Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Con esos amores locales -tan necesarios a los hombres de los campos como el aire y la luz,- con esos fanatismos de pago llenos, de indómita fiereza, había Artigas formado las huestes que en obstinada lucha arrastrados por la impulsión inicial de un movimiento poderoso, a la vez que por la violencia de sus propias propensiones, concurrieron eficazmente a derribar con el edificio de la costumbre.

En aquel período turbulento el esfuerzo, aunque tenaz y heroico, no revistió formas definidas, ni trazó planes luminosos; pero abrió nuevos rumbos.

Era el esfuerzo anónimo, a veces ciego, que se obstina en la tendencia evolucionaria, y en el secreto va tejiendo las nacionalidades hasta exonerarlas de atributos propios y carácter típico.

En aquella bandera desplegada por Lavalleja estaba el símbolo de ese esfuerzo, y a su vista los brazos se levantaron y todos los instintos rugieron.

Lavalleja sacudió el paño con firme mano y señalándolo con la punta de su acero resumió una corta arenga en este grito de pujante brío:

-¡LIBERTAD O MUERTE!

Treinta y dos voces lo repitieron, tendidos los sables, deshecha la fila por una conmoción profunda, puesta por algunos en tierra la rodilla, y sellado por otros el suelo con el labio, y por un momento el eco formidable al devolver ufano el juramento, pareció ruido de cadenas que se trozaban con estrépito.

No pudo echarse diana, pero la diana de redención se escuchaba en todos los espíritus.

¡El sol nacía, y resurgía la vida, en el bosque estremecido por el marcial rumor, cual si en su espesura alentara la autonomía de los pagos y se agitasen las almas de aquellos fieros caudillos que todo lo sacrificaron a sus adustos y terribles amores!

– V –

La cifra pues, de los invasores, no era para inspirar temor a un poder incontestable. Que llegara a aumentarse, era todavía un problema, aunque melenudos, carecían de la levadura de los gigantes bíblicos que con la honda o la quijada nivelaban en un momento las condiciones de la lucha.

Como hemos dicho, el guarismo de los dominadores, teniendo sólo en cuenta las tropas de guarnición en el país, incluidas las auxiliares de Rivera, y las que podían maniobrar en el acto desde la vieja línea divisoria, en donde vivaqueaban con sus armas en pabellón, sumaba cinco mil hombres próximamente. Este ejército compuesto en su mayor parte de infantería y caballería de línea, estaba apoyado por una artillería de plaza y de campaña que contaba con ciento cincuenta cañones. Secundábalo en las vías fluviales una armada de siete buques, perfectamente, equipadas, y prontos para la acción.

Proporcionalmente, correspondían desde luego a cada invasor más de ciento, cincuenta soldados con cuatro piezas de artillería.

Proporcionalmente, correspondían desde luego a cada invasor más de ciento cincuenta soldados con cuatro piezas de artillería. La proporción no podía ser más aterradora, del lado de la tierra nativa. Después estaba el hondo canal del río, suficiente, a absorberse millares de hombres en la fuga desesperada; y del linde opuesto las autoridades hostiles listas para apoderarle de los vencidos, en desagravio del vencedor.

Aquellos hombres que dominaban tales perspectivas sin pueriles ofuscamientos creía de buena fe que ellos se convertirían en dorados horizontes de una mañana de gloria. El caso era hacer pie firme en el terreno.

En las primeras horas buscaron refugio en el bosque -la guarida del patriotismo en aquellos tiempos crueles, de donde el patriotismo salía como hambrienta fiera para poner pavor a los campos.

En el bosque aguardaron que Etchevest y los hermanos Ortiz trajeran caballos de los alrededores.

Ellos los buscaron por los más escondidos lugares.

El matalote de un leñador en que los hermanos se montaron, uno sobre la cruz, otro sobre las ancas, sirvió de vehículo para la pesquisa. Etchevest caminaba al frente fiado al vigor de sus piernas, escudriñando con ojos de baqueano la espesura a lo largo de la costa. De la tropilla que Gómez se había visto obligado a dispersar días antes, dieron a altas horas con diez caballos; más tarde encontraron otros.

El número completaba el de las exigencias, y se volvieron cuando asomaba el alba al escondrijo de sus compañeros.

Ese día lo pasaron entre el ramaje esperando que el sol cayera.

Ya avanzada la tarde, los invasores aderezaron sus caballos; pusieron a grupas lo que sobraba del armamento y municiones de guerra; y emprendieron la marcha con esta consigna de Lavalleja:

-Por razón alguna nadie se separe de las filas.

Dirigíanse a la estancia de Belis, a inmediaciones de San Salvador, donde existía una guardia enemiga.

Había que empezar por batir las guardias.

Esta, sin embargo, alcanzaba casi a cien hombres.

Algunos montaraces de largas greñas, hoscos y callados, se incorporaron al grupo, que hacía su trayecto a trechos por el interior del bosque.

Mandaba el destacamento de dragones a sorprender el comandante Julián Laguna, al servicio del imperio. Advertido formó en ala sobre la loma. El jefe de los invasores se detuvo, e invitó a conferenciar a su enemigo. Vino éste y hablaron. Sin duda alguna las resistencias del invitado se hicieron pertinaces, porque el caudillo de la empresa, perdiendo la paciencia, llegó a exclamar de un modo brusco.

-No entiendo de consejos. Ríndase, o lo cargo.

-¡Cargue, que hay hombre!

Lavalleja revolvió el caballo hacia sus filas, y cargó, bandera al viento. La refriega fue breve. Un avance a media rienda, varios sablazos de gente encelada, alguna sangre vertida; confusión sin entrevero, media vuelta y desbande.

No pocos de aquellos soldados batidos, que habían desnudado sus aceros murmurando, los volvieron a la vaina, e ingresaron al grupo vencedor.

Dos horas después, cuando se aprestaban los invasores para continuar su obra de viento de borrasca depurador y bravío, una partida de patriotas, trayendo varios prisioneros, se les incorporó.

Esta junción produjo entusiasmo en las filas. Los recién venidos eran casi todos antiguos soldados de Lavalleja u Oribe.

Juntos habían vivido en los montes durante largos meses hostilizando al enemigo desde la madriguera, sin ceder nada de sus odios nativos; ahora se presentaban sin tacha, soberbios, encelados, arrastrando un grupo de vencidos, en prueba de ardor varonil y de fibra guerrera.

Acompañábalos un clarín, que no cesaba de echar diana con un brío que denunciaba la robustez de sus pulmones. En las filas abrazábanles entre aclamaciones ruidosas, llamándolos por sus nombres y pidiéndoles detalles del encuentro en que habían salido victoriosos.

Uno de los nuevos campeones era el capitán Ismael Velarde, soldado de las primeras guerras, a quien Lavalleja conocía bien.

Joven, esbelto de semblante de mujer y mirar duro, llevaba la lanza con aire de soberbia, acaso con el mismo que lo estimulara a empuñarla en su primera mocedad. Él era el que enterado del pasaje de los treinta y tres patriotas, había reunido algunos compañeros en las vertientes de Santa Lucía y arrojándose sobre un destacamento de caballería de línea brasileña, apostado en los campos de Robledo, matándole varios soldados y apoderándose del resto. La refriega había sido aún más fructífera. El éxito devolvió a la causa de los patriotas un buen número de nativos que se encontraban asediados en el monte, y otros prisioneros en las «casas»: los cuales, rescatados, figuraban ahora en el grupo cómo números distinguidos. El teniente Cuaró, veterano de Latorre, de atezada piel, miembros fornidos y pescuezo de toro, entraba en la cifra; también Ladislao Luna, antiguo alférez de Rivera en sus aventuras heroicas, del año XVII. Seguían luego algunos «tapes» de Soriano y mocetones ariscos de la cuchilla de Marrincho, que habían crecido en el torbellino de la lucha y en él debían desaparecer como «tucos» en noche de tormenta.

Pero, entre todos, un voluntario atrajo las miradas por su aspecto y compostura.

Era éste un joven blanco y rubio, de ojos azules, cabellera blonda y rizada, alto, gallardo, de manos y de pies pequeños que llevaba la espada como un oficial correcto, el sombrero como un trovador y la espuela como un caballero.

A pesar de la tostadura del sol y el viento, y del deterioro extremo de las ropas, Oribe lo reconoció apenas fijó en él la vista. Se llamaba Luis María Berón. En su mirada triste y su frente soñadora parecía reflejarse algo como las nostalgias de la tierra, y en el gesto altivo y adusto presentirse el vibrar de la fibra a impulsos de una sangre rica y generosa.

Seguía a Berón como su sombra, un negro liberto con todos los aires de buena chanza, mozo, robusto, bien plantado y gran jinete, el chambergo sobre la oreja, bota a media pierna, una haba del aire en el ojal de la blusa y el trabuco cruzado a los riñones.

Por último, un viejo sobresalía en el grupo. Era este hombre muy tieso y muy espigado, de mirada viva y ceñuda propia de ojos hundidos en las cuencas y rodeados de un matorral de cejas gruesas en forma de penachos de «ñacurutú». Tenía la nariz ganchuda y prominente en el vómer; el pelo, que había sido crespo y del que apenas quedaban algunos largos mechones, caía sobre los hombros a modo de capullos invertidos de cortadera; la barba enmarañada y recia, teñida en parte por el humo del tabaco, mostraba su punta retorcida hacia un costado por el uso del barboquejo.

Llevaba sombrero de panza de burro, chapona de paño azul, chiripá de tela gruesa listada a bandas rojas, botas flamantes de cuero crudo y espuelas de hierro, cuyas ruedecillas hacían música gruñona con el freno y las coscojas.

La daga que traía a la cintura tornábale por detrás un embuchado en la chapona. El poncho en rollo a las grupas, y una gran lanza con cuatro medias lunas y banderola tricolor que blandía en la diestra, daban a este nuestro antiguo conocido don Anacleto todo el aire de un caudillo de pago que aún goza de la plenitud de su prestigio.

Su caballo overo de cola recogida y crines retaceadas a cuchillo, en buenas carnes y regulares bríos, solía pararse para golpear con el casco el suelo, en cuya sazón, el viejo capataz le acercaba la espuela con cuidado y apretando las rodillas, como si se tratase de un «redomón» de más mañas que un «matrero».

Pasada la efusiva expansión de los primeros momentos, el valioso contingente entra a formar en el escuadrón de Oribe; quien nombra a Ismael Velarde capitán de la primera mitad con Cuaró de segundo, y a Luis María su ayudante secretario.

Ladislao, con su grado de alférez, queda subordinado a aquel, haciendo revistar en filas a los «tapes» y mocetones montaraces.

Adquirido así mayor nervio con gente de resolución y empresa, maciza en la marcha y en extremo hábil para manejarse, en el terreno, la reducida fuerza revolucionaria siente que se aumentan sus alientos y que crece en ella el espíritu de cuerpo que ha de llevarla unida y vigorosa de escaramuza en refriega y de combate en batalla, en una serie no interrumpida de brillantes jornadas.

Se alza la bandera, y se grita: ¡todo por la patria! ¡la tierra pertenece a los valientes! Los jinetes se agitan fieros, rompen los clarines en marcial fanfarria que estremece el suelo del camino al paso de aquella caballería temeraria, en duelo con la suerte, que va a quebrar lanzas contra el dragón forrado en hierro de la conquista.

La pequeña legión avanza, entra en Soriano -la vieja villa taciturna del sistema hispano-colonial,- y da el grito de independencia con asombro de sus solitarios moradores. Algunos antiguos servidores, de Artigas, que allí dormitaban sobre el gran estero oscuro como soldados que han caído rendidos por el cansancio, oyeron el grito, y escucharon la lectura de una proclama en que se hablaba en nombre de la unión argentina, de la autonomía de la provincia como parte integrante de la República limítrofe y del auxilio que de ella vendría, toda vez que los orientales respondieran al llamado del patriotismo. La proclama nada decía de las primeras luchas, y mucho de una vida nueva. No preocupó la fórmula a aquellos antiguos servidores. Era sin duda una proclama como cualquiera otra; «que ayudasen no más los de la otra banda»; después el tiempo diría lo que del crecimiento y el choque de las pasiones y de los intereses resultase. Tras de ese encogimiento de hombros del estoicismo, los hombres se limitaron a este criterio concreto: «ante todo es preciso sacudirse el peso del yugo, y venga el socorro para ello de quien pueda más que Artigas».