Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Después de estas medidas preparatorias y de los sobresaltos sufridos, la esperanza renació, y con ella un contento que se ansiaba no ver extinguir en los días venideros.

No obstante el estado de relativa quietud del enfermo, la fiebre en grado tolerable hizo su aparición desde esa noche, para no abandonarlo sino a treguas.

Con todo, como él se mostrase con ánimo de hablar y hasta de reír, no se dio al principio importancia a aquel síntoma serio.

La herida del brazo no inspiraba tanto temor como la del pecho, que era de arma de fuego, y cuyo proyectil había quedado dentro, ignorábase en qué parte.

¿Quién podía sondear sin peligro, que no fuese un cirujano experto? Y cirujanos, ¿dónde encontrarlos por ventura en la campaña desierta, presa de la guerra?

Esto afligía a todos cada vez que se tocaba el punto, o propiamente la llaga.

Veían al paciente sereno, en calma, a pesar del estrago físico producido por las heridas, y asaltábales de hora en hora una duda penosa, muy próxima a la congoja, cuando pensaban en los efectos internos de la bala alojada en las entrañas.

Lo raro era que la herida del pecho no presentaba un aspecto alarmante, tendiendo más bien a una rápida cicatrización.

¿No sería ésta falsa, o un síntoma de recrudescencia del mal que tomaba fuerzas para reabrir aquella boca fatídica?

La fiebre solía también desaparecer. ¡Qué consuelo ante esta especie de apirexia-remitente!

En tales treguas, los jóvenes hablaban como si todo peligro se hubiese alejado.

El pasado era una nube que se desvanecía en horizontes invadidos ya por una luz esplendorosa.

Entonces, ella decía:

-Aún no creo en esta dicha… Pasados tantos meses después de tu primera desgracia, tantas amarguras en esa ausencia sin fin, ahora estás ahí de nuevo destrozado, mi amigo, sin lástima por ti mismo y por los que te quieren… ¡A veces pienso que tú nunca te has acordado de nosotros!

-No digas eso, Nata -replicaba el joven lleno de emoción.- ¡Nunca olvidé! Siempre aquellos a quienes yo he amado han vivido en mi pensamiento en los días de alegría como en los de contrariedades. Sólo que la pasión de mi tierra me ha conducido lejos; y es esa una pasión que no he podido arrancar de mí mismo aunque me haya propuesto, porque podía y valía más que yo, y que en vez de dañar a otros sentimientos los sustentaba y fortalecía…

-A costa de ti mismo -observó Natalia;- condenándote como decía nuestra madre, ¡a perseguir un ensueño!… No he de regañarte por eso ni he de sostener que es más dulce la vida en el sosiego, entre goces humildes y cuidados amorosos, porque sé que no es lo que sucede aunque sea posible. ¡Tan pobre es nuestra ventura! No tengo celos de esa novia feliz que tú y otros persiguen, y por la cual dan su sangre. ¡Yo también la quiero como a una imagen bendita! Pero, ¿la has visto, te ha hablado, te ha sonreído como yo después del sacrificio?

-Sí -dijo Luis María, estrechándole la mano:- tú hablas y sonríes por ella, y ahora me siento tan feliz que no me acuerdo de mis heridas. Otros cayeron valientes y los habrán enterrado juntos en una zanja como se entierra al soldado, sin cruces ni llantos… Cuando eso me suceda, yo sé que habrá quien se duela por lo mismo que habrá quien me haya comprendido.

-¡No hables de morir! -murmuró la joven estremecida, poniéndose de codos en la almohada y envolviéndolo en los reflejos de sus pupilas.- No, de eso no se habla señor Berón, y se lo prohíbo bajo pena. ¡Qué creencia más triste!…

Nublósele la frente, por la que pasó una mano nerviosa, y prosiguió, tentando sonreír:

-Cuando estés bueno, verás que hermoso se ha puesto el campo y cómo alegra cuando alumbra el sol. La isleta aquella de los nidos, ¿te acuerdas? Sí que te acuerdas, ¡la de las cotorras! es un encanto… No la conocerías ahora porque han nacido tantas plantas nuevas, de esas que nadie cuida ni riega, que es todo un laberinto. ¡Qué aire!… Te vas a poner fuerte como antes y te volverán los colores, iremos del brazo y tendrás que obedecerme, porque yo te voy a poder: ¿has oído?

Luis María se sonrió y cogiéndola con la mano libre de la cabeza, le ahogó la voz con sus labios.

Ella no lloraba, a pesar de sus ansias; pero el corazón lo golpeaba el pecho como un martillo, al punto de que él se apercibió y dijo:

-No te aflijas así, ya me siento bien. Nunca me pareció más seductora la vida… Yo dejaré que tú me puedas cuando esté convaleciente, Natalia.

-¿Y no te irás más?

-¡No, mi bien! No me iré…

-¡Bueno! Así me gusta. No tendrás porqué arrepentirte… ¡Ay! pero, ¿será eso cierto? Ustedes los hombres se buscan penas, pudiendo a veces ser tan dichosos. Cuando se les quiere, piensan unas cosas que nunca soñaron como si el consuelo estuviese en el sufrir…

Duerme ahora un poco, ¿quieres? Ya es tiempo que descanses… Estoy temblando que te vuelva la fiebre.

-Si tú me despiertas luego… ¡así como has solido hacerlo!

Ella se sonrió, murmurando:

-¡Sí!

-Entonces, bien. ¡Hasta luego!

Natalia se inclinó, rozó con el de él su rostro encendido y se fue aprisa.

El herido necesitaba en realidad de sueño.

Ese día no se había sentido tan aliviado como en los anteriores; cierto malestar interno insistente y una punzada dolorosa en el brazo fija, aguda, lo hacían ansiar unas horas de reposo.

La presencia de Nata le llegó a absorber por completo; y mientras ella estuvo a su lado, no se le habría ocurrido quejarse.

Durmiose. Pero fue el sueño inquieto, febril, pues sobrevínole de improviso la calentura.

En poco tiempo tomó vuelo.

El herido llegó a quejarse de vez en cuando, de dolores en el pecho y de escalofríos periódicos. Púsose desasosegado.

Toda esta tarde el celo se redobló; y llegada la noche notose con angustia que el mal iba en aumento.

El desasosiego fue más profundo, a altas horas, la fiebre más intensa, y el delirio dio principio.

Natalia, con extraña firmeza, no se separó ni un instante de la cabecera, atenta, contrariada, reprimiendo la explosión de su zozobra, que acrecía en la medida que avanzaba la dolencia.

La noche pasó entre hondas inquietudes.

Por la mañana, el herido pareció entrar en un período de calma semejante a un sopor.

Examináronle el pecho. La membrana que había cubierto, como una tela la herida, aparecía desgarrada, y por la abertura surgía a intervalos un soplo ronco.

Aplicáronsele nuevas hilas y vendas, después de lavar bien los bordes con una esponja fina.

Luis María llegó a dormirse, algo más tranquilo.

Pero Natalia sintió dentro de su ser como un vacío pavoroso. Creía que por siempre se le había huido la fe, y que quería escapársele ya la misma engañosa esperanza.

Sin duda retuvo a ésta el aspecto reposado del herido; porque en vez de acostarse algunos minutos, Natalia fuese a su habitación, y púsose a escribir a la madre de su amigo una larga carta.

Reflejaba en ella fielmente sus impresiones después de narrar todo lo acaecido, desde que llegara a la «estancia», y decíale que confiara en sus cuidados y desvelos.

En pos de indecible congoja, escribía ahora ella más consolada en presencia del estado satisfactorio del paciente. Tenía él que reaccionar pronto por el mismo vigor de su juventud y por la asidua asistencia de que era constante objeto.

Terminaba pidiéndole que en defecto de un médico animoso, lo que era imposible, bien lo comprendía, le enviase algo para vencer la fiebre, que era lo que más terror infundía a su ánimo.

Cerrada la carta, Natalia supo que Esteban debía ir esa tarde lejos de allí, en busca de un «tape» viejo que administraba hierbas medicinales propias para las heridas.

Aprovechó de su excursión para recomendarle que de algún modo, por intermedio de una mano piadosa cualquiera, hiciese que esa carta llegara a su destino.

No pensó que podía retrasarse días enteros en su marcha.

Don Luciano, que había estado hablando un buen rato en el palenque con un paisano inválido que iba de paso para la Florida, entrose resueltamente en el aposento de Berón; y hallándolo despierto, y al parecer mejorado aunque débil, díjole con entusiasmo:

-¡Ánimo amigo! Los argentinos vendrán, porque ya se declara incorporada la provincia a las otras como buena hermana. Me lo acaba de asegurar un vecino de sesos, que viene del cuartel general.

Luis María volvió de lado el semblante, iluminado de súbito por una radiación de contento, y oprimiendo la mano que el viejo le tendía, murmuró con acento de fe profunda:

-Entonces seremos libres de veras. ¡Loado sea el esfuerzo!

Desde ese instante hasta la noche, la noticia trasmitida pareció hacer revivir al paciente.

Las horas se deslizaron fugaces, acaso por ser felices, entre fruiciones y esperanzas.

En las primeras de la noche, sin embargo, a pesar de la renovación de los apósitos y del aseo escrupuloso de las heridas, en las que se aplicaron hojas de bálsamo abiertas, en el ansia de encontrar una virtud medicinal infalible, aunque fuese en una simple hierba, Luis María fue invadido por la fiebre y tuvo violentas contracciones musculares. ¡Otra noche de sorda lucha!

Natalia no perdió la serenidad, pidiendo fuerzas a todas sus energías reunidas para hacer frente al conflicto. Con todo, en el fondo empezaba a sofocarla como un vaho asfixiante el desaliento.

– XXXVI –

Ella presentía la proximidad de un gran dolor.

Pero era uno de esos temperamentos que lo sofocan, que lo reconcentran y lo anidan en el pecho, aunque el esfuerzo los deje inquietos, trémulos, adustos, sin más manifestaciones externas que una palidez intensa, un brillo de fiebre en las pupilas y una punzada aguda en la entraña que sólo en la soledad se resuelve en sollozos. De estos dolores que tienen miedo de ser penetrados, por lo mismo que son sinceros y profundos, era el suyo. Sus centros nerviosos se resentían del esfuerzo, y de ahí que la mente divagase aturdida y el corazón empezase a golpear violento como quien pide aire desde el fondo de su encierro. No quería llorar, a pesar de sus ansias. La amargura de su padre sería menos. ¡Cuánta ternura delicada con el herido, y cuánto cariño con él, en su afán doliente! Si ella cedía, ya no abría enfermera; no más tino, no más atención inteligente en las horas crueles, porque la desesperación la haría su presa y el delirio su juguete.

En ciertos momentos la fiebre parecía abrasarle las sienes. El sueño solía hacerla cesar, ese sueño que trae el cansancio prolongado y que deja al organismo como muerto.

Entonces, al incorporarse, se sentía con ánimo fuerte y volvía a la tarea con más ahínco, nutrida de nuevas esperanzas, dulce, risueña, para llenar la atmósfera en que respiraba el herido con todos los tonos y reflejos de su adorable juventud.

¿Cómo pensar que él se podía morir? Era ese un ensueño sombrío. Había venido al mundo con tantos dones para la dicha, era tan gentil, tan generoso, que la adversidad debía respetarlo. Estaba en todo el vigor de la vida, y había de resistir a los estragos del mal hasta vencerlo.

Una noche, el paciente tuvo fuertes contracciones; se quejó, la fiebre volvió a atacarlo y durante largas horas todo afán fue inútil para devolverle algo de la calma perdida.

Natalia pasó este nuevo suplicio de pie, rígida, silenciosa; y ya muy tarde, cuando el herido quedose al fin postrado, como hundido en el lecho, don Luciano la sacó de allí.

Fue aquella una noche triste.

En tanto Esteban y Guadalupe hacían la vela, Robledo salió al patio ansioso de aire puro bajo los efectos de una gran pesadumbre.

El cielo estaba sereno y rutilante, en profunda quietud los campos, y sólo el canto alegre del gallo desde el fondo de los «ombúes» interrumpía el silencio.

Paseose en lo oscuro, por debajo del alero, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados.

Luego se quedó quieto delante del ventanillo de Natalia por mucho tiempo; y estando aún allí como una estatua, llegó a oír la voz de su hija que parecía balbucear un ruego.

Después la escuchó más alta, de un timbre desgarrador, que decía:- ¡Piedad, Dios mío!

El viejo llegó a creer que le mordían las entrañas.

¡Era tan amargo el acento, tan sentida la súplica! Aquella pobre que no dormía hacía tantas noches, debía tener como un plomo la cabeza.

Lo peor era que ya el mal parecía sin remedio. Sin duda la bala había caído al pulmón después de haber estado pendiente en el vértice a modo de carámbano vacilante o de lágrima que oscila en las pestañas antes de rozar el pómulo; y si era así, ¡asunto concluido!

Don Luciano fuese de nuevo sin ruido a la habitación de Berón, con los ojos muy abiertos, jadeante y confuso.

Sorprendiose al entrar en ella.

Allí estaba Natalia, firme, tranquila en apariencia, con un gesto de resignación extrema que daba a su semblante toda la dulzura del rostro de las imágenes de cera. Tal vez había llorado mucho. De sus bellos ojos se desprendía un reflejo de tristeza honda, natural en quien ya ha medido toda la magnitud de su infortunio.

Robledo nada dijo.