Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Así cavilando entre las excitaciones nerviosas de la marcha nocturna, alzábase ante su vista a pocos pasos el bulto de su jefe, que trotaba firme, silencioso, envuelto en las tinieblas como insensible a la fatiga y al sueño. Este era uno de los que había traspuesto el río y despedido las naves al volver a pisar el suelo nativo.

Venían de lejos en busca de la tierra, del agua y del fuego sin cálculos ni miedos, ellos que fueron siempre los valientes en la derrota y en la victoria, porque siempre pelearon uno contra veinte sin pedir tregua ni perdón. Dignos de mandar y de ser obedecidos, ¿qué eran los sacrificios de los jóvenes a la sombra de su heroísmo, consagrado por la tradición oral y el amor de la raza oprimida?

Apenas un eco débil en el grande esfuerzo anónimo…

Y al observar a su jefe erguido, avanzando en línea recta, como si fuese acaudillando innumerable hueste, rumbo a la plaza formidable que encerraba millares de hombres y un centenar de cañones dentro de sus muros, con la intención de retarla a duelo, su cabeza ya debilitada por el insomnio empezó por creer que detrás venía en realidad toda una legión invencible, en vez de un grupo de cien jinetes bamboleantes en los estribos.

El trote pesado de las cabalgaduras somnolientas pareciole extraño galope de hipogrifos; el ruido sordo de los cascos en el suelo, el rodar de artillería de sitio; una que otra voz ronca en las filas, algún son de trompeta precursora de ataque; y cuando vino el alba sin nubes a descubrir los horizontes lejanos, y vio a un flanco enhiesto en la ribera al cerro a modo de gigante taciturno con manto de yedra y corona de granito, y allá en anfiteatro reclinada en las arenas la plaza fuerte con sus altas murallas negras, llegó a apercibirse que estaban en la cima de un montículo cubierto de cardizales y «taperas». Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y se le escapó un grito indefinible.

Como se restregase con ambas manos el rostro, Cuaró dijo:

-Espantá el sueño… Mandan formar.

El corto escuadrón desplegose al galope por retaguardia de la cabeza en batalla, contestando al unísono a una arenga breve de su jefe, en tanto el porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño calvario, sitio de históricas leyendas.

– XIII –

El general Lecor, gobernador de la Cisplatina, que creía saber bastante de ciencia militar, y que en punto a planes de tacticógrafo, no reconocía por entonces antagonista entre los capitanes más expertos del ejército a que servía, no dio importancia a la invasión de un pequeño grupo. Supuso que, por más que este grupo se aumentase, pasando sucesivamente de «montonera» a escuadrón, a regimiento, a división en el caso de que no fuese batido y disuelto desde el primer instante por las tropas regulares que se hallaban destacadas en puntos estratégicos, la guerra sería de caballería, contra caballería, no debiéndose dudar del éxito favorable, dada la cantidad y calidad de las fuerzas imperiales.

Aquellos centros estratégicos o ganglios del sistema militar ofensivo y defensivo de la época, aparte de Montevideo, plaza fuerte de primer orden y cuartel general de ejército, eran: la ciudad de la Colonia, provista de murallas y baterías, y una guarnición relativa de las tres armas, centinela vigilante de los ríos, con embarcaciones de guerra en la rada; el pueblo de Mercedes, también guarnecido, con lanchas armadas en el puerto, que exploraban sin cesar el curso del Uruguay en su confluencia con el Negro; la villa de San Pedro del Durazno situada en el centro del país sobre el Yi, donde tenía su asiento el comandante general de campaña; y los pueblos de San José y Canelones, escalonados en el trayecto a Montevideo, con sus cuerpos de paulistas en disponibilidad para acudir a cualquier zona amenazada.

Al norte, la misma antigua línea divisoria era una defensa por sí sola incontrastable, dado que allende ella estaban los refuerzos que en serie continua deberían desfilar en caso necesario hasta cubrir la provincia de hombres, armas y caballos.

En tales condiciones de defensa, el barón de la Laguna, que escudaba bien el derecho de la conquista dentro de fortalezas inexpugnables, descansaba confiado en la habilidad especial del brigadier Rivera para deshacer en un solo encuentro a los «gauchos» sin verse él en la necesidad de apelar a movimientos estratégicos que desdeñaba usar en absoluto con enemigos de esa estofa. Para precipitarlos al Uruguay y sepultarlos en su cauce con lanzas, sables y potros, bastaría una carga en dispersión del «brigadeiro» con los dragones de la provincia. Lavalleja era un «patria» que entendía más de picar bueyes que de organizar milicia; Oribe no pasaba de un conspirador oscuro; los demás invasores venían al mor del botín y del saqueo. Para gente de esta madera, el comandante de campaña se sobraba. ¡La cuña no podía ser mejor! Y esta ocurrencia, hacía feliz al vencedor de India Muerta.

Sobre la conducta de su subalterno no debía abrigar sospecha alguna, pues él le había reiterado con las protestas de su lealtad inconmovible, su patriotismo de brasileño.

Pero, cuando supo que Rivera había caído en poder de Lavalleja, y más tarde, que se había plegado al movimiento declarándose abiertamente rebelde, dio entonces al suceso unas proporciones que no había previsto y consideró perdida su acción en la campaña.

La prisión de Borba acabó por hacerle creer que un refuerzo de algunos millares de hombres se imponía para volver a la obediencia la asendereada Cisplatina.

Acudió al emperador.

Capaz de un plan militar acertado, y hasta decisivo en sus consecuencias matemáticas, habituado como lo estaba a combinarlos sobre planos exactos de un territorio reducido, lo mismo que sobre un damero movía hábil las piezas de ajedrez, llegó sin embargo a pensar que no le sería fácil la solución del problema, hasta tanto al menos no llegasen por el puerto dos mil infantes y por la frontera dos mil jinetes.

Las cosas se habían puesto muy turbias. Os patrias revoltosos aparecían ya maniobrando en campo raso y consiguiendo rápidas victorias; todo, sin mancharse con la sangre de los vencidos, ni asaltar las propiedades. Luego, estos «gauchos» tenían también su política, sus procederes correctos, sus cálculos de proyección al futuro como si hubiesen cursado estudios teórico-prácticos en el destierro.

En esta forma y por estos medios, la acción de los «insurgentes» se hacía temible.

Era probable la influencia del gobierno argentino en esos sucesos, cuya marcha y desarrollo vindicaban un derrotero fijo. ¿Cómo creer que los nativos solos se atreviesen a todo el poder del imperio? Esto no era posible en concepto de Lecor y de sus hombres.

Lo que ocurría era un principio de nueva tentativa de absorción y predominio; cuestión de fondo: o banda oriental o provincia cisplatina, según la bandera que llamease triunfante en la ciudadela del antiguo real.

¿Pretenderían acaso los nativos erigir su tierra en nación independiente? ¡Eso era ilusorio!

No faltaban, sin embargo, quienes sostenían que esa era la tendencia inflexible, aun cuando existiera una desproporción notoria entre la aspiración y los medios.

Los españoles viejos, que después de la jornada de Ayacucho habían perdido la fe en la restauración del régimen secular, afirmaban que la tierra uruguaya tenía en el mapa geográfico los fundamentos de su personalidad autonómica, aparte de las razones históricas que siempre la mantuvieron alejada de Buenos Aires. Los espíritus aparecían apasionarse a este respecto.

Distinguíase entre esos españoles -núcleo de la verdadera clase conservadora del país- el antiguo vecino don Carlos Berón, persona de fortuna.

Había sido este sujeto grande amigo de Elio y Vigodet y resuelto partidario, como es de suponerse, de la causa real. Odió en la misma medida a los argentinos, a Artigas, a los portugueses y a los brasileños, así como había odiado a los ingleses, contra quienes combatió en los días de la defensa encabezada por Huidobro; pero este aborrecimiento, sin reservas había sufrido en los últimos meses trascurridos una modificación tan sustancial como violenta respecto a los nativos.

Sus mismos íntimos lo extrañaban, aunque se sentían inclinados en definitiva a seguirle en su cambio de ideas.

El señor Berón daba sus razones, muy convencido de ser lógico con el mismo radicalismo hispano-colonial de principios del siglo.

Mientras España fue posible -decía en su dialéctica especial-, sostuve aquí sus fueros. Desde que no logró el intento, he sostenido y sostendré que esta tierra corresponde de exclusivo derecho a sus descendientes legítimos -vale decir: a los que en ella han nacido. De estos es la patria, que tiene por límites el Piratini, el Uruguay, el Plata y el Atlántico a los cuatro vientos; para conservarla han peleado contra los ingleses, los españoles, los argentinos, los portugueses y los brasileños durante todo un cuarto de siglo. ¡Y siguen peleando! No hay derecho contra derecho. La independencia es del que la busca sin descanso, la abona con su sangre y la conquista con su valor. ¿Por qué disputársela?… ¡¡Ea!! no porque son pocos los que luchan la justicia ha de abandonarlos. ¡Mejor! Quedarán sin brazos o sin pero con el alma entera y bravía, ¡por Santiago! ¿Por ventura no es sangre española la que corre por sus venas, y sus hechos no son dignos de la raza? Ya quisieran estos «San Sebastianes» valer cada uno lo que aquel dragonazo de Artigas que en nueve años no se bajó del caballo y tuvo a mal traer generales y ejércitos como si fuesen de poca monta… Es verdad que no vencieron, pero ¿quién no triunfa echando legiones sobre un puñado? ¡Vaya un mérito! Aquel centauro, que se andaba el territorio a escape haciéndose sentir aquí, allá y en todas partes, de día y de noche, como si no comiese ni durmiera, siempre tieso en los lomos, a través de inviernos y veranos, lo mismo bajo la helada o el sol rajante, nunca al abrigo, perseverante, duro, más soberbio en la derrota que en el triunfo, no se ha muerto por eso, se ha perpetuado en otros, dejando una cría que ha de costar extinguirla al mismo demonio… Es la cría de los indomables que tienen el brazo de ñandubay y las nalgas de hierro… ¡Que vayan estos con sus reyunos y sabrán otra vez lo que es amasijo! ¡No!… ya se ha derramado mucha, demasiada sangre para bautismo; y estos pobres criollos merecen que los aplaudan, que los estimulen, ser dueños de sus fértiles regiones, árbitros de su suerte, ya que su suerte los condena a una batalla continua en la que todos cejan al fin, menos ellos, lo mismo que sí se reprodujeran en los osarios que han ido amontonando las guerras implacables…

El asombro que estos o análogos desahogos causaba en el ánimo de sus familiares y contertulianos, por la sinceridad y la vehemencia con que eran vertidos, tenían su atenuación en el hecho de encontrarse su hijo único Luis María en las filas «insurgentes».

Por lo menos, todos se daban esa explicación del cambio operado en sus sentimientos e ideas.

Su esposa, particularmente, se sentía muy complacida de oírle expresarse en tales términos: aun cuando, antes del alejamiento de su hijo ella nunca se había preocupado de asuntos de esa naturaleza. Ahora pensaba y sentía como él; seguíale atentamente en sus disertaciones sobre las cosas del día, quedándose pendiente de sus labios callada y ansiosa, como si fuese a las más gratas a su corazón.

Por otra parte, tenía una compañera joven, hermosa, que dividía con ella sus impresiones ayudándola a sufrir las zozobras de la ausencia, cuyo vacío no le era dado llenar sino con su pensamiento, constantemente entristecido. No la vinculaba a esa joven lazo alguno de sangre; pero era ella hija de un amigo de su esposo, que estaba preso, y la que había atendido a su Luis, herido en una refriega allá en los campos desiertos, el día que él fue llevado casi moribundo a la estancia de su padre.

Este doble título a su aprecio fue razón de simpatía, que aumentó cada hora, al punto de no querer desprenderse de Natalia. Ésta debía estar siempre a su lado hasta que su padre recobrase la libertad. ¿Cómo dejarla sola? La pobre joven había perdido a su hermana en la última estadía de campo, a causa de lo que ella llamaba la «gota coral»; su reciente duelo reclamaba, cariños, y debía sentirse bien allí, en el hogar de Luis María, que éste había abandonado «siguiendo un ensueño», -según la frase melancólica de la madre.