Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

No se engañaba. Madre y joven seguían tenaces usando alternativamente del catalejo; y fue preciso que él fuese en busca de ellas para sustraerlas al encanto de una esperanza que no consiguieron ver realizada hasta esa hora.

La tarde, la noche, pasaron entre sordas inquietudes.

Oíanse en realidad toques de trompa y de tambores, marchas pesadas, rodar de trenes, toda una agitación anormal en las estrechas vías del recinto amurallado. Las voces, los galopes sobre las mismas aceras de piedras enriscadas, el estridor de espuelas, arreos, vainas y cascos completaban aquel tumulto inusitado de tropas en son de combate.

La madre de Luis María y Natalia se asomaron por una ventana.

Varios batallones estaban alineados a los costados de la plaza, con sus armas en descanso y banderas al centro, luciendo al sol sus uniformes y morriones.

En medio de la calle de San Carlos, algunas piezas de un bronce bruñido enseñaban sus fauces verdi-negras semi-atragantadas de escobillón.

Un montón de armones, avantrenes y cureñas obstruía con sus macizos rodados la bocacalle de San Pedro, con sus artilleros a los flancos montados en mulas.

Cuatro escuadrones de caballería con las carabinas cruzadas a la espalda, formaban columna a lo largo de la de San Carlos, y a retaguardia de la artillería.

Flotaban al aire los estandartes auri-verdes, resonando toda una fanfarria de trompetas.

Movíanse de uno a otro extremo al galope, espada en mano, alféreces de rostro enjuto y tez de cacao con una charretera de bronce sin canelones sobre el hombro, y espolines de gallo en el tacón de las botas.

En las filas reinaba esa descompostura que precede al momento de la marcha. Algunos soldados ponían colas de cigarros detrás de la oreja; otros chupaban «masacote» o algún «ticholo» revenido. Los semblantes expresaban cierta indiferencia o conformidad pasiva propia del oficio, demostrando alguna atención solamente cuando las voces de mando recorrían la línea a modo de recios y bruscos chasquidos.

Entre los ayudantes que pasaban impartiendo órdenes, uno llegó a detenerse un instante frente a las ventanas de la casa de Berón, y saludó con la espada. Era el teniente Souza.

A poco, la charanga del batallón allí alineado rompió en una marcha alegre; el cuerpo formó en columna y se movió.

El resto de las tropas siguió el movimiento, arma al brazo y paso de camino.

Don Carlos, que se había estado en la puerta de su casa muy atento entrose con rapidez en extremo nervioso.

-Estos salen con ánimo de combatir -dijo a su mujer-. ¡Ya veremos!… Vamos a almorzar,

La señora tenía un aire resignado.

-Ven -dijo a Natalia-. ¡No te aflijas! ¿Crees que éstos podrán más, aunque sean muchos?

-¡No creo, madre! -contestó la joven sonriendo, y estrechándola con su brazo de la cintura-. Dios ha de estar con ellos… ¡Si yo estoy tranquila!

Y la miraba de frente, encendida y palpitante.

Sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas.

El señor Berón estaba cejijunto, callado. De vez en cuando lanzaba frases ininteligibles, o reñía a alguna negrilla del servicio por cualquier pretexto.

Sentáronse. El almuerzo fue silencioso, observándose a los rostros unos a otros, preocupados, inquietos. Los ecos de las charangas que se alejaban, y que ya sin duda habían salido de murallas, llegaban hasta ellos con un sonido hiriente, irónico, desalentador. Parecían de esas músicas monótonas e insultantes que se oyen en la fiebre o en las horas de duelo.

-¡Qué soplar el trombón y mover el «chinchín»! -exclamó la señora-. Parece que quisieran animarse.

-¿Ha visto V., madre? -repuso Natalia en un arranque de enojo que dejó sus labios trémulos-. ¡Qué gracia ir tantos contra un puñadito, qué valor tan caballeresco!… De ese modo podríamos ir las mujeres todas vestidas de corazas.

-¡Así es, hija! -barbotó don Carlos dando salida a un ronquido que se le había atravesado en la garganta, sordo, bronquial, colérico-. Estos «mamelucos» no acostumbran a acometer un tronco sino con veinte hachas; y asimismo cuando va a caer, se ponen a distancia… por cautela.

En seguida de esta explosión, encerrose en absoluta reserva.

El ruido de las charangas, alejándose cada vez más, concluyó por extinguirse. Apenas apercibíase casi apagado el redoble del tambor.

Una calma profunda reinaba en la ciudad. Y este sosiego aparente llegaba hasta allí, embargando más el espíritu.

Natalia se inclinó de improviso murmurando suave al oído:

-¡El catalejo!

-Sí -dijo la señora-. ¡Vamos al mirador!

– XVII –

Una parte de las tropas había salido de la ciudadela; la otra pasó por el portón de San Pedro, uniéndose en la carretera del centro.

Después de un alto breve, la columna siguió marcha hacia afuera camino recto.

Destacáronse dos escuadrones, uno con dirección al arroyo Seco; el otro, a vanguardia, en descubierta.

Nada de sospechoso se veía en los contornos, hasta tiro de cañón, el campo estaba desierto, los «potreros» sin los animales de pastoreo, los escasos edificios por allí dispersos cerrados, tristes como sepulcros.

Densos vapores se acumulaban en la atmósfera interceptando por completo la luz solar, y empezaba a correr de la costa un viento frío con rumor de olaje.

La columna hizo una nueva estación a una milla de los muros; a los pocos minutos continuó el avance, en un trecho de ocho o diez cuadras, y se mandó armas a discreción.

El escuadrón paulista, que hacia de gran guardia, llevando en despliegue una guerrilla, encontrose de súbito con tres hombres que, tendidos sobre el cuello de sus caballos detrás de un cardizal, a distancia de cien varas, se incorporaron en sus monturas y, echándose las carabinas al rostro, rompieron el fuego.

Un soldado se desplomó al suelo con el cráneo roto. El alférez de la avanzada recibió una contusión en la mejilla que le hizo saltar hasta grupas y bambolearse como un ebrio en la silla.

El ataque era brusco y atrevido.

La guerrilla contestó el fuego con una gran descarga.

Los tres hombres se habían apartado entre sí, y sin retroceder paso, hacían funcionar sus baquetas.

Sólo un caballo cayó herido en la frente.

Los paulistas reforzaron su guerrilla, adelantando impetuosos. Los enemigos parecían pocos.

Detrás del cardizal se alzaba una loma al flanco izquierdo, un «cañadón», cubierto de saúcos en sus bordes, orillaba el declive, a la derecha el terreno plano y herboso no presentaba obstáculo alguno.

Varios proyectiles, silbando del lado del «cañadón», detuvieron a los paulistas en su avance.

Otros tres hombres, guardando distancia, habían aparecido de improviso.

Simultáneamente, cinco nuevos tiradores en despliegue, surgieron por la derecha, saludando con otros tantos disparos a la guerrilla.

El jefe del escuadrón, en viendo caer dos de sus soldados a retaguardia de la avanzada, picó espuelas y amagó un carga.

Entonces coronó en ala la loma una fuerza de veinte jinetes que, a una voz de su jefe, sujetaron en la falda, quedando inmóviles en línea sencilla.

Los paulistas se pararon un tanto sorprendidos.

Las balas se cruzaban más frecuentes, y uno que otro grito extraño, ronco, bravío solía mezclarse a sus silbos siniestros.

Por pausas calculadas, la guerrilla «insurgente» se había ido engrosando hasta presentar quince tiradores en despliegue, con la protección de veinte que acababan de colocarse en la falda de la loma.

¿Podían ser éstos, todos? No era probable.

El jefe paulista, con ojo experto, notó que aquella tropa no traía bandera, ni siquiera un clarín de órdenes. Debía ser una simple avanzada de caballería volante.

Pero estaba obligado a descubrir, y para ello tenía fuerza de sobra. Antes de pasar un parte informal al jefe superior de la columna, que permanecía, quieta en las Tres Cruces, redobló las guerrillas, con el oído atento a detonaciones lejanas que venían de la zona del norte.

Sin duda había refriega por allá. Las descargas se sucedían sin interrupción; una especie de fuego graneado, cuyos ruidos se asemejaban a crepitaciones lejanas devoradas por las llamas.

Al refuerzo de las guerrillas, con orden de ganar terreno hasta dominar la loma, siguiose el avance de la protección al paso.

Los «insurgentes» se mantuvieron en sus puestos en el primer momento; luego volvieron grupas retirándose con lentitud; y fue entonces cuando atravesándose por retaguardia un joven jinete de cabellera rubia, que llevaba en la diestra el acero con marcial altivez, la tropa brasileña hizo una nueva descarga, que cubrió el espacio intermedio de humaza blanca y tacos ardiendo.

Caballo y jinete rodaron por el declive; y así que el primero quedose inmóvil con los remos en alto tras de algunas convulsiones, viose que el joven oficial estaba cogido por una pierna, tendido de costado, como muerto.

La avanzada paulista llegó al sitio, y aún más allá, acompañando con voces ruidosas sus disparos, en tanto se apoderaban otros del caído y lo conducían a la reserva.

Iba a coronarse la loma; pero antes era preciso cargar las carabinas. Esta función reclamaba varios tiempos, y la guerrilla se detuvo.

Los «insurgentes» que ya habían mordido el cartucho y atacado el cañón, volvieron cara de nuevo, reapareciendo en la loma paso ante paso, en busca del blanco a sus carabinas.

Esta vez la descarga fue casi a quemarropa.

Los proyectiles gruñeron llegando hasta la reserva; la guerrilla paulista se dobló al volver riendas para fijar posiciones, hizose un ovillo entre choques y emprendió el galope en pelotón.

La reserva «insurgente» apareció al trote largo despuntando la «cañada» fangosa, con las lanzas apoyadas en los estribos a falta de cujas.

La protección de la falda, formada en dos escalones, bajó al llano a media rienda, al grito de ¡carguen!

Al ruido del tropel y de los gritos iracundos, la guerrilla doblada precipitó su fuga echándose sobre su reserva; la que a su vez dio grupas, yéndose a estrellar contra el resto del escuadrón que procuraba ordenarse en batalla.

Pero el escuadrón todo fue envuelto, y arrastrado en desorden sobre el grueso de la columna.

A un lado de la carretera, detrás de una cerca de arbustos espinosos y de agaves confundidos, se erguía una «troja» o armazón vestido con los tallos de hojas lanceoladas, espatas y panículos ya secos del maíz, y destinado a guardar las espigas de la cosecha. Parecía un gran bonete amarillo con guías y cascabeles, cuyo ruido remedaban las hojuelas membranosas al ser batidas por el viento.

Uno de los «insurgentes» que antes de la carga se había separado del grupo, adelantándose solo por el flanco al amparo de las cercas y a favor de la confusión, echó pie a tierra frente a la «troja»; y sin abandonar su caballo, que tenía del cabestro, entrose en el rústico depósito llevando en la diestra un clarín.

Trepose de rodillas hundiéndose en el maíz allí acumulado, y apartó la hojarasca del fondo de la «troja», de modo que pudiese observar sin ser visto.

Aunque espeso el boscaje de la cerca que se extendía paralela, algunos claros aquí y acullá permitían dominar grandes trechos de la carretera, hendida a un lado por las encajaduras de las carretas.

Hacia la izquierda, apenas a dos cuadras, sobre el camino, y asomando su cabeza en un recodo, estaba la columna brasileña.

El escuadrón, que venía en desorden, notando que otro se desprendía de la columna a protegerlo, recuperó su formación volviendo cara con nuevos bríos.

Tenía el choque que ser fatal a los nativos, cuyo empeño sin duda alguna era el rescatar a su compañero, el cual venía entre la soldadesca estrujado y oprimido.

La voz enérgica del jefe se oyó dos o tres veces en medio del tumulto, incitando siempre a la carga.

El que estaba oculto en la «troja», asomó bien la cabeza, -una cabeza pálida con una cabellera y una barba de Nazareno,- y miró ansioso a la derecha del camino.

Había reconocido la voz de su jefe, la del comandante Oribe. Su tropa cargaba a lanza y sable. A pesar de las volutas de tierra removida bajo los cascos, percibió en los aires las banderolas tricolores sacudidas por el viento entre moharras y medias lunas de hierro.

Aquel hombre sacó entonces el clarín por el hueco, llevose a los labios la embocadura y tocó a degüello.