Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

La diversidad de tipos guardaba así armonía con la de las armas. Prueba de que había sido una espontaneidad impetuosa la que había producido aquel acercamiento y aquella unión, que debía aumentar su fuerza a medida qua se fueran abriendo las válvulas a los instintos propulsores en el mismo médium nativo. El aroma de la tierra, que había adobado las fibras, debía ponerlas en vibración. De allí se percibía ya el ambiente, que incendiaba la sangre, y todo dolor pasado era espuela punzadora.

Para muchos de ellos ¿qué concepción podía ser la de la patria? ¡Difícil explicarlo! Al mirar hacia la ribera oriental parecía que algo entreveían en las sombras con los ojos de alma, Acaso el pago; el pago era la patria. La patria en pequeño con su terrón conocido con su fragmento de cielo, con sus horizontes visibles, con su arroyo fecundante, con sus lomas pintorescas, con sus bosques solitarios. Algunas viviendas primitivas construidas con el tronco, el lodo y la masiega, dispersas como asilos de una hora de razas vagabundas; el potro recorriendo el llano con la crin revuelta, el «ñandú» con el alón tendido en la ladera, el «carancho» junto a la blanca osamenta, el jinete errante hiriendo el aire con el ruido de sus espuelas o con los ecos de una trova de «enramada»: ese era el pago.

¡Bien podían ellos estarlo contemplando, como un miraje esbozado en sus cerebros!

Los espíritus elevados, que eran los menos, iban más allá de esos horizontes…

Por eso, en la hora de que hablamos, aquellos hombres, los que mandaban y obedecían, formaban una sola familia sin más afectos que un ideal común; todos aspiraban al mismo fin; las necesidades, los apetitos, los groseros sensualismos de la existencia ordinaria, ni asomaban como efervescencias del grupo, entidad compleja de heroísmos, no era más que para dar mayor encanto a la idea del sacrificio.

Limpiaron las armas con cariño, hasta verlas relucir, prepararon los cartuchos de carabina en paquetes que envolvieron en pañuelos, e hicieron líos con el resto para cargarlos a modo de mochilas con los abrigos y «recados».

Con reses transportadas hasta allí desde la costa, ocultos en la espesura, celebraron su última cena, condimentada con la salsa de su denuedo; y se dispusieron a marchar.

En esa noche brillaban pocas estrellas; había murmullo en las playas y un ligero viento zumbaba entre los sauces. En la orilla oriental ardía una hoguera.

Al narrar estos detalles, no faltó entonces quien dijese que en este punto las cosas, del fondo de la isleta, acaso de algún «camalote» detenido en los recodos de la costa, llegó de pronto un bramido de un tigre hambriento, que tal vez alumbraba con sus fosfóricas pupilas el rastro de la presa; a cuyo bramido respondió uno riendo:

-¡Ya vamos!

Como si ésta hubiese sido una voz de mando, todos empezaron a moverse en las sombras con el menor ruido posible.

Minutos después, bajaban en grupo a la pequeña playa, siempre en silencio, apenas interrumpido por el roce de los sables, los acentos bajos de prevención, y los ludimientos secos de culatas.

Las «chalanas» se encontraban en el centro de una como herradura formada por la vegetación de las orillas, casi rozando con sus fondos la arena.

Cada uno de los expedicionarios llevaba consigo arreo doble.

El embarque se hizo rápidamente, entrándose los hombres al agua hasta media pierna, sin desorden, dividiéndose el grupo en partes iguales.

Las «chalanas» largaron. El viento favorable empezó a empujarlas con fuerza.

Al frente, en el enorme cauce, no se veía luz alguna, a no ser una que otra pateada arista, reflejo del pálido fulgor de las alturas; las riberas aparecían como grandes manchas negras formadas por el hueco de los barrancos y una cresta de árboles hirsutos que servían de agreste festín a sus bordes enhiestos tajados a pique.

Allá muy lejos, un resplandor, quizás el del incendio de maleza en algún islote anegadizo, dibujaba en el horizonte una luna color sangre que pareciera surgir recién abriéndose paso entre doseles de crespón.

Del suelo nativo no llegaba ningún eco.

Pero cerca de la playa, la hoguera seguía ardiendo. Era un fuego de escasas proporciones, aunque muy visible, que de vez en cuando mostraba sus lengüetas por encima de su disco de brasas, semejante, a distancia, a una enorme «alúa» posada en lo hondo de la selva.

En el grupo que navegaba delante, varios hombres hablaban en voz muy baja.

-Será una guardia -decía uno extendiendo la mano hacia las fogatas-. ¡Vamos a estrecharnos pronto!

-A la fija nos esperan con la tercerola al brazo -agregaba otra voz ronca y enérgica-. Han cenado de lo ajeno, y quieren enlucernarnos antes que pisemos tierra.

-La «fariña» habrá andado en los bocados -murmuró un tercero-. Estos tiñosos se cuidan bien, por miedo, de hacer cueros de epidemia.

Oyose cerca una nueva voz, que decía:

-No, compañeros. Esa fogata que parece luminaria de brujas la ha encendido un amigo. Los hermanos Ruiz viven ahí, junto a la costa. Anoche estuvieron con ellos el comandante Oribe y el capitán Manuel, viendo que Gómez no contestaba a las señales, ni podía haberlas contestado, porque ha días lo corrieron, haciéndolo pasar a Entre-Ríos. La cruzada debió ser el 7, y hoy estamos a 19. Los Ruiz quedaron en que harían fogón como aviso. Vamos derecho a desmontar de éste redomón bufador.

-¡Ahora caigo, caneja. Bien haiga el bicho de luz!

-¡A ver si se callan! -dijo alguien con tono de mando.

Los murmullos cesaron de súbito.

También se iba extinguiendo la llamarada y amenguándose el foco rojizo, como si una mano apartase sus ascuas o las recubriera de arena. Destacábase en las tinieblas una gran mancha más negra, en plano bajo, que era el monte enmarañado, difuso, torciéndose en espiral o ensanchándose en el llano con todo el vigor de la savia comprimida. Este cancel inmenso llegó a ocultar por completo la hoguera, se navegaba en la zona tenebrosa, casi rasando la base del barranco, y como el viento soplaba leve en esos momentos, se hacía uso del remo.

Los murmullos recomenzaron.

-Allá en el largo, veo una lucecita que se me hace un farol – susurró uno al oído de otro, señalando hacia adelante.

-No le des a la «sin hueso» -dijo el compañero-. Parece que andan muchas lanchas en el río jugando a la que menos ha de topar, como los becerros en el bajo cuando hay un toro cerca. Por atrás se columna la otra parejita a un ojo de lechuza.

El que primero había hablado volvió la cabeza, y alcanzó, a percibir en el fondo del cauce, fija, y siniestra, una luz amarillosa.

Era de temer una andanada de cañón de crujía.

-A la cuenta es otra barca cargada de «mamelucos». Lindo sería aguantarla aquí al reparo de los «sarandíes».

En ese instante, los remos dejaron de hundirse en el agua y las «chalanas» siguieron su marcha lenta, empujadas apenas por ráfagas tardías.

Las claridades lejanas, pero sospechosas que se distinguían a proa y a popa, concluyeron por desaparecer entro el laberinto ramoso de las costas, cuyas entradas y recodos sin duda se inspeccionaban. A intervalos, volvían a relucir, distantes, a modo de luciérnagas sin rumbo abatiéndose sobre el haz de las aguas dormidas.

Eran altas horas, cuando las proas, surcando la canal enderezaron hacia una ensenada que hacía más tenebroso el bosque de «talas» y de «molles», desplegado en su fondo como una gruesa columna en batalla.

Esa ensenada, a cuyo flanco desliza su hilo de agua un humilde tributario, forma una curva sensible rematada en dos ligeros recodos, y da acceso hasta la orilla sólo a embarcaciones pequeñas. La corriente deriva hacia esa costa cuyos veriles ha ahondado en su base empujando los residuos, a una playa hermosa cubierta de densas arenas donde la planta se hunde y asoma su enriscada «roseta» la espina de la cruz.

En este sitio del Arenal grande, arriaron vela las «chalanas» y tomaron tierra los invasores.

Apartados aquéllas de la ribera por el peligro de tumbarse o varar en las dunas, el desembarco fue penoso, con el agua a la cintura, en cuya diligencia los marineros y los mismos patrones con sus cuerpos semi-hundidos en el río, sirvieron de jalones por largo rato al tránsito de las armas y monturas.

Diseñábanse en el cielo, detrás de las altas colinas verdes que rodean en anfiteatro el cúmulo de arenas, los primeros albores del día 19.

Sábese ya que no debió ser éste el del desembarco, sino el 7 del mismo mes. El patriota Tomás Gómez, de acuerdo con sus amigos de causa, y comprometido a tener dispuestos los elementos de movilidad necesarios para montar el contingente en la fecha indicada, cumplió, esperando a aquél con un número caballos que mantuvo ocultos en las islas. Pero, el tiempo pasó en angustiosa incertidumbre. Los brasileños, ya inquietos ante ciertos movimientos inusitados, hicieron recaer sus sospechas sobre Gómez y ordenaron perseguirle. El patriota viose entonces obligado a abandonarlo todo, y atravesando el Uruguay, buscó refugio en la Argentina.

De esta manera al pisar el suelo nativo, los invasores hallaron condenados a una inacción que podía serles fatal. Ninguno, a pesar de tan grande contrariedad, manifestó su disgusto. Y bien debió esperarse que murmuraran, pues que llevaban largos días de privaciones y sufrimientos. Los cuerpos estaban postrados; esfuerzos sin descanso, noches de insomnio, alimentación deficiente, vigilancia continua por una parte, y por otra la sucesión de emociones violentas que en lo moral coincidían con la faena sin tregua del músculo, eran causas sobradas para predisponer los espíritus al desaliento. No sucedió así. En el grupo taciturno algún vínculo de tracción aferraba las voluntades, porque todos se movían de consuno y obedecían sin réplica. Todavía en las tinieblas, amontonados, con la amenaza allí, de donde venían, con el peligro inminente en el terreno que pisaban, desmontados en tierra de centauros, solos en su pasión ardiente, parecía, sin embargo, circular entre ellos como un aura de entusiasmo viril que ahogaba en sus gargantas el descontento. Se habría dicho con razón que la madre tierra devolvíales las fuerzas como al titán de la ficción.

Subíanse en color las rosas del oriente orladas de escarlata, y difundíase una suave claridad en el llano arenoso, cuando se alzó una voz enérgica mandando formar.

Había premura en apartárse de allí y poner la selva por medio. Después se atendería a los medios de movilidad.

Un pequeño grupo de vecinos del pago presenciaba la escena desde el pie de la colina, dominando con sus miradas el arenal por un abra extensa del bosque.

Estrechose fila en el acto, terciadas así carabinas y desnudos los aceros.

Pasose lista con rapidez.

Eran treinta tres hombres de jefe a soldado.

Lavalleja recorrió la fila con el sable en la diestra, y en izquierda desplegada una bandera que tenía en su centro una inscripción de grandes caracteres.

¿Qué lema era aquél?

En el escudo primitivo de campo blanco, con un sol arriba y debajo un brazo robusto sosteniendo una balanza símbolo de la justicia, se leía este mote: con libertad, ni ofendo ni temo.

En la bandera de tres fajas: blanca, azul y roja, emblema esta última de la sangre vertida, la inscripción consagraba el mote o leyenda del escudo: era la suprema aspiración de Artigas, allí estampada con signos perdurables.

Bajo el sol brillante, que bañara de intensa vida el desierto y al soplo del «pampero» que henchía la soledad de rumores, en otro tiempo habían germinado y crecido los instintos al igual de los cardos espinosos; el amor de la tierra enroscó sus raíces absorbentes en el corazón, bravío, la pasión del valor endureció el nervio en las crudezas de la vida semi-salvaje; y la voluntad del más fuerte, el carácter más tenaz y vigoroso, fue el prestigio de todas las voluntades, fue el tipo de todos los caracteres dominando con su acción y el encanto del éxito aquel conjunto de instintos y de pasiones, capaces de impulsar los ideales de la clase culta hacia el triunfo de señalados destinos, una vez que se expandieran soberbios en la vasta escena del drama revolucionario.