Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

-Si yo no cavilo, Jacinta. Pero aunque así no sea tengo mucho placer en que estés junto a mí, el oír tu voz amiga…

Ella le cogió la mano, oprimiéndosela, y dijo:

-¡Qué gusto!

Él se acercó más, acaso sin pensarlo, por un movimiento instintivo; siguieron hablando bajito, estrechándose, y después ya no se oyeron voces.

De vez en cuando chisporroteaban los tizones reventando en el aire alguna brizna ardiendo. La helada descendía siempre acumulándose en cristales sobre el techo improvisado, y el frío era intenso, la noche azul y transparente.

Gran silencio reinaba en el campo. Algún zorro en busca de lonjas de cuero lanzaba en el bajo su grito estridente; si ya no era el de un cabiay errante por el ribazo del «cañadón», el que perturbaba por momentos la calma profunda.

Pronto vino la alborada -una claridad lechosa, tenue y difusa en el horizonte que se iba extendiendo como blanca gasa, y enseñando luego su festón de rosa sobre mi fondo colorante como una lámpara solitaria en la inmensa bóveda sin sombras. Del ramaje ya casi deshojado de los «ombúes» surgía el canto de los dorados y el «teru» recorría el campo a vuelo rasante entra notas bulliciosas.

Fue a esa hora que Jacinta salió de la tienda de Berón, para tomar su caballo en el bajo.

Poco después, Luis María salió, aparejó el suyo, y emprendió marcha hacia el vivac de los carretones.

No había aparecido aún el sol.

La tropa se hallaba dispersa en el llano junto a los fuegos. El comandante Oribe dormitaba recostado a la rueda de uno de los vehículos, frente a un fogón, bien arrebujado en su poncho de invierno.

Ismael y Cuaró departían sentados sobre pieles de carneros, al amor de otra lumbre viva en que se asaban las «cecinas» que debían servir al desayuno.

Mostráronse contentos de la llegada del compañero, a quien hicieron lugar entro los dos brindándole con un «mate» amargo.

-¡Bien lo preciso! -exclamó Luis María-, pues al salir de lo caliente he sentido tal impresión, que sólo estas llamas y este «mate» pueden desvanecerla.

-Me alegro que encontrés esto lindo, hermano -dijo Cuaró-; pero te has venido muy pronto…

Y sonriéndose, le guiñó un ojo.

-No -repuso el joven respondiendo con otra aquella sonrisa; – debía estar aquí más temprano.

-No había priesa -observó Ismael-. El comandante dice que mejor se cazan tigres al romper el sol.

-De juro -agregó el teniente con aire de perito-. El «yaguareté» sale de la espesura cuando el sol alumbra de tendido, y ronza el bajo olfateando carne fresca.

-¡Ya! -objetó Berón-. Entonces hoy la cosa se aclara.

-Y puede ser que nos topemos con los del corral de piedra, porque han de querer venirse al bulto.

-¡Mejor! Dicen que Calderón la da ésta por segura.

-Sí -murmuró Ismael con ceño irónico-: ¡cuando el ñandú comienzo a volar!

Y atizó el cigarro con la uña, despidiendo con la fuerza de un fuelle la humareda por las narices.

-¡El comandante se levanta, y mira! -exclamó Cuaró.

Luis María se puso de pie, y dirigiose presuroso adonde estaba Oribe.

Habló con él breves momentos, y enseguida pasó a los puestos para transmitir la orden de montar.

Cuando regresó al vivac de Ismael, ya se había recogido todo, y los compañeros se encontraban a caballo, ordenando sus escalones sin precipitación ni ruido.

Pocos hombres los componían, constituyendo una simple escolta de números escogidos.

Esta tropa marchó bien pronto detrás de Oribe, que iba muy adelante acompañado de Berón.

Apenas traslomaron, viose que un grupo pequeño con un oficial a la cabeza se corría paralelamente a la costa, a bastante distancia. En el valle ardían fogones, rodeados de soldados con sus caballos listos.

Calderón se encontraba allí.

Oribe hizo detener la escolta en la ladera, y marchó solo hasta el vivac del jefe de la línea.

Ismael, que estaba mirando con fijeza el grupo que se alejaba por su derecha, dijo a Cuaró:

-Aquel es Batista que ha venteao y se va. Vea, teniente, si le sale al encuentro, antes que dé el anca a las guardias… ¡Saque seis hombres y marche!

En un instante se hizo la operación.

El destacamento se desprendió con Cuaró al frente, al trote, simulando una contramarcha al flanco opuesto, y pronto desapareció detrás de una quebrada.

Luis María, atento a todo, había seguido con la mirada los pasos de su jefe.

Un ligero diálogo se había sucedido a su llegada al vivac, con el presunto traidor; luego, algunos ademanes violentos.

Cierto movimiento se produjo en los grupos, al parecer de hostilidad, pues algunos se dirigieron a sus caballos.

Empero, ese movimiento cesó muy pronto y todos se quedaron perplejos al observar la actitud resuelta de la escolta, inmóvil y carabina en mano en la ladera.

Voces diversas se oyeron, sin duda de protesta; y no pocos llevaron la diestra a sus armas.

Calderón siempre esforzando su voz, retrocedió algunos pasos con la mano en el pomo del sable.

Oyose que decía:

-¡No le reconozco autoridad para prenderme, ni me entrego!

Entonces Oribe, sin preocuparse de los que estaban a su espalda, sacó las dos pistolas que tenía cruzadas delante, y sin decir palabra las amartilló, apuntándole con ellas a la cabeza.

Enseguida de esto, Calderón se desprendió su sable y se lo entregó sin más resistencia.

De cerca y de lejos, con las cabezas en alto, silenciosos y sorprendidos, los pequeños grupos diseminados contemplaban la escena.

Nadie se atrevía a dar ya una voz.

Lanzola, al fin, Oribe.

Luis María se acercó.

-Que pase el capitán Velarde a retaguardia de esa gente y la haga marchar al campamento, bajo rigurosa vigilancia. Y V., ¡monte! -agregó dirigiéndose a Calderón con acento duro.

El antiguo jefe de dragones estaba trémulo y muy pálido. Ni una palabra brotó de sus labios casi amarillos. Miraba torvo debajo del ala del sombrero.

Montó y siguió al trote, dos pasos al flanco de Oribe.

Ya en el campo, media hora después, Cuaró estuvo de regreso.

El oficial traidor había logrado escapar a favor de su caballo, pero no así dos de sus hombres que el teniente traía, atados de las piernas al vientre de sus monturas.

Así que divisó a Cuaró, hízole llegar Oribe, y díjole:

-Queda V. encargado de llevar este preso al cuartel general, y desde ahora está bajo su vigilancia. Descanso en V., teniente.

Cuaró oyó sin pestañear la orden, cuadrado, respetuoso; y volviendo a montar, dijo muy grave a Calderón:

-Endilgá el roano a aquel ombú que se empina en la loma, al pasito no más…

-El preso siguió en la dirección indicada, pasivo y silencioso.

Llegados al punto, Cuaró llamó a un soldado, y ordenole que trajese un caballo como para prisionero.

El soldado volvió al rato con uno de pelo cebruno, que no por ser el del ciervo y la liebre acusaba aptitudes en el animal; matalote sano en el lomo, pero que mostraba bien todo su esqueleto ganoso de rasgar el cuero, «lunanco» por vicio viejo y lerdo por añadidura.

Cuaró fijó un buen momento su mirada de inteligente en aquel Babieca, y luego murmuró con los labios apretados:

-¡Lindo! Echále el recao.

El soldado desensilló el caballo de Calderón y enjaezó el cebruno con sus prendas; y viendo que le bailaba la cincha se apresuró a ajustarla con los dientes.

Listo todo, Cuaró encendió despacio su cigarro en un tizón; con una seña hizo montar a su asistente y al preso, saltó él sin poner pie en el estribo en los lomos de su redomón como un hábil gimnasta, y arrancó al trote, diciendo suave:

-En ese caballo mansito no vas a rodar, comandante. Si echa vuelo por milagro, no te asustés, yo te barajo en la lanza y quedás siguro.

– XXII –

Desde aquel día que se efectuó la salida de las tropas, Natalia había experimentado diversas impresiones. En ese día nada percibió que le interesase vivamente, desde el mirador.

Sintió detonaciones lejanas que podían confundirse con las que resonaban en la línea; vio regresar la columna descubridora, sin un solo prisionero, como se divulgó poco después; oyó hablar de un choque sin importancia en las avanzadas, y seguirse a estos sucesos la monotonía de las plazas fuertes con sus bandos conminatorios, sus clarinadas continuas y sus retretas tristes a la hora de queda.

En los días siguientes, estruendos sordos, movimiento de tropas, destacamentos que salían a ocupar puestos fortificados a regular distancia de los muros para asegurar víveres y forrajes. La situación de fuerza oprimía como un collarín las gargantas. Sólo estaba en actividad el músculo, bajo el duro pomo de la obediencia pasiva. En el fondo de los hogares, sin embargo, la pasión estaba viva, ardiente, enconada; era ya como un culto la causa de los débiles y se acariciaba a éstos en el recuerdo como a imágenes adorables. ¿Por qué no? Todo lo sacrificaban por su tierra. Eran dignos de vivir en el corazón de los ancianos, de las mujeres y de los niños, los varones que buscaban por el brío incontrastable lo que otros conseguían por la superioridad de los medios y la ciencia militar.

Si a esta pasión del valor se unía la del amor, ¡ah! ¡qué sentir agitado y qué pensar febril dominaban corazón y cerebro! Nada se decía, que no fuese palabra del momento; y no se hacía nada que no fuera tendente a estrechar el afecto profundo con los seres queridos. La muralla estaba por medio; pero el cariño salvaba el obstáculo como un ave dolorida que apura sus alas por llegar al bosque de refugio. Remotas eran las esperanzas de triunfo y la ilusión de paz, en la medida al menos de los medios de combate y de la temeridad del esfuerzo; con todo, ¡qué hermosos eran los hombres que así se batían, y qué seductor el ideal de su heroísmo!

Natalia se expandía con la que ella ya consideraba madre. ¡Era tan buena! La acompañaba en su cariño materno con otro cada vez creciente, hondo, intenso, y se ayudaban a sufrir sin queja, devorando sus lágrimas, ocultándoselas la una a la otra para no dar ninguna prenda de su dolor.

El retraimiento en que vivían, tenía sus consuelos. Muchos seres humildes a quienes ellas daban protección les comunicaban nuevas.

El mismo Pedro de Souza, siempre consecuente, solía sacarlas de incertidumbres.

Pero, era Guadalupe la que tenía el don de embargar horas enteras a su joven ama con el recuerdo de episodios en la estancia, en cuyas memorias se entremezclaba el nombre del ausente.

Cierta tarde se apareció una negra vieja, antigua esclava de don Carlos, y a quien éste había redimido el día en que su hijo Luis cumpliera sus tres lustros.

Nunca dejaba de ir a la casa a saludar a sus amos, como ella los llamaba siempre; si ya no era para llevar las ropas blancas cuyo lavado hacía.

Cuando sentía el ruido de sus chanclos en el zaguán, los sirvientes decían riendo: ¡ahí está la tía Nerea!

Y veíanla entrar en efecto a paso tardo, con el atado en la cabeza y el cachimbo sin fuego en la boca, dando los «buenos días de gracia» desde la verja, y nombrando a viva voz a todos los de la casa aunque no estuvieran presentes.

Esta vez, la tía Nerea entró sin atado ni cachimbo, arrastrando sus plantas con esfuerzo penoso; y los ojos, ahumados por la edad, llenos de llanto.

Parecía haber hecho una jornada dura, y sufrir una emoción en exceso violenta para sus años.

La madre de Luia María y Natalia estaban en el patio.

Distinguiéndolas ella, llegose bien cerca, y dijo con acento entrecortado y ronco:

-¡Ay, el ama del alma!… ¡Sáqueme, su mercé, eso que tengo en la cabeza, que ya me pesa más que el atado; tan ganosa estaba de llegar pronto por la virgen santísima!…

-¿Qué será, madre? -preguntó Natalia sorprendida, temblando cual si la hubiese oprimido una duda el corazón.