Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Ahora veo que se dividen en tres grupos y que marchan por distintas direcciones; uno rumbo al cerro, otro hacia el Buceo; el último queda firme. No… ya se mueve también en escalones muy bien alineados, y viene hacia acá como para formar una parada de día de fiesta.

¡Diablos! ¿que dirá esta gente? Debe estar muy azorada: tras de la corrida de los «mamelucos», un avance en son de ataque.

Ya van desapareciendo entre los pliegues del terreno… El primer grupo no se ve. El segundo se alcanza a divisar por encima de las lomadas, a medio cuerpo, trotando largo. El del centro sigue adelantando; se detiene ahora un momento… se desvía; la emprende al galope por el camino travieso, a bandera desplegada, rumbo al Cardal, allí donde tan duro nos refregamos con los ingleses el año VI… Seguramente está avanzada viene a ocupar el medio de la línea, en cruz con la que parte de la ciudadela por la carretera que va al interior.

Don Carlos calló de pronto, sin dejar de mirar.

Su esposa estaba de pie, a un paso, con los brazos cruzados sobre el pecho, atenta a sus palabras y gestos. También Natalia, muy quieta, caídos los brazos y entrelazadas las manos: pero tan cerca de él que el viejo podía sentir el calor de su boca y los latidos de su pecho.

El señor Berón seguía cogido al instrumento, encarnizado, dando a su cuerpo todo género de inflexiones y al tubo un movimiento de altibajo y diestra a siniestra, cual si persiguiese el volido lejano de una bandada, de aves extrañas, o si buscase en los huecos de las quebradas la cabeza de una columna formidable como en su deseo la quería para poner a prueba las tropas del recinto.

Esta visión o este miraje no se produjo.

Sin embargo, al abandonar el anteojo su rostro respiraba satisfacción.

En seguida bajó la escalerilla con más apuro que otras veces.

Se iba murmurando:

-¡Sitio largo!… Tan largo que me parece será como el de Rondeau en tiempo de Elio. Pero esto marcha… ¡Sí señor, marcha!

En su gran tienda había bastante concurrencia. Los dependientes desplegaban extrema actividad, para atender a una demanda excesiva. Desdoblaban, tendían, descolgaban y volvían a subir objetos, en silencio.

Se hacía compra de lienzos fuertes, ponchos y jergas.

En la ferretería se pedían utensilios de cocina; en la sección de suelas, caronas, «lomillos», rendajes y estriberas.

Cruzábanse las voces rápidas; recogíanse los efectos, deslizábase el dinero de una a otra mano en cobre o en plata. Veíanse confundidos junto al mostrador soldados de infantería y «mamelucos», -como se llamaba a los paulistas- los cuales parecían empeñados en vivos diálogos sobre algún suceso de interés palpitante. De vez en cuando miraban hoscos a los encargados del despacho, diciéndose entro ellos frases cortadas de intención aviesa. Los despachantes, todos españoles, sonreían.

-¡Gruñen! -murmuró don Carlos de entrada no más, y observando de reojo a los brasileños.

Restregose las manos y se entró a su escritorio, oculto tras un cancel.

-Pueden gruñir a su gusto, como los pecarís cuando se aglomeran. ¡Ya les dirán de misas!…

Y puso el oído, muy atento.

Al parecer, hablaban de la llegada de los invasores y de medidas enérgicas que se habían dictado con este motivo. El murmullo de palabras y de toses, con otros incidentes de detalle, no permitía recoger ni seguir con claridad lo que se decía.

No obstante, él pudo entender que se habían hecho prisiones en personas notables, y que de la plaza habían salido muchas por distintas brechas de la muralla para incorporarse a los «insurgentes».

Uno de sus amigos íntimos, penetrando de priesa en el escritorio, confirmole estas noticias, muy agitado.

El señor Berón lo escuchó con calma, y luego díjole:

-Todo eso prueba que la cosa camina, ¿eh?… ¡Está listo el pandero para una jota de órdago! ¿Y las tropas se aprestan a salir?

-Nada se afirma al respecto. Lo que hay de verdad es que un gran sobresalto reina en los que mandan. Lecor se muestra muy inquieto y ha pedido refuerzos a la corte desde hace dos días. Todo está en confusión. Los cuerpos de línea hacen preparativos de defensa, o de marcha en sus cuarteles.

-Aquí mismo se encuentran varios soldados en compras de arreos necesarios. He visto que un cabo acompaña a los pernambucanos, y un sargento a los «mamelucos»: sin duda desconfían…

-La gente está descontenta. Dicen que se han aplicado castigos hoy a algunos del primer cuerpo por haber dejado pasar a un grupo por la muralla del sur; el cual grupo se alejó a pie por la costa en dirección al Buceo, y se perdió de vista sin ser perseguido. Se agrega también que en ese punto, y en el de Carreta se han desembarcado hombres y armas; por cuyo motivo ha habido una diferencia entre el gobernador y el jefe de la escuadra.

-¡Ya es mucho; ya! -dijo don Carlos, todo oídos, y el gesto grave-. ¡No es asunto de reír a fe mía! Si de Buenos Aires llegan contingentes y del recinto se van, pronto los «insurgentes» serán beligerantes… ¡Desmentidme si podéis, señor mío!

-Por el contrario, estoy en ello. Con todo, conviene mucho no ser liberal en opiniones de este jaez, amigo viejo; porque a la hora presente los sabuesos andan en movimiento, y nada de extrañar sería que fuésemos a una prisión flotante.

-¡Echaríamos el aparejo a los bagres! -exclamó don Carlos alegremente-. Buen estreno en la nueva vida de sacrificios por esta tierra que ya nos tiene cogidos como a los troncos por la raíz… Pero, no ha de suceder eso tan sencillamente: somos hombres mansos, a condición de que no nos manosea, pues en llegándose a la injuria de hecho todavía hay nervio, ¡por Santiago!

Y don Carlos, sulfurándose de súbito, levantó el puño.

Su interlocutor, como él viejo y oriundo del antiguo reino de León, con muchos años de residencia en el país, era un hombre de mediana estatura, de faz atezada mordida por la viruela, voz ronca y locuacidad extrema.

Vivía de allí a dos cuadras en la calle de San Francisco, en donde tenía su negocio; un depósito de vinos, tabaco de la Habana y de Bahía y café, del que se hacía muy regular consumo en la ciudad, especialmente por los jefes y oficiales de la guarnición.

Don Pascual Camaño -que este era su nombre- ante la expansión de don Carlos tomó un aspecto serio y repuso:

-Sí… Pero vamos a cuentas. ¿A qué vienen los revolucionarios, a redimir el país; está bien. Pero, ¿quién los apoya, quién se esconde detrás? Este es el punto importante. V. ve, los tiempos se ponen malos, y hay que mirar por los intereses, precisar muy claro en cosas tan arduas y turbias. Si creemos que esta es camisa y no jubón que nos ha de llegar más cerca del cuerpo, por lo que nos atañe y nos conviene, V. por su hijo, yo por mi sobrino y otros por sus entenados, ante todo, descubrir la filiación del movimiento para tomar nuestras medidas con seguridad y conciencia… Ahora, la demanda aumenta y la oferta afloja; se vende hasta por ocio, la mercancía sale a buen precio, y antes que se rompa el pelo aprovechar es de hombres de talento. Por eso, ¿qué conducta mejor que la de navegar de bolina? La tormenta arrecia y mal piloto el que larga toda la vela encima del escollo. Para mí tengo que se va a repetir la fórmula de anexión que se juró al Brasil por los cabildos y pueblos, en favor de las provincias unidas… Será poner la camiseta al revés.

-¡El cuento del gallego! -prorrumpió don Carlos-. Y aunque así fuese, ¿querría eso decir que los nativos no anhelan ser en absoluto independientes? No, señor de Camaño; ¡va V. en error lastimoso! Consulte V. uno por uno a los de esta batida, reúnalos a todos si puede en mitad del campo, allí donde ninguna influencia extraña llegue y donde nadie hable del rigor de la necesidad que los obligue a aceptar el concurso ajeno, aunque fuera el de los colombianos que están en la tercera esquina del mundo; reúnalos V., por mi madre, y pregúntelos si ellos pelean y se hacen matar por la causa de otros, o por su propio bienestar. Dirían a V. a grito herido que exponen el pellejo por su felicidad particular, por su terruño encantado, por sus familias y sus bienes, que valen tanto como los del emperador del Brasil. ¡Qué otra cosa le habían de contestar, hombre de Dios!… Ahora que V. me diga que sintiéndose débiles entre dos piedras de molino, notando que van a ser machucados se resuelvan a la incorporación a las otras provincias, de acuerdo, sí señor; de completo acuerdo. ¿No intentaron lo mismo cuando Artigas, como medio de salvarse? ¿No hicieron igual cosa con don Juan VI, para salir de la boca del lobo? ¿No reincidieron en idéntica pellejería con don Pedro I, por la fatalidad de los hechos? ¡Mil demonios!… ¡Lo que todo esto significa es que tienen instinto de conservación propia en medio de sus mismas aventuras temerarias!

Y don Carlos se tiró para abajo las orejas de su montera en un arrebato nervioso, poniéndose a pasear de uno a otro extremo del escritorio.

-¡No entro en eso!-dijo con cierta solemnidad don Pascual-, no me gustan las honduras, ni pesco más que en aguas conocidas. ¡Y yo sé lo que me pesco!… Mire V.: antes de hacerse buen vino la uva se mostea o se remosta. ¡Sabe bien entonces el añejo! Opino que hay que conocer bien la materia antes de enredarse en estas cuestiones, como es preciso a veces el remosto antes de llegar al lagar. De atrás del mostrador se observa muy claro porque la inteligencia se aguza.

-Sí, se aguza el ingenio, ¡canarios! ya lo creo que se aguza y se llena la talega… ¡Qué, señor de Camaño! No es ese el caso, y voy derecho a la cuestión. Diga don Pascual, ¿se encontraría V. dispuesto a abrir su gaveta para ayudar a bien morir a los de la banda insurgente?

El señor Camaño abrió enormes los ojos, diciendo:

-¿Por qué me lo pregunta V.?

-Por un tantico de compasión que me escuece en sentido de auxilio a los menesterosos. Nunca vi sin irritarme que la injusticia abrume al débil, y V., que ha sido como yo soldado y que conmigo cayó en la banqueta de la muralla al sur aquella noche maldita en que entraron los ingleses, ha de pensar lo mismo; que la sangre castellana nunca fue de pato ni de cerdo, sino ¡Santiago me confunda, canejo!

Don Pascual, que lo miraba azorado, se apresuró a balbucear ya con disposición de retirarse:

-Hay que meditarlo despacio… no sería imposible, amigo mío. Por el momento el espíritu no está muy sereno… Y ahora se me cruza a mientes que tengo que recibir una carga de tabaco de Bahía, en que viene la hoja flor, la de aquellos cigarros que a V. le gustan y que tanta salida han hallado entra estos hombres fumadores que rodean al gobernador. La carguita la trae el bergantín-goleta «El Corcovado» de los más veleros que cruzan el Atlántico, y ha de estar ya en franquía… Ha de disculparme V. hasta pronto, mi querido amigo.

Ya sabe V.: un ojo en la política y cuatro en el negocio sin incluir las gafas.

-Así es -repuso don Carlos, ya más calmado-. Hasta pronto. Lo invito a comer en casa el domingo, si no tiene compromiso.

-¡Procuraré venir, gracias!

Y estrechando la mano de Berón, don Pascual salió a prisa.

El viejo tosió, lanzando un juramento. Arreglose el gorro volviendo a su lugar las orejeras, aunque hacía frío, y encaminose a paso lento al comedor.

Era hora de almorzar. A pesar de eso, las señoras no estaban allí, lo que hizo suponer a don Carlos que todavía permanecían en el observatorio improvisado.