Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Entonces, el plan de Lecor complementaría la campaña, dándola por concluida, con su sola presencia en la Florida o en el Durazno.

Y que ésta y no otra debía ser la combinación, lo confirmó en la noche el hecho de emprender marcha la columna de Bentos Manuel sin esperar la incorporación de los batallones.

Contaba con mil cuatrocientos carabineros.

Reforzósele únicamente con una parte del escuadrón de auxiliares.

En las filas iba Esteban con sus amigos.

Esta tropa salió de muros después de retreta. Componíase de cincuenta hombres y dos oficiales.

Bentos Manuel no la quiso para el servicio de avanzadas y flanqueadores, y la echó a retaguardia de la columna, diciendo que serviría para la «carneada».

Prontos los regimientos y los caballos de reserva, diose orden de marchar al trote sin toques de clarín, y la columna se puso en movimiento entrada la noche.

Soplaba un viento fuerte, de la parte del sur, y la atmósfera estaba cubierta de nubarrones que parecían correr al mismo paso hacia el nordeste, siguiendo a las tropas con su sombra y dejando caer sobre ellas a trechos algunas gotas pesadas que producían en los rostros y cuellos efectos de papirotes.

Cubriéronse los soldados con sus ponchos.

Igual cosa hicieron a retaguardia entre los auxiliares, el capitán, el teniente y cinco o seis soldados. Los demás continuaron a cuerpo gentil, indiferentes, sufridos, más bien atendiendo a sus armas que a sus ropas.

Desfilaban por una falda oscura, sembrada de guijarros, que por varias ocasiones moderó el paso de los regimientos, aproximándose demasiado unos a otros.

Guardábase gran silencio.

Siguiose siempre por la falda; volviéronse a establecer las distancias convenientes, sin percibirse al frente más que una masa de tinieblas. A un flanco, la oscuridad era mayor. Sin duda había eminencias de tierra en curvas caprichosas o grandes árboles indígenas dispersos en la ladera.

Esteban marchaba al extremo derecho del segundo escalón.

Llevaba el poncho cruzado al pecho a modo de banda, ceñido al costado por sus puntas, como para embotar hierros en su espeso forro de lana.

Inmediatamente detrás, a la cabeza de la segunda compañía, iba el sargento Benítez, cruza de indio y negro, jinete de talla corta, macizo y repleto, cuyo bulto se distinguía como una corcova sobre los lomos de su cabalgadura.

Al lado de este sargento, marchaba don Anacleto un tanto agobiado y abatido, con las mandíbulas flojas y la cabeza entre los hombros.

Aquello que le pasaba salía de lo imprevisto; y miraba a veces de diestra a siniestra, como en busca de una «lucecita que lo endilgase en el oscuro rumbo a la querencia».

Rato hacía que la columna había dejado detrás uno y otro cerro, avanzando por un camino pedregoso que flanqueaban asperezas llenas de piedras y arduas colinas, cuyas lomas descubrían a los lados sus perfiles a pasar del denso cortinaje de sombras.

De repente, el sargento Benítez, acercándose a Esteban por su derecha, de modo que pudiese hablarle sin ser oído, díjole bien encima de la oreja:

-¡Aquí es lindo para el desgrane! Traslomando, al freno no más, ¡ni el olor! Hay mucho pedregullo en la falda y a éstos no les conviene seguirnos.

-¡Estáte en la vaina! -respondiole el liberto en el mismo tono-. Yo te he de decir cuando los traquee la fatiga y los abombe el sueño, por adonde hemos de enderezar.

Callose el sargento, y ocupó su puesto.

La marcha continuó sin novedad alguna por más de una hora, al trote firme; pasose el arroyo de las Piedras en sus vertientes, y entrose en una sucesión de collados.

Hízose un alto de pocos minutos, para dar aliento a los caballos.

En ese descanso, los jefes recorrieron la columna vigilando e impartiendo instrucciones.

Entre esos jefes, descollaba uno por su tono acre y agresivo, cuya voz Esteban reconoció en el acto: la de Bonifacio Calderón, el antiguo jefe de la línea sitiadora, de nuevo al servicio del imperio.

Parecía rebosar de iras. A su paso, el silencio se hacía más profundo como si se temiese que el menor hálito las atrajese y se provocara un conflicto en las filas.

Pasados algunos momentos, siguiose andando.

Traspusiéronse largas distancias hasta las tres de la mañana, en cuya hora se cruzó un vado cenagoso con los caballos bastante transidos.

La tropa iba ya pesada y somnolienta. No se guardaban espacios regulares entre los diferentes cuerpos, a causa del exceso de fatiga; y había que esperar a veces incorporaciones de fuerzas rezagadas. Algunos escuadrones se retardaron, mudando cabalgaduras; los mismos caballerizos no se entendían ya con el arreo.

Había escampado, pero la oscuridad era más profunda, haciendo penoso el tránsito de las «tropillas» en un suelo quebrado y lleno de canalizos.

La retaguardia se detuvo entre unos cardizales nutridos que los caballos denunciaron con sus movimientos nerviosos.

Arreábanse dos «tropillas» por un llano en completo desorden derecho al vado, que al efecto se dejaba libre.

La guardia de prevención quedaba muy atrás, y entre ella y los auxiliares se interponía una mole inmensa de animales cuyo pasaje ocasionaba un sordo y prolongado estruendo en los terrenos bajos. Los gritos de los caballerizos aumentaban este ruido hasta hacerlo ensordecedor.

Para mayor confusión, un grupo considerable de caballos se empantanó en el vado, ya muy removido por el paso de los regimientos; los que venían detrás, hostigados por las voces y las fustas, atropellaron en tumulto, y no hallando hueco, dieron contra los «molles» y sauces de la ribera chapodando ramas con los encuentros, estrujándose, dándose de coces y mordiscos y retrocediendo al fin en avalancha para ganar a escape el campo abierto.

En medio de los relinchos e interjecciones brutales que hendían el espacio, de la turbación y los sobresaltos unidos al sueño y al cansancio, Esteban se volvió hacia el sargento Benítez, diciendo:

-¡Ahora!

Y sin perder más tiempo, levantó el mango de su «rebenque», descargándolo con toda la fuerza del brazo en la cabeza del capitán, que vino abajo del caballo como herido de muerte.

Casi en el acto, el sargento lanzó una voz, sin duda esperada por sus soldados; porque la compañía dio media vuelta, precipitándose por su flanco derecho como envuelta en el torbellino de la «disparada», y se alejó sin dejar tras sí más que el eco de un tumulto pavoroso.

El teniente había caído con dos sablazos; algunos hombres fueron derribados en un choque terrible, la «caballada», despavorida, paso por encima de los cuerpos; y todo quedó misterioso, en la profunda tiniebla.

Corrieron por más de una hora los sublevados, antecogiendo buena porción de «caballada», que arrearon sin descanso; y sorprendioles el alba a un paso de los bosques del Santa Lucía.

Recién don Anacleto, que había salido aturdido en el arranque, se acercó a Esteban mientras cambiaban monturas, y le dijo muy asombrado:

-¡Hacéme el favor, amigo, de explicarme esto que pasa, por Dios bendito! Pues no parece sino que mandinga entreverao con la tormenta nos ha trajinao de los pelos… De mí me acuerdo que me erraron tres sablazos; que sentí un tropel como el de vacunos medio ariscos ataos al palo que se asustan y pegan la sentada rompiendo las coyundas; y después malicié que salía a dos laos sin saber cómo ni cuando lo mesmo que bola sin manija, entre una punta de milicos más ligeros que fantasmas… Y no te miento, hermano, si te asiguro que me pasaron silbando hasta una docena de «boleadoras» por el mate, que ni yo mesmo alcanzo cómo llegué a mezquinarlas, salvando a mi parecer por un evento de la gran casualidá. Caneja y por mi madre, ¡qué loba más peluda!

Reía el liberto oyendo hablar así al viejo capataz, y mayor era su risa al mirarle el rostro desencajado con los ojos bailarines muy hundidos en los camaranchones, la nariz larga en forma de gancho, sirviéndole de agarradera al barbijo, una cola de cigarro Bahía sobre la oreja y las duras barbas erizadas chorreando todavía las gotas de la lluvia.

Cuando se le acabó el alborozo, contole brevemente lo ocurrido.

Con el sargento Benítez y el de igual clase, Saldanha, portugués este último, que había militado en los voluntarios reales, excelente instructor de reclutas en dos armas, y a quien con algunas onzas de oro se había atraído, comprometieron hasta cuarenta hombres del escuadrón, todos nativos, de los que estaban allí presentes más de treinta, habiéndose sin duda extraviado el resto en la dispersión del primer momento, al arrancar confundidos con las «tropillas» asustadas.

Ahora que la cosa había salido bien, el apuro era el de buscar la fuerza de Oribe. El monte estaba allí; y no muy lejos el paso de la Arena.

Añadió Esteban, que ya no podrían dividirse en dos grupos como él lo había querido al comienzo de la empresa, puesto que era imposible ir a encontrar a su jefe en el paso del Soldado, adonde ya estaría la gran guardia de Bentos Manuel; que lo mejor sería alcanzar al galope firme el de la Arena, casi seguro de que por aquellas alturas operaba la división.

-Por todo eso soy baqueano, -observó don Anacleto- y puedo guiar derechito a la gente sin equivocación nenguna de «cuchilla» o arroyo, ni sacar la potrosa del estribo por tomarlo el gusto al pasto.

-Yo también conozco el pago -dijo Esteban;- aquí vienen cuatro o cinco rumbeadores capaces de seguirle el rastro al tigre en lo más escondido del monte.

Don Anacleto se puso entonces a examinar a sus compañeros con las primeras lumbres de un día pálido y nebuloso.

Quería persuadirle bien de que eran los camaradas del recinto, y de que el sargento Saldanha, a quien él había tenido siempre grande ojeriza por lo riguroso en lo tocante a «desciplina», ¡tenía ahora una cara más simpática y un aire más humilde que en el cuartel! Y en mirándolo contento y retozón entre la tropa sublevada, acabando de aparejar los caballos, cruzose de brazos con talante de caudillo de pago y le gritó con acento de protección:

-¡Quién lo vido, y quién lo ve, sargento viejo, amañerando resertores a poquito de arrocinarlos con la vara en el hueco de la Cruz! Asina es el mundo… Un día se sirve a un patrón con cencia, y otro día se sirve a otro con concencia, que en engañar primero está el toque, pa probar la habilidá; y entre un fogón que no arde y otro que calienta con agua hervida y «churrasco», el estómago se regüelve al calorcito aunque la voluntá no quiera, porque antes es el vivir que el soñar… ¡Bien haiga el sargento! Si ayer me cerraba la oreja a la súplica por ser caporal, no he de mostrarme resentido y agraviao, porque nunca jueron más que campanas de palo las razones de un pobre; pero, aura he de alvertirle que en campa raso la voz se oye y eso que es pura yerba: aunque esa voz sea la de un cordero a quien como los ojos un «chimango», o la de un güey que se ha incao con el rejón que abría el surco, o la de un mastín ovejero con la pata quebrada que juese; porque aquí aonde no hay poblaciones grandes sino ranchos y «taperas» hay orejas que oyen y corazones que se ablandan, al revés de los pueblos con edificios. de lujo aonde se machuca el grito de un enfeliz lo mesmo que golondrina encandilada. Aquí, la tierra es suave hasta pa el que clava el pico, de balde muestra abrojos y cardales; sin acompañamentos y sin curas que mojen con tristel al dijunto pa sacarle la aguaza a la viuda afligida por haberlo librao de pecao, pero con lágrimas limpias de toda hipocresía, que a mi parecer valen lo que el agua bendita… Por encimita de todo se perdona a los malos mesmos, y el monte los da guarida al igual del «yaguareté»; encuentran agua sin olor ni gusto que no es de pozo de cuartel; carne con más de un dedo de grasa que no es matambre de melico tan delgadón como «baba de diablo»; fruta rica que no tiene dueño; güen agasajo en el vecindario que desculpa los vicios con sabeduría y los tapa con un cuero cuando la cosa aflige, porque es mejor alcagüete que el gobierno mesmo. Esto digo, amigaso Saldaña porque vea que aunque haiga «matacos» en el campo tienen menos conchas que los de muro adentro, y que aquí todos los hombres son parejos, de un altor, hasta que Dios sea servido de convertirlos en esqueletos y mesturarlos por junto en los pastos con las osamentas del vacuno.