el sitio.

Y el liberto, con muy buen modo, le alargó un pañuelo en que estaban atadas las monedas que Luis María le había destinado.

La criolla se encogió de hombros, con un gesto de soberbia.

-¡Güeno, aura así que está lindo! -exclamó.- ¿Para qué preciso yo eso? Cuando doy por puro gusto, me chafan, y cuando vendo por ganancia, me pijotean. ¡Guárdese eso, no más! Y dígale a su señor que le agradezco, pero que yo no soy Agapita, que se muere por una amarilla, aunque venga del mesmo Calderón.

-No se resienta, doña Jacinta, que nunca ha sido intención de mi señor ofenderla ni en la punta de un pelo.

-No me salga, con quiebros, que asina ha de ser para pior. Jacinta Lunarejo es de otra laya a la que se piensa; no es animal de cáscara como otros para no dolerse cuando la hincan con una espina. Y vaya mirando que la gente se forma y apronta, y que allá en el otro campo se mueven como hormigas.

-¡Ya veo! Pero…

-No hay pero que más valga, ni breva madura. Tome el «churrasco» que le dije a que lo coma calientito todavía, sazonao en ceniza… Aura váyase, sin cirimonia, con su plata y todo, que yo tengo también que levantar estos trastes para dirme en ese mancarrón.

-Bueno, me voy -dijo Esteban montando.- A la fija no ha de tardar mucho que toquen a degüello. La gente está que arde por echarse encima de los «mamelucos».

Y guardándose en el cinto el pañuelo anudado que rechazase con tanta obstinación y enojo la criolla, se afirmó en los estribos, añadiendo:

-Ahí se acerca a esta loma la reserva, con los húsares. Ya a la izquierda de la línea han formado los dragones del brigadier Rivera, al centro la división de mi jefe… A la derecha se tiende en ala el comandante Zufriategui. ¡Lindo va a estar el baile! Adiós, doña Jacinta.

-¡Que Dios lo ayude!

Esteban picó espuelas.

La mañana abría esplendorosa.

En ese momento Lavalleja recorría las filas arengando las tropas; un gran murmullo se sentía de extremo a extremo de la línea alternando por vítores ruidosos; y delante, en el llano extenso, como a veinticinco cuadras, veíase mover otra línea oscura de dos mil cuatrocientos jinetes enemigos que a su vez alzaban las carabinas por arriba de sus cabezas entre aclamaciones repetidas al imperio y a don Pedro de Braganza.

El arroyo culebreaba al flanco y se escondía en las colinas hasta perderse en el Yi. Los campos que formaban la zona cubierta no podían ser más a propósito para la maniobra de los regimientos, de fáciles declives y valles sin tropiezos, nutridos de verdes y blandas hierbas.

La atmósfera apetecía límpida y serena, y por ella corría sonora y sin descanso la nota del clarín, como un grito prolongado de guerra que sólo debiera terminar con la batalla.

– XXXI –

Los orientales tenían una pequeña pieza de montaña de calibre de a cuatro, que arrastraban por delante con mucho garbo, y con la cual el teniente que la mandaba, con un servicio de tres hombres y municiones para diez disparos, se prometía ganar algunas ventajas a pesar de la opinión de Lavalleja, que decía con grande risa burlona:

-¡Con esa araña de mucho trasero, sólo se asusta a un pulgón!

La pieza rodaba, en efecto, a manera de arácnido que teme el encuentro del alacrán, y merced al esfuerzo paciente de una yunta híbrida compuesta de una mula flaca y un padrillo caballar criollo dejado de mano por inservible.

El teniente iba muy tieso y grave en su bayo de oreja partida y cola anudada, y sus tres subalternos en caballos rabones.

Sobre la mula, un tanto espantadiza, jineteaba un cambujo de chambergo, al que le faltaba la mitad del ala.

Así que la línea hizo alto frente al enemigo, el pequeño cañón fue situado en una loma suave que se alzaba a un flanco del centro y el teniente, apeándose diligente, se puso a tomar la puntería de un modo concienzudo.

Los brasileños ya habían mudado caballos y ratificaban su línea en medio de entusiastas vivas al emperador.

Bizarro era el aspecto que sus tropas presentaban en la espaciosa falda de una hermosa colina, destacándose diversos cuerpos por su formación correcta, especialmente el regimiento de dragones de río Pardo.

El cañoncico dio una especie de ronquido de puma, y el proyectil pasó gruñendo por el hueco que separaba el centro enemigo de su derecha; picó junto a los escuadrones de reserva levantando en forma de abanico la tierra negra con una orla de briznas, y fue a rebotar en la cresta de la «cuchilla» a retaguardia.

Un clamor súbito se sucedió al pasaje de la bala.

El teniente volvió a calcular la trayectoria del segundo proyectil muy abierto de piernas detrás de la pieza, con el sombrero echado a la nuca y el cigarro en la boca.

Y estando en esta actitud, Ladislao Luna, que hacia con su escalón cabeza de la izquierda oriental, le gritó:

-¡Tené guarda, hermano, que el cañón no ronque por atrás!

Los jinetes rieron con estrépito.

El cabo acercó cuadrado la mecha ardiendo al oído, y a la detonación siguiose un salto de retroceso de la «araña».

La bala partió con sordo zumbido.

Este nuevo proyectil no dio tampoco en el blanco, aun cuando había sido mejor encaminado.

De la línea brasileña llegó en respuesta un segundo clamor, y de la oriental surgió de regimiento en regimiento como un coro indefinible de insectos gruñones, en que primaba la nota del alborozo.

El escobillón volvió por tercera vez a frotar el ánima en manos del fornido cambujo; el teniente a tomar el punto, imperturbable; y el cabo a soplar la mecha para arrimarla enseguida al ojo de la pieza.

El proyectil de esta vez produjo un ruido estridente, algo semejante a un silbido de viento huracanado: y cayendo casi encima de la línea del centro enemigo, estalló entre una nube de polvo, derribando dos caballos con sus jinetes.

Era un tarro de metralla.

En ese instante, Lavalleja recorría las filas y dirigía una fogosa arenga a sus escuadrones en batalla; de modo que este detalle emocionante unido al episodio ocurrido, originó en la masa de combatientes una explosión estruendosa de entusiasmo y de coraje.